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»-Quiero… debo pedirte algo -me dijo mi compañero de viaje mientras atracábamos-, y espero no molestarte con ello.

»Extrañado, quise saber de qué se trataba. A lo que él respondió:

»-Debes permitir que sea yo quien exponga los detalles del caso.

»-¿Y eso por qué? -le pregunté.

»-Por favor, no te ofendas, pero el hecho de que seas un sarraceno puede predisponer a los eruditos en tu contra o hacerles dudar de la veracidad de tus palabras. Si hablo yo tendremos más posibilidades de que acepten nuestro proyecto como fiable.

»-¿Nuestro…? -pregunté. Pero accedí de mala gana.

»Durante los días en los que esperamos a ser recibidos por la comisión de eruditos del albergo, intenté instruirle sobre la manera en que debía presentar el caso. Él me decía que sí a todo, que así lo haría; pero, como digo, yo dudaba cada vez más de él. Hasta que llegó el momento en que se nos convocó a una audiencia a puerta cerrada.

»Tal y como habíamos acordado, yo permanecí en silencio mientras mi compañero de viaje se ocupaba de la argumentación. Pero al instante comprendí mi error. Olvidando los datos que yo le había dado, mi compañero centró su discurso en una estimación muy baja de la distancia que era necesario recorrer. Basó su argumentación en el erróneo texto del Imago Mundi, de Pierre d'Ailly, que mantiene que estamos separados de la India sólo por un estrecho mar. Citó también al florentino Paolo Toscanelli, quien afirmaba que la provincia de Mangi está a menos de tres mil millas al oeste de Lisboa y que Cipango se halla incluso más próximo. Para terminar, nombró de pasada algunos de mis documentos, en especial los testimonios de navegación hacia Poniente, como el de los hermanos al-Mugarribún. Y, muy por encima, habló de mi traducción de las planchas tirias.

»Los eruditos del albergo escucharon con paciencia, en silencio, hasta que terminó de hablar. Le preguntaron que si tenía algo más que añadir y luego dieron por concluido el consejo. Nos despidieron, asegurándonos que en breve seríamos informados de su decisión.

»Al salir, Pietro parecía entusiasmado. Pasó un brazo sobre mi hombro, como si yo fuera un viejo camarada suyo, y me dijo:

»-Vamos, amigo, debemos ir a celebrarlo y conozco una taberna cercana que es bastante apropiada para ello. Dime, ¿tienes costumbre de beber vino?

»-No tenemos nada que celebrar -le dije con frialdad.

»Él me miró desconcertado.

»-¿Qué quieres decir? -preguntó.

»-¿No te das cuenta de lo que ha pasado ahí dentro? -le dije-. Has malogrado cualquier posibilidad de que seamos tomados en serio por esos eruditos.

»-Estás loco -dijo.

»-En eso tienes razón -respondí-. He sido un loco por confiar en ti y por emprender este viaje con un aficionado del que nada sé. Todo lo que has dicho ahí dentro, todos esos datos que has expuesto con tan ingenua seguridad, se basan en los errores del sistema ptolemaico sobre el tamaño de la circunferencia de la Tierra. Lee a Alfragrano y comprobarás que su radio es mayor de tres mil quinientas millas. Si te tomas la molestia de calcular su perímetro descubrirás que para llegar hasta Catai viajando hacia Poniente hay que recorrer una distancia inmensa. Ningún barco lograría hacer ese trayecto, lejos de cualquier costa, sin realizar alguna escala intermedia para abastecerse. Por eso es tan importante la existencia de esa Otra Tierra en mitad del mar Tenebroso.

»El genovés me miró muy serio y dijo:

»-Incluso con sus errores, si los tienen, los antiguos griegos son venerados por todos. He comprobado una y otra vez esto y sé lo que hago. Si Ptolomeo afirmaba que la distancia hasta el otro lado del mundo es tan corta, ¿quiénes somos nosotros para contradecirlo…? Piensa en esto: ¿no es posible que esa tierra a la que llegaron tus navegantes tirios y los hermanos al-Mugarribún no fuera otra que Cipango?

»-No -suspiré-. Es lo que intento explicarte. Nuestros matemáticos han calculado con exactitud el radio de la Tierra. Necesitamos cálculos precisos para orientar las mezquitas hacia La Meca y te aseguro que la distancia es mucho mayor de lo que supones.

»-Es posible -dijo en un tono que indicaba que pensaba lo contrario-, pero ahí están los cálculos de Ptolomeo… Entiéndeme, yo creo en tu historia, quizá nadie más lo hará, pero yo creo en ella. No pierdas la calma y aguarda, estoy seguro de que la decisión de los eruditos nos será favorable y podremos obtener nuestro barco y nuestra tripulación.

»Pasaron los meses, pero la respuesta no llegó. Tan sólo evasivas que nos mantenían atascados en Génova sin poder hacer nada. Hasta que un día Pietro se presentó en mi alojamiento del albergo y me dijo que iba a viajar a Lisboa, para reunirse con su hermano y obtener a través de él una audiencia con el rey Juan de Portugal.

»-Allí encontraremos la ayuda que mi propia gente me niega -me aseguró-. Mandaré buscarte, no desesperes.

»Se marchó de noche, con mucho sigilo, y nunca más volví a verlo.

»A partir de ese momento las cosas no hicieron más que empeorar. Un funcionario del albergo, acompañado de varios hombres armados, vino a interrogarme sobre la desaparición de mi compañero. Les dije lo poco que sabía. Aquel hombre se comportó con amabilidad y aceptó mi palabra de que yo no conocía sus planes. Pero me hizo saber que, a partir de ese momento, debía ir siempre acompañado por dos escoltas armados.

»-Es por tu seguridad -me dijo.

»Pero lo cierto es que muy pronto comprobé que yo era su prisionero…

Los dos amigos estaban sentados sobre grandes almohadones de pluma, bajo un pabellón abierto en el patio, rodeados de las diferentes flores que embellecían el jardín. Pero, conforme avanzaba la noche, el aire que bajaba de Sierra Nevada era cada vez más frío. Lisán tuvo que pedir a sus criados que les trajeran dos tocas de lana para abrigarse.

– Hermano -decía Ahmed sacudiendo la cabeza-, sabes que no es posible confiar en los infieles, que el mejor de ellos es mentiroso y traicionero, que nunca cumplen sus pactos, que jamás mantienen su palabra.

Lisán encendió una pipa de cerámica y exhaló una bocanada de humo de hachís.

– ¿Qué otra cosa podía hacer?

– Debiste contar conmigo. Tenemos un contrato de hermandad, ¿recuerdas? Y dos hermanos son como un par de manos, una de las cuales lava a la otra. Podrías haber pedido mi ayuda y gustoso te la habría dado.

– ¿Podrías haber fletado un barco y reunido una tripulación capaz de cruzar el mar Occidental? -Apretó la cazoleta entre sus manos y disfrutó de su calor reconfortante.

– Sabes que mis recursos jamás han llegado a tanto, pero podría haberte acompañado. Soy mejor negociador que tú, de eso no cabe ninguna duda, y creo que sé juzgar mejor el talante de la gente.

– ¿Y dejar tus intereses para acompañarme durante esos dos años?

– Así es. Mi hijo Arún es ya un hombre capaz de ocuparse de todo.

– ¿Lo era hace dos años?

– No -admitió-. Tienes razón en eso. Pero mi voluntad ahora es la de ayudarte, si es eso lo que deseas… Pero, por favor, sigue relatando tu historia… ¿Cómo lograste escapar de los genoveses?

– Es muy tarde y las puertas de la medina ya estarán cerradas -dijo Lisán mirando hacia el cielo-; quédate esta noche en mi casa y mañana te contaré el final de mi aventura.

Ahmed asintió con un gesto.

– No tengo ningún negocio que requiera mi atención en estos momentos, que no puedan atender mis hijos, y hace mucho que no sabía de ti. Por supuesto que acepto tu invitación.

– En ese caso, te seguiré contando mi aventura durante el desayuno. Tendrá que ser temprano, pues mañana debo partir de nuevo.

– ¿Otro viaje? ¿Adónde esta vez?