»-Es posible -dijo en un tono que indicaba que pensaba lo contrario-, pero ahí están los cálculos de Ptolomeo… Entiéndeme, yo creo en tu historia, quizá nadie más lo hará, pero yo creo en ella. No pierdas la calma y aguarda, estoy seguro de que la decisión de los eruditos nos será favorable y podremos obtener nuestro barco y nuestra tripulación.
»Pasaron los meses, pero la respuesta no llegó. Tan sólo evasivas que nos mantenían atascados en Génova sin poder hacer nada. Hasta que un día Pietro se presentó en mi alojamiento del albergo y me dijo que iba a viajar a Lisboa, para reunirse con su hermano y obtener a través de él una audiencia con el rey Juan de Portugal.
»-Allí encontraremos la ayuda que mi propia gente me niega -me aseguró-. Mandaré buscarte, no desesperes.
»Se marchó de noche, con mucho sigilo, y nunca más volví a verlo.
»A partir de ese momento las cosas no hicieron más que empeorar. Un funcionario del albergo, acompañado de varios hombres armados, vino a interrogarme sobre la desaparición de mi compañero. Les dije lo poco que sabía. Aquel hombre se comportó con amabilidad y aceptó mi palabra de que yo no conocía sus planes. Pero me hizo saber que, a partir de ese momento, debía ir siempre acompañado por dos escoltas armados.
»-Es por tu seguridad -me dijo.
»Pero lo cierto es que muy pronto comprobé que yo era su prisionero…
Los dos amigos estaban sentados sobre grandes almohadones de pluma, bajo un pabellón abierto en el patio, rodeados de las diferentes flores que embellecían el jardín. Pero, conforme avanzaba la noche, el aire que bajaba de Sierra Nevada era cada vez más frío. Lisán tuvo que pedir a sus criados que les trajeran dos tocas de lana para abrigarse.
– Hermano -decía Ahmed sacudiendo la cabeza-, sabes que no es posible confiar en los infieles, que el mejor de ellos es mentiroso y traicionero, que nunca cumplen sus pactos, que jamás mantienen su palabra.
Lisán encendió una pipa de cerámica y exhaló una bocanada de humo de hachís.
– ¿Qué otra cosa podía hacer?
– Debiste contar conmigo. Tenemos un contrato de hermandad, ¿recuerdas? Y dos hermanos son como un par de manos, una de las cuales lava a la otra. Podrías haber pedido mi ayuda y gustoso te la habría dado.
– ¿Podrías haber fletado un barco y reunido una tripulación capaz de cruzar el mar Occidental? -Apretó la cazoleta entre sus manos y disfrutó de su calor reconfortante.
– Sabes que mis recursos jamás han llegado a tanto, pero podría haberte acompañado. Soy mejor negociador que tú, de eso no cabe ninguna duda, y creo que sé juzgar mejor el talante de la gente.
– ¿Y dejar tus intereses para acompañarme durante esos dos años?
– Así es. Mi hijo Arún es ya un hombre capaz de ocuparse de todo.
– ¿Lo era hace dos años?
– No -admitió-. Tienes razón en eso. Pero mi voluntad ahora es la de ayudarte, si es eso lo que deseas… Pero, por favor, sigue relatando tu historia… ¿Cómo lograste escapar de los genoveses?
– Es muy tarde y las puertas de la medina ya estarán cerradas -dijo Lisán mirando hacia el cielo-; quédate esta noche en mi casa y mañana te contaré el final de mi aventura.
Ahmed asintió con un gesto.
– No tengo ningún negocio que requiera mi atención en estos momentos, que no puedan atender mis hijos, y hace mucho que no sabía de ti. Por supuesto que acepto tu invitación.
– En ese caso, te seguiré contando mi aventura durante el desayuno. Tendrá que ser temprano, pues mañana debo partir de nuevo.
– ¿Otro viaje? ¿Adónde esta vez?
– No iré muy lejos, de momento. Sólo a un lugar cerca de Salawbiniya. En la costa.
– ¿Y qué hay allí?
Lisán hizo un gesto enigmático y dijo:
– Descansemos ahora, hermano. Mañana prometo seguir con mi relato.
6
Un muecín entonaba su llamada desde un alminar cercano.
– ¡La oración es mejor que el sueño! -repetía una y otra vez con una voz que era como un lamento.
Lisán y Ahmed desayunaban tranquilamente en el patio, frente a una mesa repleta de dulces de aspecto delicioso. Todo el mundo se había levantado temprano en la casa. Los criados andaban arriba y abajo, apurados con los preparativos del viaje.
Se presentó el viejo infiel al que Lisán había entregado las botellas de vino el día anterior. Llevaba algo en la boca que chupaba y pasaba de un lado a otro con la lengua.
Ahmed observó la cuenca vacía de su ojo, rodeada por un halo de legañas, y se estremeció de asco al adivinar lo que el viejo chupaba. Y en efecto, con un movimiento diestro, el infiel sacó el ojo de cerámica de su boca y se lo incrustó en la cuenca vacía. Parpadeó varias veces para que se ajustara en su espacio. Lisán ya se lo había visto hacer antes, en diferentes ocasiones. Al parecer formaba parte de su idea del aseo matutino.
– Veo que ya habéis empezado a desayunar… -dijo.
– Sírvete lo que gustes -le invitó el faquih con un gesto amable.
El viejo paseó su ojo escéptico por los pastelitos de turrón con miel y sésamo, los canutos de masa de harina rellenos de azúcar, piñones y canela, la pasta de naranja roja, las almojábanas de queso rebozadas con miel y la leche cuajada con semillas de cártamo.
– ¿No podéis darme sólo unas gachas de harina frita…? -preguntó-. Con algo de tocino, si esto es posible.
– Creo que lo de las gachas de harina lo podemos arreglar -dijo el faquih, intentando no perder su talante de perfecto anfitrión-. Con el tocino vamos a tener más dificultades… Pero, por favor, prueba esta compota de membrillo mientras tanto.
El viejo rehusó con un gesto y dijo:
– Por la mañana, tan temprano, el dulce me da cagalera. Mejor… olvidaos de las gachas y traedme pan, aceite y una cabeza de ajos.
Ahmed lo miró incrédulo, pero uno de los sirvientes de su amigo trajo al infiel lo que había pedido. Éste sacó un cuchillo que colgaba de su cintura y cortó con él varias rebanadas. Restregó los ajos contra la miga y la empapó bien de aceite.
– Mmmm… -murmuró mientras masticaba-. De buenas olivas, sí señor. Bien que vivís en estas tierras. Se nota que sabéis dónde está lo bueno.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Ahmed, retirándose espantado por el fuerte olor.
– Que os habéis quedado con lo mejor, no lo niegues ahora. -El infiel miró a un lado y a otro-. Esto es un vergel, no me digas que no. Que vais dejando las tierras áridas para nosotros y os quedáis con las buenas. No, si listos sí sois, sí.
– Lo que tú llamas «tierras áridas» eran huertas productivas cuando estaban bajo mejores cuidados -señaló Ahmed.
– Es posible, no niego que los moros sabéis trabajarla, pero ésta no es vuestra tierra -dijo el infiel clavando en él su único ojo-. Sea feraz o yerma, es tierra de Cristo.
– Hace mil años mis antepasados ya araban estos campos -comentó Lisán con una sonrisa burlona-. ¿Por dónde andaban los tuyos en aquellos tiempos? ¿De cuántos de ellos puedes darme alguna referencia?
El viejo tardó un buen rato en comprender que lo que había dicho Lisán podía interpretarse como un insulto. Entonces amenazó al faquih con el mismo cuchillo mugriento que había utilizado para cortar el pan.
– ¿Tienes tú algo que decir de mis antepasados, moro?
Aterrorizado, Ahmed se puso en pie y rogó al infiel que se calmara, asegurándole que su amigo no había pretendido ofenderlo. Lisán, mientras tanto, seguía con su desayuno, tranquilo en apariencia, sin alterarse por la amenaza de aquel infiel que seguía rumiando insultos en su lengua. Al final, el viejo se dio media vuelta y regresó al interior de la casa, sin dejar de murmurar y de hacer gestos groseros.
Lisán dijo con bastante flema:
– No le des importancia a esto, hermano. Es un hombre de modales lamentables, pero sé cómo manejarlo.
– Sí -dijo Ahmed dejándose caer en su almohadón-, ya he visto lo bien que te las arreglas con él. Pero dime, en nombre de Allah, ¿quién es ese infiel?
– Se llama Ignacio «nosequé». Es un piloto vizcaíno, pero tiene experiencia en navegar con los portugueses más allá de las costas de Guinea.
Ahmed se sirvió una taza de infusión de poleo con jarabe de jalapa.
– Parece un desecho humano.
– Sí -admitió Lisán-. Sin duda ha conocido épocas mejores en su vida… Pero dicen que hace años fue un piloto bastante bueno.
– ¿Y qué interés puede tener eso para ti?
Lisán se llevó a la boca un pastelito de canela y lo saboreó con calma antes de decir:
– Te contaré ahora el resto de mi historia…
7
– Pasé muchos meses cautivo en Génova. Era un encierro cómodo, en uno de los locales del albergo, y se me permitía ir a cualquier parte dentro de la ciudad, pero siempre acompañado por dos guardias.
»En una ocasión, durante una visita al mercado, se produjo un gran tumulto. Varios comerciantes turcos iniciaron una pelea en la que mis guardianes se vieron implicados. Aproveché aquel afortunado suceso para esquivarlos y dirigirme a toda prisa hacia el puerto. Buscaba una nave que me sacara de la ciudad, cualquiera me servía en aquel momento desesperado, con tal que zarpara de inmediato y me llevara de regreso a al-Andalus. Nervioso, desorientado, me abrí paso entre la multitud: cargadores que trabajaban en los muelles con sus espaldas desnudas y sudorosas bajo el sol; vendedores de agua; enjambres de pilluelos andrajosos que correteaban entre las piernas de los viajeros pidiendo limosna.
»En las dársenas había una actividad impresionante. Las galeras de la flota genovesa, con sus filas de remos pintados de color rojo intenso, vigilaban los accesos. Las naves mercantes atracaban tras regresar desde alguna lejana costa o se preparaban para zarpar. Yo preguntaba a gritos a los patronos de estos barcos sobre cuál era su destino.
»De repente, alguien se interpuso en mi camino. Apareció de forma tan inesperada que a punto estuve de estrellarme contra él.
»-La discreción no es uno de tus talentos, faquih -me dijo.