¿Qué lugar es éste?, se preguntaba Lisán, sin dejar de mirar aquella vegetación que les cerraba el paso como una empalizada oscura.
Silencio. Un silencio que era más inquietante que la vibración de un volcán. Hasta que Dragut aplastó un mosquito contra su cuello sudoroso y el ruido los sobresaltó a todos.
Apartándose de los demás, Lisán caminó hacia el linde de la jungla. Se asomó a su interior, apoyando sus manos contra una palmera. Incluso a pleno sol sería un lugar muy oscuro, la vegetación era tan tupida que impediría que los rayos de luz llegaran hasta el suelo, pero con aquel cielo encapotado era como mirar en las entrañas de una cueva profunda y negra.
Tras él, los hombres deambulaban por la playa invadida por las palmeras. Había multitud de cocos esparcidos por aquella arena como polvo de diamante. Dragut partió uno con un mandoble de su cimitarra y bebió el agua de su interior. De repente se quedó quieto con su mano sujetando el coco en lo alto. Se volvió hacia el mar y entrecerró los ojos. A lo lejos, la carraca aparecía y desaparecía de su vista, bamboleada por un oleaje cada vez más intenso.
¿Había oído un grito desde la Taqwa? Con el ruido de las olas era imposible decirlo. En ese momento vio el fogonazo de uno de los gerifaltes al ser disparado, y al cabo de un instante le llegó el estampido.
– ¡Debemos regresar! -gritó a sus compañeros.
Todos se dirigieron hacia el batel, excepto Lisán, que permaneció donde estaba, en el mismo borde de la jungla, mirando hacia su interior. Había sido como un relámpago, muy breve, pero podría jurar que había visto unos ojos grandes y amarillentos abrirse, mirarlo fijamente, para luego cerrarse y desaparecer. Se preguntó si sería una bestia peligrosa y sintió el impulso de echar a correr. Pero una morbosa fascinación ante aquella mirada amarilla desde la oscuridad, lo retuvo allí donde estaba. Alguien lo cogió del brazo y tiró de él. Se volvió y se enfrentó al rostro hosco y sudoroso de Dragut.
– Vamos -dijo el turco.
Lisán intentó soltarse.
– No. Hay algo ahí dentro… Debemos investigar…
Eso no le importaba al turco en absoluto.
– Ahora debes venir con nosotros.
Los Sarray los rodearon indecisos. Lisán también dudaba qué hacer. Su primer impulso fue resistirse, aunque era evidente que Dragut no tenía intención de ceder. Y, a pesar de su delgadez, era tan fuerte que muy bien podría cargarlo sobre su espalda y llevarlo así hasta la orilla. Pero no fue necesario, porque en ese momento algo revoloteó hacia ellos.
Era una mariposa enorme, con unas alas tan amplias como las dos manos de un hombre juntas. Al abrirlas, mostró esos fascinantes ojos amarillos dibujados en ellas. La mirada que Lisán había visto relucir en la oscuridad.
– ¡Vamos! -insistió Dragut, tirando de nuevo de su brazo.
– De acuerdo. Vamos -dijo el faquih sintiéndose estúpido.
Con dificultad remaron hacia la carraca, a través de una mar que se iba embraveciendo por momentos. Cuando ya estaban junto a ella oyeron los gritos de sus compañeros amontonados junto a la borda.
– ¿Qué sucede? -preguntó.
– ¡Rápido, subid!
Les largaron una red de cabos para que treparan por ella. Una vez arriba, Lisán se encontró con Ahmed en primer lugar.
– ¿A qué vienen tantos gritos? -le preguntó.
– ¡Hermano! -Ahmed lo abrazó. Parecía a punto de llorar-. Ese loco estaba dispuesto a partir sin vosotros… ¡Iba a dejaros en la isla!
Lisán alzó la vista y vio a Baba en la borda de estribor, de espaldas a ellos, recortándose su delgada silueta contra una mancha de tinta negra que estaba tragándose el cielo.
– ¡Allah misericordioso! -exclamó Lisán.
– Uno de los vigías la divisó a lo lejos -le explicó Ahmed-. ¡Y se mueve muy aprisa!
Lisán se acercó a la borda. Varios Sarray también contemplaban cómo se aproximaba.
Sin apartar la vista, Baba se dirigió a Lisán:
– Nunca he visto nada igual, faquih…
– Yo tampoco -admitió éste.
Era algo terrorífico. Una pared de nubes en rotación, con sus límites bien definidos, arrastrándose sobre el mar hacia ellos. Un torbellino nublo, salpicado por los chasquidos de relámpagos que recorrían toda su superficie, iluminándola con sus fogonazos. En el cielo, las nubes se estremecían al paso de aquel monstruo, se estiraban y se fundían con sus límites superiores. Mientras se acercaba, el mar se agitaba más y más, y la cubierta de la Taqwa se bamboleaba y crujía de un modo horrible. Pronto llenó todo su campo de visión, como una losa de piedra negra lanzada contra ellos para aplastarlos.
– Pero… ¿qué es?
– Es una tormenta, faquih. Sólo eso -dijo Baba-. Pero si no conseguimos ganar más profundidad esas olas nos van a destrozar.
Piri empuñaba la caña del timón y gritaba sus órdenes a los turcos.
Algunos marinos ayudaban desde el batel a izar el ancla, otros trepaban a los mástiles que se bamboleaban entre el mar y el cielo tormentoso, descalzos por las cuerdas frías y resbaladizas, para desplegar algunas de las velas menores. La idea era alejarse lo antes posible de la costa para evitar que el oleaje los lanzara contra las rocas. Pero el viento estaba aumentando su velocidad y podía destrozar las velas en un instante. Ya había algunas rifaduras que amenazaban con extenderse y rasgarlas.
Lisán contempló todos estos trabajos, sus ojos saltando de un hombre a otro, sintiendo cómo la tensión aumentaba en la cubierta de la Taqwa. Entonces algo lo golpeó por la espalda y lo lanzó de bruces contra el suelo. Se puso de rodillas y comprendió que había sido una ráfaga de viento que se había estrellado contra ellos a una velocidad inconcebible. Su espalda sentía, en ese momento, los aguijonazos de las gotas de lluvia empujadas por aquel vendaval. Cubriéndose los ojos con las manos, para protegerse, se volvió hacia la tormenta. No la vio. Sólo oscuridad brumosa. Estaban dentro de ella.
La Taqwa fue alcanzada entonces por una gran ola que la hizo escorarse hasta que su velamen rozó la agitada superficie del océano. Las cuadernas de la nave emitieron un largo crujido que sonó como el lamento de un animal herido. Sus tripulantes también gritaron, pues el crujido había sonado como si el casco fuera a partirse en dos. Y eso es lo que sucedería si la obra viva de la nave llegaba a quedar en seco. Otro golpe de viento destrozó varias velas, que se rasgaron con un estampido seco, semejante al de un barril de pólvora reventando. Sus restos colgaron hechos jirones, como pellejos en los brazos de un cadáver. Olas de tres veces la altura del palo mayor lavaban la carraca de popa a proa. La lluvia azotaba la cubierta con torrencial regularidad. Los truenos se sucedían, simultáneamente con los rayos que caían a su alrededor. Sus ecos hacían retumbar la atmósfera, como si navegaran bajo el techo de una caverna a punto de derrumbarse. Lisán sintió que la tormenta era un gran monstruo. Los había tragado y ahora los llevaba en el interior de su estómago.
2
Pasaban los días, todos iguales. Las olas devastadoras y el viento desatado los arrastraban sin que pudieran tener ningún control. Todos estaban más allá del límite de sus fuerzas y se turnaban en las bombas para achicar agua, que era lo único que mantenía la nave a flote. Cada golpe de viento hacía que la Taqwa se escorara de un lado a otro y estuviera a punto de darse la vuelta. Piri había ordenado despejar las cubiertas de cualquier objeto que dificultase la maniobra. Fueron arrojadas al agua las cosas más pesadas y las más elevadas. Por ello fue necesario cortar las superestructuras de la toldilla, el alcázar y el castillo de proa.
Lisán contempló, desesperado, cómo se perdían sus documentos y los delicados instrumentos de medición que él mismo había fabricado. Todo fue a parar al agua, junto a los restos de la toldilla. La nave se estaba deshaciendo. Las vías de agua se multiplicaban y era necesario taponarlas con trozos de vela embreados que se aplicaban como auténticos vendajes por el exterior. Los turcos realizaban estas reparaciones colgando de una cuerda por la borda, mientras las olas los golpeaban contra el casco. Muchos perecieron de esa forma, pero no era hora de llorar a los muertos, sino de seguir luchando contra el mar.
Al cuarto día que llevaban envueltos en aquella mortaja de oscuridad, sólo rota por los relámpagos, fue necesario ceñir el casco con los cables de las anclas, para intentar reforzarlo y evitar que se resquebrajara. Pero todos eran conscientes de que el siguiente golpe de mar podía hacerlos reventar en mil pedazos. La situación era más desesperada a cada momento que pasaba, y los tripulantes cada vez tenían menos fuerzas para enfrentarse a ella.
Las rachas de viento se volvían más duras y zamarreaban a su gusto los mástiles. Como éstos descansaban sobre la quilla, Piri temió que abriesen brecha en el casco y ordenó que cortaran el palo mayor. Un par de turcos empezaron a darle hachazos, como si talaran el tronco de un gran árbol.
– ¡Vamos a tener que cortar los otros palos! -gritó hacia donde estaba el mameluco.
– ¡No! ¡En ese caso estaremos condenados!
– ¡Mira a tu alrededor, Baba! ¡Ya estamos perdidos!
Empezó a caer el palo mayor, arrojando cabos y aparejos en medio de una asombrosa confusión. Una de las vergas se soltó y se abatió sobre la cubierta, alcanzando a uno de los hombres que manejaban las hachas. Le reventó el cráneo.
– ¡No debes derribar los otros palos! -le gritó Baba al joven capitán-. ¡Antes de eso, más valdría que nos arrojáramos todos al mar!
Sus ojos se habían vuelto extraños, extraviados, miraban algo que estaba más allá de todo aquel caos. Le dio la espalda a Piri y se dirigió hacia la proa. Allí se encaramó sobre los restos astillados del castillo y abrió los brazos frente a la tormenta.