– ¿Ya no piensas que este viaje es una locura?
– Por supuesto que lo es. Pero desde que te conozco, hermano, jamás he dudado de tu talento y sabiduría. Si tú crees en ese Otro Mundo situado más allá del mar, yo estoy seguro de que existe, y de que se podrá comerciar con las gentes que vivan en él, o construir bases para alcanzar las lejanas costas de Catai y Cipango. Todo eso significa negocio y yo no puedo darle la espalda a un buen negocio. Te pido que me aceptes como socio.
– Pero estabas seguro de que no se podía confiar en Baba.
– Y no pienso hacerlo. Precisamente, mi aportación sería la de pagar el salario de los guerreros Sarray que te servirán como guardia personal, como protección para tus intereses y los míos.
Lisán sacudió la cabeza.
– Hermano -dijo-, esto es tan inesperado…
– Recuerda, antes que ninguna otra cosa está nuestro contrato de hermandad. Dos hermanos siempre se asisten mutuamente hacia un mismo objetivo y el contrato sólo se completa cuando ambos son camaradas en una empresa común. En cierto sentido, formamos una sola persona que participa tanto de la buena como de la mala fortuna, abandonando todo sentimiento de privacidad o egoísmo. No puedes ni debes dejarme fuera de esto, hermano.
El faquih celebró la ocurrencia de su amigo con una gran carcajada.
– Por supuesto que no, Ahmed -dijo abrazándolo-, ¿qué mejor compañía que la tuya podría desear en mi viaje?
Cuando Ahmed partió hacia Granada, Lisán explicó al mameluco que su amigo se iba a unir a la expedición en calidad de asociado. Estaban en la carraca, en el interior del alcázar. Baba se atusó el bigote y dijo:
– Perfecto. Un poco de dinero extra nos ha de venir bien en estos momentos.
El faquih le habló también de los Banu Sarray. Esperó la reacción del mameluco.
– ¿Cuántos serán?
– Ahmed me aseguró que podría conseguir unos quince guerreros.
Baba retorció uno de los extremos de su mostacho.
– Eso significa que algunos de mis hombres se tendrán que quedar en tierra.
– Sí -dijo Lisán.
El mameluco lo contempló durante un rato antes de decir:
– Lo entiendo. No confías plenamente en mí. Esos hombres van a ser tu guardia personal, para protegerte de mis turcos… ¿Estoy en lo cierto?
Lisán mantuvo su mirada y dijo:
– Lo que dices es exacto.
– Bien, en tu situación yo haría lo mismo. Por ese lado no va a haber discusión entre nosotros.
Baba sirvió dos vasos de vino. Le ofreció uno al faquih, que lo rehusó con un gesto.
– Pensé que todos los andalusíes tomabais vino.
– No todos. Pero aceptaré un vaso de agua fresca.
– Trae mala suerte brindar con agua.
Alzó su vaso de vino hacia Lisán y dijo: «A tu salud». Lo apuró de un trago. De una jarra sirvió agua en otro vaso y se lo entregó al faquih.
– ¿Tienes idea de qué vamos a encontrar? -le preguntó.
– Gente como nosotros, sin duda. Quizás un poco distintos en su apariencia, pero hijos de Allah, alabado sea, al fin y al cabo. No puede ser de otra forma.
– ¿No crees que podamos encontrar monstruos, como afirman las leyendas antiguas?
– Monstruos… -Lisán se extrañó ante aquella palabra tan desagradable. El mameluco lo miraba muy fijamente, con sus ojos de halcón-. No. No lo creo. Todas esas leyendas fueron creadas por los tirios para proteger sus inversiones en la Otra Tierra.
Los labios de Baba se fruncieron en una mueca de escepticismo. Quizá pretendía ser una sonrisa, pero Lisán sintió de nuevo el helor que aquel hombre provocaba en sus entrañas.
– Los tirios fueron un pueblo del pasado -dijo el mameluco, pronunciando las palabras con parsimonia-, pero hubo muchos otros. Tan poderosos o más que ellos. Los egipcios, por ejemplo. Para ellos el Sol recorría el firmamento sobre un carro de fuego e iba a morir en el remoto occidente, donde el cielo se tiñe con la sangre del sol cada atardecer. Las tierras que están situadas allí son la morada de los muertos. Un mundo temible, poblado por toda clase de monstruos que se alimentan con la carne de los viles.
El andalusí apuró el agua. En realidad, sólo pretendía disimular el temor que las palabras de Baba le habían provocado. No hablaba como un hombre que relata una vieja historia, escuchada en algún lugar remoto. Su voz tenía la certeza de aquel que está en posesión de conocimientos extraordinarios.
– ¿Cómo sabes de todas esas cosas? -preguntó.
– Del mismo modo en que tú obtuviste tu entendimiento sobre los antiguos tirios. Los símbolos egipcios son palabras claras para mí.
El mameluco se irguió con orgullo al decir estas palabras. Aquel hombre era un erudito como él. Por muy inquietante que fuera su aspecto, sus intereses eran parecidos y podían entenderse.
– Es una sorpresa -dijo-. Hace que este viaje sea aún más interesante. Sin duda tenemos mucho de que hablar y muchos conocimientos que compartir.
– Sin duda -coincidió Baba ibn Abdullah.
– ¿Quién eres realmente?
– No soy un pirata, como teméis tú y tu amigo. Poseo una patente de corso expedida por el propio sultán.
– Tampoco eres un mameluco.
Baba se volvió hacia él. Una sonrisa enigmática en los labios.
– ¿Por qué piensas eso? -preguntó.
– Es evidente que hablas el osmanlí y el árabe con la soltura de aquel que ha aprendido ambas lenguas desde niño. Si eres mameluco se explica tu aspecto físico y tus ojos claros…
– En ese caso, ¿cuáles son tus dudas, faquih?
– Para el takbir, tu corazón no debe estar en contradicción con las palabras que pronuncia tu lengua. Si en tu corazón sientes que hay algo mayor que Allah, aunque tus palabras parezcan verdaderas, Él es testigo de que eres un mentiroso.
– ¿Y tú cómo lo sabes? ¿Acaso puedes leer mis pensamientos?
– Es evidente que no puedo hacer tal cosa. Pero el alma tiene espejos que son muy claros para el que sepa leerlos. Los más importantes son los ojos, que no pueden mentir, pero también los movimientos de las manos y la posición de tu cuerpo al rezar…
– Hay muchas culturas diferentes en nuestra casa común, faquih, y muchas actitudes distintas…
– El exterior de los hombres es un cebo y su interior una advertencia. El alma se contenta con el engañoso exterior, pero el corazón penetra en la intimidad… Y puedo ver que ocultas algo en lo más profundo de tu alma.
Los ojos verdes de Baba chispearon durante un instante con un fuerte sentimiento que Lisán creyó interpretar como ira. Pero fue como una nube cruzando sobre la luna. De inmediato regresó el hombre afable.
– Eres un hombre muy sabio, faquih -dijo. La oscura emoción que delataran sus ojos había desaparecido por completo, pero Lisán estaba muy lejos de sentirse cómodo.
– Y tú… ¿Quién eres tú? -le preguntó una vez más.
– ¿Importa eso? -Sus ojos. Atravesándolo-. ¿Es que mi linaje o mi historia personal te harían reconsiderar tu intención de navegar a mi lado?
Esa mirada… De nuevo había experimentado la misma sensación de espanto ante aquel hombre que lo embargó la primera vez que se encontraron en el puerto de Génova. De nuevo los ojos de Baba parecían capaces de ver a través de él, como si el cuerpo de Lisán al-Aysar se hubiera transformado en un humo tenue.
– No -admitió al cabo de un instante-. No renunciaría a este viaje por nada.
– En ese caso, ya hemos hablado suficiente, faquih. Hay mucho trabajo por hacer y tenemos muy poco tiempo antes de zarpar. Cuando nos encontremos en alta mar, no han de faltarnos las ocasiones para conversar. Por el momento, basta saber que soy tu socio en esta aventura. Que acepto a tu amigo como nuevo socio. Y que esos guerreros Sarray serán bienvenidos en un viaje hacia un destino tan lejano e incierto.
11
Ahmed al-Sagir regresó cinco días más tarde, acompañado por Jamîl, quince infantes Banu Sarray y varias carretas cargadas de víveres. Piezas enteras de carne curada de vaca y sacos de legumbres secas fueron descargados al otro lado del acantilado y transportados sobre los hombros de los turcos hasta la playa. Luego, los fardos fueron cargados en el batel e izados a bordo de la carraca con la ayuda del cabestrante. Aunque aún era temprano, hacía calor y los músculos de los que tiraban de las cuerdas relucían sudorosos.
Los Sarray contemplaban desde la playa el pesado trabajo de los turcos. Se sentaban en la arena, comían manzanas y discutían si esta u otra forma de entibar la nave era la mejor. Pero en ningún momento hicieron el mínimo ofrecimiento de ayuda. Vestían ropas lujosas, de seda negra y azul, con elegantes bordados de plata y turbantes de muselina. Tenían un aspecto impresionante con sus espadas jinetas colgando de cintos de cuero hervido ricamente repujados. Demasiado elegantes para mancharse las manos trabajando.
Sin embargo, esa misma tarde, cuando ya empezaba a refrescar, un grupo de Sarray se ocupó, personalmente, de descargar varias tinajas vacías. Las llevaron con cuidado en el batel hasta la carraca y las aseguraron con cuerdas alrededor de uno de los palos. Ignacio, que andaba ocupado en el aparejo, se acercó y quiso saber qué negocio tenían con aquello. Eran grandes recipientes, fabricados con algún tipo de arcilla de color rojo vivo, que los guerreros andalusíes empezaron a llenar con cántaros de agua dulce.
Uno de ellos le respondió al vizcaíno:
– Son unas vasijas muy finas, fabricadas por los mejores artesanos de al-Andalus con una tierra que llamamos inyibar mineral.
Ignacio se rascó la barba y dijo:
– Ya. ¿Y para qué sirven?
El Sarray lo miró como a un viejo chocho.
– No hay nada que refresque mejor -dijo-, porque la vasija «suda» y elimina el calor del interior. Con este material se fabrican las botellas en las cuales se bebe el agua por todo el país. También mantiene alejados a los ÿinn que emponzoñan el agua.
Ignacio los miró. Luego a las tinajas y de nuevo a los Sarray.
– ¿Sólo para tener agua fresca? ¿Eso es todo? -Por algún motivo, le costaba creerlo.
– Así es.
– ¡Ja! Podéis deshaceros de ellas ahora mismo.