Piri hizo un gesto para que Jabbar se detuviera, y se echaron sobre la arena mientras pasaba uno de los guardias mexica con una antorcha. «Silencio», indicó llevándose el índice a los labios. Cuando el guardia se alejó un poco, los dos se arrastraron lentamente sobre la arena. El terreno estaba salpicado de palmeras y oían las olas romper cerca. Durante el día, le había echado el ojo a una de aquellas canoas y esperaba que siguiera estando allí.
Terminaron de recorrer la distancia que los separaba de la playa. La canoa estaba donde Piri recordaba. Quitaron las hojas de palmera que la cubrían y la empujaron hacia la orilla. No fue fácil, pues toda la embarcación estaba tallada a partir de un tronco macizo de ceiba, pero Jabbar era tan fuerte como un toro. La lanzaron al agua y saltaron dentro. Los remos estaban en el fondo, y los dos se pusieron a bogar para alejarse de la playa.
Entonces oyeron un gran griterío proveniente del campamento.
– Han descubierto nuestra huida -dijo Piri-. Vamos, rema con más fuerza.
El Mujer Serpiente apareció en el círculo ocupado por los prisioneros. Iba envuelto en una manta de algodón que no había sido correctamente anudada sobre su hombro, y su tocado de plumas estaba ladeado. Allí todos estaban despiertos y se incorporaron. Caminó entre ellos, mirándolos uno a uno con sus ojos llameando de furia. Los guardias se presentaron ante él y se arrojaron a sus pies gimiendo disculpas.
En el rostro de Lisán había preocupación, se preguntaba cómo iban a reaccionar los mexica ante la huida, pero también se sentía feliz de que los turcos escaparan; al menos les quedaba esa pequeña victoria.
El Mujer Serpiente descendió hasta la playa. Allí se inclinó y tocó con los dedos el surco dejado por la canoa que Piri y Jabbar habían empujado. Se puso en pie con una sonrisa en sus labios y miró hacia el mar. Allí estaban. Podía distinguirlos perfectamente, iluminados por el reflejo del cometa.
– Pensáis que ya habéis conseguido escapar -musitó.
Llamó a los guerreros y les ordenó que trajeran a los guardias. Así lo hicieron, y éstos fueron obligados a arrodillarse sobre la arena. El sacerdote le pidió su macana a uno de los guerreros y se acercó al primer guardia. Lo golpeó con ella en la garganta. El desdichado se llevó la mano al cuello e intentó toser, pero sólo logró escupir sangre mientras el aire de sus pulmones escapaba por la herida.
El Mujer Serpiente sujetó al moribundo por los pelos y lo arrastró hasta la orilla del mar. Alzó una mano empapada en el viscoso líquido caliente y la cerró formando un puño. Luego hizo un gesto, como si el puño sujetara una cuerda invisible y tirara con fuerza de ella.
Piri clavó la pala de su remo en el agua y empujó, pero la canoa no avanzó ni un palmo más. Se volvió hacia Jabbar.
– ¿Qué sucede? ¿Estás remando hacia atrás…?
Al volverse vio que la playa estaba llena de gente, algunos sujetaban antorchas. Los habían descubierto, eso era evidente, pero ¿por qué nadie estaba intentando darles caza? Había otras canoas en la playa. Volvió a clavar el remo y empujó con fuerza. La canoa no avanzó ni un palmo. Por el contrario, empezó a retroceder poco a poco.
– ¡Nos arrastra una corriente! -exclamó Jabbar.
– Sí, ya lo veo.
Sus remos dejaban una estela de espuma hacia proa, mientras la canoa iba ganando velocidad en su retroceso. Pronto los dos turcos comprendieron que sus esfuerzos eran inútiles y que la fuerza que los empujaba hacia la playa era demasiado poderosa.
El Mujer Serpiente alzó las dos manos sobre su cabeza y se dirigió a los guerreros mexica.
– No quiero que sufran ningún daño -dijo-. Aquel que les cause alguna herida al capturarlos deseará que su muerte sea así de rápida. -Señaló el cadáver del guardia degollado. Su sangre empapaba lentamente la arena a sus pies.
Una gran ola elevó la canoa en su último tramo y la lanzó contra la arena. Piri y Jabbar saltaron inmediatamente de su interior, blandiendo sus remos como mazas. Los guerreros mexica los rodeaban, pero ninguno parecía querer ser el primero en atacar.
– ¡Nos tienen miedo! -exclamó Piri, asombrado.
Cargó contra la fila de guerreros y éstos se apartaron para dejarlo pasar. Entonces se vio frente a frente con el Mujer Serpiente.
– Lo que intentáis hacer es absurdo -dijo el sacerdote en la Lengua Sencilla de los itzá, para asegurarse de que el extranjero lo comprendiese-. No tenéis ninguna posibilidad de escapar.
Piri alzó la pala sobre su cabeza y cargó contra el Mujer Serpiente. Éste retrocedió un paso y pronunció unas rápidas palabras mientras lo salpicaba con la sangre que empapaba su mano. El turco sintió que sus piernas se enroscaban la una con la otra, como dos serpientes borrachas. Perdió el equilibrio y se dio de bruces contra la arena empapada de sangre. Un puñado de guerreros saltó entonces sobre él, lo aplastaron con su peso y lo inmovilizaron contra la arena. Cuando se apartaron e intentó incorporarse, descubrió que su cuello y su mano derecha estaban sujetos por un cepo de palos retorcidos.
El Mujer Serpiente alzó la vista hacia Jabbar, que seguía junto a la canoa. El turco tomó impulso y lanzó su remo certeramente dirigido a la cabeza del sacerdote. Pero se desvió misteriosamente de su trayectoria y fue a clavarse en la arena unos pasos más allá.
Una docena de guerreros se abalanzaron entonces sobre él y lo sujetaron por brazos y piernas. Pero no consiguieron derribar al enorme extranjero, que en aquel momento estaba casi enloquecido de furia. Jabbar giró sobre sí mismo y lanzó por los aires a varios de los hombres que lo apresaban. Los que quedaron se apretaron contra él todo lo que pudieron, conscientes de que no podían vencer a aquel gigante y conformándose con entorpecer sus movimientos. Esto le dio la oportunidad al Mujer Serpiente de plantarse frente a Jabbar. Los dos hombres se miraron a los ojos durante un largo intervalo de tiempo; los del turco llameaban de ira, mientras que los del sacerdote parecían llenos de fuerza y confianza. Y esa mirada fue más demoledora que el peso de todos aquellos hombres sobre su cuerpo.
Finalmente, Jabbar cayó de rodillas y permaneció en esa posición, sollozante, con los ojos clavados en el suelo, sin resistirse mientras le ponían el cepo.
Conducidos de regreso al campamento, Piri se sentó en un rincón con una expresión hosca. El andalusí se acercó a él y observó el cepo que sujetaba su cuello y su mano.
– Al menos lo he intentado -dijo Piri con mal humor-. Ahora déjame en paz.
A partir de entonces reforzaron la guardia alrededor de ellos.
9
El terreno ascendía con rapidez y se volvía más salvaje y quebrado. El clima se iba tornando más seco. Estaban en una región dominada por dos grandes montañas. El nombre náhuatl de la de mayor altura era Cilatepetl, y la otra era Nauhcampatepetl.
Se desviaron a fin de eludir la punta más escarpada del Nauhcampatepetl y llegaron a Xicochimalco, una ciudad fortificada construida en una buena posición defensiva. Eran sirvientes de los mexica y llevaron víveres al grupo de prisioneros.
Descendieron de las montañas hacia una impresionante llanura, que empezaba en ese punto y se perdía en unas brumas polvorientas, de modo que parecía extenderse hasta el infinito. Grandes jirones de niebla blanca se deslizaban montaña abajo, como espectros de ríos. Lisán pudo ver entonces, por primera vez, la verdadera dimensión de su caravana. Ellos iban en la retaguardia de la formación, rodeados por numerosos guardias mexica. A partir de allí se prolongaba una larguísima fila de hombres hasta una distancia de media legua. El andalusí calculó que estaría formada por al menos cinco mil prisioneros.
– En algún momento han debido de unírsenos otras caravanas de cautivos -supuso Sac Nicte cuando él le señaló esto.
En la cabeza de la procesión, Lisán divisó los colores y los destellos dorados de las lujosas literas donde eran transportados los nobles mexica y el tlatoani. Prisioneros, sacerdotes y nobles formaban una larga serpiente con el cuerpo sombrío y la cabeza de oro reluciente.
Atravesaron la llanura y llegaron a un gran lago salado, que tuvieron que bordear. Los mexica lo llamaban Matlalcueye. Lisán pensó que era el lugar más desolado que había visto nunca. La tierra estaba resquebrajada y casi sin árboles, una llanura donde el calor era abrasador porque las montañas que habían atravesado la privaban casi por completo del acceso de los vientos del mar. El sol había abierto hondas fisuras en el barro seco junto al lago y, para no caer en ellas, la caravana se vio obligada a describir curvas sinuosas.
La gente que habitaba aquel lugar parecía tan marchita como el suelo. Contemplaban mudos aquella interminable cuerda de prisioneros que atravesaban sus tierras arrasando lo poco que tenían para subsistir.
– ¿Qué ha sucedido aquí? -preguntó Lisán volviéndose hacia los miserables campos que bordeaban el camino-. No se ven animales y la gente parece enferma.
– Hace miles de años que esta región es esquilmada por un imperio u otro -le dijo Sac Nicte-. Primero fue Tula y ahora es Tenochtitlán, antes fueron los sacerdotes de Tezcatlipoca y ahora son los de Huitzilopochtli. Pero el resultado es el mismo: absorben la savia de la tierra y la sangre de los hombres con sus trucos mágicos, hasta dejarla seca y sin vida. Descubrirás que la carne humana es muy popular por aquí.
En Huehuecalco había grandes cantidades de alimento almacenado para uso exclusivo de los mexica en su camino hacia sus guerras floridas. Las mujeres de la ciudad les trajeron la comida. Llevaban una falda de fibra de maguey y los brazos y el pecho pintados de azul.
Lisán escarbó en su tazón con aprensión. Hacía mucho que sus escrúpulos halal habían quedado atrás, pero comer carne humana era algo a lo que no estaba dispuesto. Encontró un pedazo de carne en su sopa de maíz, lo cogió con los dedos y se lo mostró a Sac Nicte.
– ¿Qué crees que es esto?