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Ahmed estaba inconsciente y Lisán lo sujetó por debajo de las axilas.

– ¡Vamos, chico! -le gritó al muchacho-. ¡Hacia la playa!

Los dos juntos tiraron entonces de Ahmed, sin mirar más allá de un palmo por delante, concentrándose sólo en llegar. Avanzaron despacio, empujándose como podían contra el blando lecho de la orilla.

Cuando lograron salir del mar se derrumbaron agotados y sin aliento, tosiendo y escupiendo sobre la arena. Lisán alzó un poco la cabeza y distinguió la silueta de varios hombres que gateaban por la playa. Pensó que, gracias a Dios, no eran los únicos supervivientes.

6

Ahmed agonizaba.

Apenas había entreabierto unos ojos consumidos y miraba a su amigo sin reconocerlo. Extendió una mano hacia él y musitó una palabra, el nombre de una mujer. Lisán creyó oír «Fátima», porque así se llamaba su madre, pero no hubiera podido asegurarlo. Había masajeado el pecho de Ahmed, tal y como había visto hacer a los pescadores cuando rescataban a algún náufrago de las aguas. También había soplado aire en sus pulmones, pero todo había resultado inútil, y sentía cómo los latidos de su corazón eran cada vez más débiles. Ni siquiera había recobrado la conciencia y se encaminaba ya hacia otro lugar muy lejano.

Jamîl lloraba angustiado. Tenía el rostro cubierto por la arena de aquella playa extraña, y sus lágrimas y sus mocos se mezclaban con ella.

Lisán apretó a Ahmed contra su pecho y lloró también.

– ¿Qué te he hecho, hermano? -repetía una y otra vez.

Recordaba todos los momentos que había compartido con aquel hombre desde que eran niños: los juegos, las aventuras juveniles, la indestructible amistad que habían sentido el uno por el otro y que les había hecho firmar su contrato de hermandad. No podía aceptar que todo terminara allí, en aquella playa desolada y desconocida a la que él lo había arrastrado.

Jamîl estaba destrozado de dolor y Lisán se dijo que debía mantener su temple ante el muchacho. Depositó a su amigo sobre la arena, con exquisito cuidado.

Tomó una de sus manos y le susurró:

– Prepárate para la muerte, hermano, pues ya viene. Pero no sientas temor, porque siempre has sido obediente y sincero hacia Dios. Pasarás el umbral como un destello de luz o como un viento y tu alma seguirá adelante.

El pecho de Ahmed se elevó en un último suspiro y quedó quieto.

Lisán acarició el rostro de su amigo y cerró sus ojos.

– Oh Allah, él es Tu esclavo, hijo de Tu esclavo y de Tu esclava… -dijo mientras las lágrimas corrían por sus mejillas-. Él solía dar testimonio de que no hay más Dios que Tú, y de que Muhammad es Tu esclavo y Tu Mensajero… Oh Allah, si obró bien, recompensa su buena acción, y si obró erróneamente, no tengas en cuenta sus acciones equivocadas. Te suplico que le otorgues un sello de bondad a mi hermano y que se le dé a beber de la Fuente de la Dicha hasta el Día de la Reunión…

Yusuf ibn Sarray se acercó. Dirigió una única mirada hacia el cuerpo sin vida de Ahmed.

– ¿Vosotros dos estáis bien? -preguntó.

– ¿Qué? -Lisán alzó la vista hacia el Sarray.

Se sentía atontado, incapaz de valorar aún todo lo que había perdido.

– Venid, debemos reagruparnos en una posición defensiva.

– ¿Por qué?

Yusuf señaló hacia el linde de la jungla y dijo:

– No estamos solos, alguien se oculta entre esos árboles. Venid.

– ¡Debemos enterrarlo! -suplicó Jamîl.

– Cuando amanezca nos ocuparemos todos de eso. Hay muchos cadáveres en esta playa que también merecen descansar bajo tierra.

Siguieron en silencio al Sarray. Había que ir con cuidado para no tropezar. Era noche cerrada, casi no veían dónde ponían los pies y la arena estaba repleta de ramas arrancadas por el vendaval y trozos de madera de la desdichada Taqwa. Lisán volvió la cabeza hacia la línea dibujada contra el cielo por las copas de aquellos árboles oscuros, el límite de una jungla espesísima que llegaba hasta la misma orilla del océano. El cielo seguía cubierto de nubes, iluminadas de vez en cuando por lejanos relámpagos, y las olas golpeaban la playa a unos pasos de ellos, pero parecía que lo peor de la tormenta había pasado ya.

Jamîl tropezó con algo y cayó de bruces.

Era el cadáver de uno de los marinos turcos, con el vientre hinchado y los ojos desorbitados. El mar había arrojado algo más que restos de madera en la playa. Lisán dio la vuelta al cuerpo de aquel desdichado y ayudó a levantarse al aterrorizado Jamîl.

– Vamos, hijo -le dijo-. Por la mañana les daremos sepultura a todos.

Llegaron al lugar donde se había congregado el pequeño grupo de supervivientes. Un puñado de hombres de aspecto desdichado que se apretaban sentados en círculo sobre la arena. Lisán contó cinco marinos turcos y siete guerreros Sarray. Piri no estaba entre los turcos. Sí vio, en cambio, al viejo vizcaíno, en el centro del grupo, acuclillado con la cabeza entre las piernas. Recordó a Baba y a los doce que lo habían acompañado en el batel. Era imposible que sobrevivieran cuando la Taqwa fue empujada por aquella ola gigante y los arrastró con ella. Se volvió hacia el mar, al que podía oír pero no ver, y que aquella noche se había tragado a tantos hombres. Luego contempló de nuevo la línea oscura de la selva contra el cielo.

– ¿Dices que alguien se oculta entre los árboles? -preguntó a Yusuf.

– Así es. Shihab distinguió a la luz de uno de los relámpagos cómo se agazapaba una figura entre el follaje.

– Fue sólo un momento -dijo Shihab, que era uno de los Sarray-, pero pude verlo con claridad.

Aquellos Sarray que habían logrado salvar sus espadas las llevaban desenvainadas. El reflejo de sus hojas curvas destellaba de vez en cuando en la oscuridad.

– Si nos han visto y se ocultan, y no han acudido a ayudarnos, es que son nuestros enemigos -dijo Yusuf.

Lisán clavó los ojos en la jungla e intentó que atravesaran aquella oscuridad.

– Quizás era un animal -aventuró.

– Era un hombre -dijo Shihab-. Al menos tenía las formas y los miembros de un hombre.

– Algunos animales de Guinea son en todo parecidos a hombres. Con la diferencia de que tienen el cuerpo cubierto de pelo y unos colmillos que te pueden arrancar la cabeza de un mordisco.

Era Ignacio quien había hablado. Su voz era temblorosa y débil.

– Shihab -dijo Yusuf ignorándole-, ve con Ismail y Hubal. Averigua qué se oculta entre los árboles.

Tres figuras se separaron del grupo de la playa y se encaminaron hacia el límite de la jungla. Avanzaban despacio, empuñando sus espadas, como si fueran talismanes sagrados capaces de protegerlos de cualquier mal. Lisán los vio marchar durante un rato, hasta que las siluetas de sus espaldas se fundieron con la oscuridad.

Desde el centro del círculo de náufragos, Ignacio sollozó:

– Todo es culpa mía… ¡Yo soy único responsable de esta desdicha!

El vizcaíno gateó hacia el lugar donde se sentaban Lisán y Jamîl. Siguió diciendo:

– Mis tres últimos viajes terminaron en naufragio. ¡Y ahora esto!

– ¿De qué estás hablando? -le preguntó Lisán.

– Soy gafe, por eso nadie quería embarcarme cuando me encontraste. No te advertí de ello y ahora estamos aquí perdidos…

– ¿Cómo puedes decir algo semejante? Ha sido un milagro que sobrevivieras mientras tantos hombres jóvenes y fuertes han perecido. Has tenido mucha suerte, dale gracias a Dios por ella.

– No lo entiendes, no. -Ignacio sacudió la cabeza-. Yo siempre he salido con bien de los naufragios, pero los que me acompañaban perecieron. Ésa es mi maldición.

Algunos Sarray se volvieron al oír las palabras de Ignacio y le dirigieron hoscas miradas. Lisán consideró que era una suerte que estuviera hablando en castellano y que los marinos turcos no pudieran entenderle. No era difícil imaginar cómo reaccionarían.

– Esa tormenta no fue cosa tuya -dijo Lisán-. Nunca había visto nada igual. Ningún hombre puede ser responsable de algo así.

Uno de los Sarray se dirigió a Lisán:

– Yo tampoco había visto jamás una tormenta como ésa. Se diría que fue cosa de brujería.

A Lisán no le gustaba el cariz que estaban tomando las cosas. Si el miedo supersticioso se apoderaba de ellos, todo se iba a complicar aún más. ¿Por qué aquel estúpido vizcaíno no cerraba su bocaza de una vez?

– No hay brujería aquí -dijo-. Sólo un mundo que desconocemos.

– Espera, primo -susurró Ismail, deteniéndose de repente-. He visto moverse algo ahí delante.

Shihab, que caminaba al frente del pequeño grupo, se volvió hacia él y dijo entre dientes:

– Vamos, eso es precisamente lo que tenemos que averiguar.

– ¡Es una locura meternos en esa jungla si hay una fiera oculta tras los árboles!

– Tiene razón -dijo Hubal retrocediendo un poco-. Es imposible luchar si apenas vemos a un paso frente a nosotros.

– Los dos habéis oído las órdenes de Yusuf igual que yo. No vamos a entrar en la selva, sólo nos acercaremos al linde para ver si se trata de nativos.

– Si hay alguien ahí y quiere ocultarse -objetó Ismail-, sus motivos tendrá, digo yo.

Shihab sintió que la ira se agolpaba en su garganta. Lo que menos le apetecía en ese momento era ser arrastrado a una discusión de ese tipo. Tragó saliva y comprendió que sentía algo más que ira. Hubal era joven y fuerte; Ismail, fibroso y astuto como una comadreja. Eran dos de los mejores guerreros Sarray, pero evidentemente estaban asustados. Tanto como él mismo. Ninguno de ellos quería estar allí, pero ya no tenían elección. Cuando se es un miembro menor de una familia tan importante como los Banu Sarray se acaba aceptando que el propio destino está en muchas manos, además de las de Allah.

– ¿Por qué no le dijiste eso a Yusuf cuando te ordenó que me acompañaras?

El faquih. Él era el único culpable de toda esta desdicha. Su padre tenía razón cuando le decía que desconfiara de los eruditos, que ellos únicamente habían traído problemas al Islam.