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Lisán apartó el agua de sus ojos enrojecidos por el salitre y contempló atónito a Baba, con la certeza de que finalmente había enloquecido. El mameluco se mantenía en la proa, en un precario equilibrio, mientras las olas golpeaban como un ariete y la espuma saltaba por encima de su cabeza. Sus ropas daban trallazos agitadas por el viento, mantenía los brazos abiertos y la cabeza echada hacia atrás. Las venas de su cuello hinchadas, mientras gritaba hacia el vendaval en una lengua desconocida.

– Allah clementísimo y misericordiosísimo -musitó Lisán con un estremecimiento que lo recorrió de pies a cabeza-, ayúdanos.

Piri y dos de sus hombres sujetaban con fuerza la caña del timón. Aunque ya les dolía todo el cuerpo no aflojaron su presa. Allí, desde donde aguantaba el joven capitán, había contemplado la extraña acción del mameluco. Escupió el agua salada que cubría su rostro y había penetrado en su boca y siguió luchando contra el mar.

La calma llegó tan rápida e inesperada como había llegado la tormenta. De repente, el viento y la lluvia cesaron por completo.

Lisán miró a su alrededor y vio a los hombres destrozados por el agotamiento. Siete de los tripulantes turcos se habían perdido en las aguas, mientras intentaban reparar las grietas que se iban abriendo en el casco. Quizá ya era demasiado tarde, porque ni siquiera entonces se podía bajar el ritmo de achique de agua por las bombas. La Taqwa estaba resquebrajada y tenía varias vías que era imposible sellar. A popa se alejaba la pared de la tormenta. Seguían rodeados de nubes por todos lados, pero estaban en medio de una calma asombrosa.

– Estamos dentro -dijo Baba-. Aún no hemos salido de ésta.

Lisán se volvió hacia él y le preguntó:

– ¿Qué quieres decir?

– Mira. -Baba señaló a su alrededor con el brazo extendido, hacia donde la barrera de nubes trazaba una nítida curva sobre el mar-. La tormenta nos rodea, estamos en su centro. Pero, por algún milagro, aquí reina la paz.

– ¿Crees que podemos escapar de ella? -Los ojos se le cerraban.

Durante los cinco días que permanecieron en continua alerta, apenas había podido dormir unas pocas horas refugiado en una sentina medio inundada, aunque consideraba que más que sueño fueron desvanecimientos de puro cansancio.

– Nos estamos hundiendo, faquih. Ésa es la verdad. ¡Quién sabe hasta dónde hemos sido arrastrados durante estos días a la deriva! ¿Tienes tú alguna idea?

– No.

– En ese caso estamos perdidos y sin poder salir de este anillo de nubes y vientos que nos rodea. La situación no es buena, pero vamos a seguir luchando.

El andalusí tenía muchas cosas que preguntarle, pero se sentía demasiado agotado y apenas podía seguir despierto. Buscó un rincón tranquilo y se echó a dormir.

Al día siguiente, debido al poco viento, se decidió cambiar la vela gavia de los dos masteleros menores por otras mayores que llevaban empaquetadas en la sentina. Fueron ceñidas dos perchas cortas que, una vez unidas por medio de cabos, pasaron a formar la nueva verga. Los cabos fueron ajustados y se dejaron listos para recibir a las nuevas gavias, mucho más anchas que las anteriores para compensar la del mástil que había sido derribado. Se izaron las velas y se sujetaron a los masteleros con unas racas.

Desde los restos del alcázar, Lisán observó fascinado estas operaciones, preguntándose si iban a tener una esperanza después de todo. La idea era aprovechar el tenue viento para dirigirse hacia el centro de la tormenta. Si conseguían mantenerse allí, quizá sobrevivirían.

– No va a ser fácil -le dijo Baba, que parecía haber leído sus pensamientos.

Lisán se volvió hacia él. El mameluco estaba demacrado, pálido, con las mejillas hundidas por el cansancio. Sus ojos estaban rodeados de manchones oscuros.

– Esas nuevas velas parecen funcionar bien… quizá…

– Estamos en el centro de la tormenta, faquih -dijo Baba-, y ésta se mueve mucho más rápido que nosotros; tarde o temprano seremos alcanzados por esa pared de nubes que nos rodea y entonces será el fin para la Taqwa. El casco ya no puede soportar más castigo. Nos hundiremos.

Lisán asintió con amargura, pero su pensamiento fue para Ahmed, su hermano, al que había arrastrado a aquella desdichada aventura.

– Están pasando cosas muy extrañas -dijo-, debe de haber una explicación para todo esto. Esta calma, por ejemplo, cuando estamos rodeados por ese torbellino de vientos y lluvia.

– Lo ignoramos todo sobre la naturaleza en esta zona del mundo.

– Te vi durante la tormenta, cuando te situaste en la proa -dijo Lisán-. Ahora sé que eres un brujo. ¿Era ése tu secreto?

Baba lo contempló durante un momento antes de decir:

– No sé a qué te refieres.

– Durante la tormenta. Encaramado en la proa, gritabas algo en una lengua incomprensible. Todos te vieron…

Baba lo interrumpió. Su mirada se perdía en el horizonte.

– Mira -siguió diciendo al cabo de un rato-, la tormenta nos gana terreno, pronto nos alcanzará…

– Ahora no me importa si eres un mago o si tu alma ha sido poseída por un demonio. Sólo me interesa saber si eres o no capaz de sacarnos de aquí.

El mameluco utilizó un tono burlón:

– El sagrado Corán dice: «El mago no prosperará, venga de donde venga». ¿Aceptarías ser salvado por la magia?

– Hay muchos hombres aquí que no merecen morir por mi locura. ¡Ya basta de acertijos y de mentiras! ¿Puedes o no puedes salvar esta nave?

– No. Lo siento mucho, pero no puedo.

– ¿Quién eres? -le preguntó Lisán, desilusionado-. ¿Por qué has querido acompañarme en este viaje?

– Sí, faquih. -Baba asintió-. Es justo que te lo diga ahora.

3

– Como bien has deducido, no soy mameluco. Nací en la Tara Romaneasca, en el seno de la familia boyarda que engendró a los príncipes gobernantes de mi nación. Éramos la frontera y éramos débiles. Tú sabes perfectamente a lo que me refiero porque tu país se encuentra ahora en una situación similar. Sólo gracias a las artes de la negociación podíamos sobrevivir. Mi abuelo Mircea era un maestro en ella, les pagaba tributos a los turcos y, a la vez, intentaba mantener buenas relaciones con los húngaros. Así logró conservar cierta independencia. Para sostener esta situación, cuando yo aún era un niño, mi padre se vio obligado a entregarnos a mí y a mi hermano Radu como rehenes a los otomanos. Fuimos llevados a Egrigöz, una remota fortaleza en las montañas al oeste de Anatolia, en la región de Katahya. Allí aprendí el osmanlí y la lengua del Islam, y muchas otras cosas…

Baba entrecerró los ojos y suspiró profundamente mientras su memoria invocaba imágenes remotas.

Lisán lo estudió en silencio durante un rato, y le preguntó:

– ¿Cuál es tu verdadero nombre?

– Eso carece de importancia. ¿No afirmáis los sufíes que sólo en un papel en blanco se puede escribir un nombre que reconozcas como tuyo? Pues yo tuve que esforzarme en borrar todas las huellas de mi pasado y transformarme en ese papel blanco. Ser Baba ibn Abdullah, el nombre que elegí para ocultarme y que ahora me parece más real que aquel con el que me bautizaron.

– ¿Por qué te escondes?

– Porque el mundo, faquih, vive en guerra desde tiempo inmemorial. Una lucha que tiene poco que ver con los pequeños conflictos entre las naciones de los hombres. Una batalla desesperada contra demonios de aspecto humano, que caminan como nosotros pero que se alimentan de nuestra carne y nuestra sangre… y que adoran a dioses olvidados.

Lisán se estremeció al recordar en ese momento los sangrientos sacrificios a Baal practicados por Talos el Rojo.

– ¿Quiénes son esos seres? -preguntó.

– Siempre los he considerado como simples demonios, pero en el Corán se les da el nombre de «ÿinn», y así es como los denominan los turcos de Egrigöz. Y ellos los conocen bien, pues han sufrido sus ataques durante generaciones, desde que llegaron mezclados con las hordas mongolas y asolaron su país. Ejércitos de criaturas con aspecto de hombres, pero que se transformaban en lobos o en osos. Destruyen aldeas y ciudades, dejando sólo horror y desolación a su paso.

– Tú, personalmente, ¿has sido testigo de esos hechos?

– Con estos ojos. -Los señaló formando una V con sus dedos índice y medio-. Y también he combatido contra los ÿinn y sus siervos humanos. Son muy poderosos, pero incluso ellos pueden morir. Aprendí de los turcos la forma de destruirlos.

– ¿Aprendiste a matar a los ÿinn?

– Ciertamente. La dificultad estriba en que su alma no es como la nuestra, sino de una sustancia extraña y maléfica, semejante a un gran coágulo de sangre… De este tamaño más o menos. -Juntó sus dos puños frente a él-. El cuerpo que envuelve esta sustancia se transforma con los años en algo muy duro, casi indestructible. Pero, si finalmente sucumbe, al corromperse, engendra una peste que se extiende por regiones enteras, arrasando todo rastro de vida. La única forma de destruir sin peligro a estas criaturas es impedir que sus cuerpos toquen el suelo al morir.

– ¿Y cómo se puede evitar eso?

– Los turcos los clavaban en el extremo de largos palos y dejaban que sus carnes emponzoñadas se secaran al sol. De esta manera, sus almas con forma de coágulo no logran arrastrarse hasta penetrar en la tierra, pues sólo pueden sobrevivir un instante fuera de un cuerpo vivo… -Un rápido rictus, que podía ser tanto una sonrisa como una mueca de asco, cruzó por el rostro de Baba-. He averiguado que los romanos también conocían a estas criaturas, a las que situaban en los confines de su imperio, y a las que temían. Quizás ése sea el origen de su costumbre de crucificar a los condenados de más allá de sus fronteras.

Lisán observaba a aquel hombre detenidamente, preguntándose qué había de verdad y qué de falso en sus palabras. Por supuesto, no dudaba de la existencia de los ÿinn, pues el propio sagrado Corán confirmaba la presencia de esas criaturas en la Tierra. Se decía que fueron creadas por Allah antes incluso que los seres humanos. Y que, al igual que los hombres, poseían intelecto y voluntad, pero, además, tenían grandes poderes que les permitían hacer prodigios imposibles para los hombres.