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La mujer le echó un vistazo.

– Debe de ser lagarto. No te preocupes, la carne humana es demasiado valiosa, no se la darían a unos prisioneros.

Tiene sentido, pensó Lisán. La carne humana es la más difícil de conseguir de todas…

¿O no?

Arrojó a un lado el pedazo de carne.

– No he visto animales de tiro. Tampoco grandes animales de carne, ni caballos, ni vacas.

Lisán tuvo que pronunciar sus nombres en árabe, porque no conocía el equivalente en la Lengua Sencilla. Como la sacerdotisa no entendía, él los dibujó con un palo en el suelo.

– No sé qué son estas criaturas -dijo-. Quizás ésta se parezca a un venado…

– ¿No tenéis animales grandes?

– Los hombres son el animal de mayor tamaño. En las selvas del sur la vida es abundante, pero en estos parajes la carne humana es lo más apreciado.

– ¿Por eso necesitan tantos prisioneros?

– Beey. Por eso los mexica exigen la Guerra Florida. Las ciudades sometidas a su poder son obligadas a pelear una y otra vez para conseguir más y más víctimas para el sacrificio, para que la carne y la sangre fresca no falten. Tenochtitlán es como una gran criatura hambrienta que tiene que devorar inmensas cantidades de hombres para alimentarse.

Ella mantuvo la mirada horrorizada del andalusí y añadió:

– Ya sé que eso es algo incomprensible para tu cultura.

– Lo es. Es un pecado contra Dios.

– Quizá para tu dios, pero no para el nuestro. ¿Tu pueblo nunca ha probado la carne de otros hombres?

– Sólo durante el Jahiliyya, la era anterior a la llegada de los profetas de mi religión…

Lisán se asombró una vez más de cómo aquel mundo había permanecido en el tiempo con las mismas creencias de sus antepasados. Los antiguos celtas practicaban el «culto de la cabeza cortada», los fenicios, los nórdicos, las gentes de la India en honor de Varuna… Todos los pueblos de la Antigüedad practicaban sacrificios humanos, hasta que Abraham acabó con ellos… Sí, todo cambió cuando el santo padre Ibrahim encontró una piedra…

Un pedazo de roca caído del cielo…

Una pregunta le desgarró la mente: ¿algo enviado por un cometa?

Durante un instante se horrorizó al pensar que esas criaturas que habitaban los mundos flotantes de hielo hubieran intervenido también en el origen de su fe y en el de las otras religiones del Libro. Recordó la intensa sensación que experimentó al besar la Piedra Negra. ¿Acaso no fue similar a lo que había sentido al ingerir el hongo?

Con una profunda repugnancia, su mente rechazó aquella posibilidad de inmediato.

La caravana se puso de nuevo en marcha, y al amanecer Lisán distinguió un penacho de humo negro que se elevaba a lo lejos.

– Eso es el Popocatepetl -le explicó la sacerdotisa-. En náhuatl significa «montaña que humea». Nuestro destino está justo al otro lado.

Pasaron la noche al pie de la cordillera y por la mañana empezaron a ascender de nuevo. Y con cada paso la temperatura bajaba rápidamente. Caminaron entre los laberintos formados por montes aislados y arroyos pegajosos y resbaladizos. Seguían un camino junto a las rocas afiladas de un precipicio y la cuesta era tan empinada que a veces tenían que gatear para seguir subiendo. Entonces empezó a nevar. Sus ropas no eran adecuadas para aquel clima y Lisán caminaba apretando sus brazos contra el pecho intentando contener el temblor de su cuerpo. El aire entraba helado en los pulmones y los pies se lastimaban contra las rocas. Tenía por delante una pendiente de nieve, punteada aquí y allá por rocas, y marcada por los miles de pies que les habían precedido hasta tallar un sendero recto en ella.

Estaba agotado, pero los guardias los azuzaban para que avanzaran más y más aprisa.

– Debemos cruzar al otro lado… -jadeó Sac Nicte- antes de que se haga de noche… Es aquí donde Quetzalcóalt se detuvo al huir de Tula, y donde los enanos jorobados que le servían murieron de frío.

El andalusí comprendió que pasar una noche allí, sin mantas ni ropa de abrigo, sería también la muerte para la mayor parte de los prisioneros. Al fin la pendiente se suavizó, mientras alcanzaban el punto más alto del camino, y una fría ráfaga les indicó la proximidad del collado. Poco a poco el viento fue aumentando conforme se acercaban a la cumbre, empujándolos hacia atrás, como si algún poder de aquellas montañas no deseara que llegasen a lo alto. El sol era frío, no daba ninguna impresión de calor, y el cielo era blanco, con una palidez inquietante. El Popocatepetl se alzaba hasta una altura portentosa, rodeado por una corona de nubes, muy delgada, que se formaba cerca de su cono. De éste emergía una incesante fumarola negra que subía como una flecha lanzada hacia el cielo. Al otro lado estaba el Iztaccihuatl, que Sac Nicte le había dicho que significaba «mujer blanca». El paso entre ambos volcanes se elevaba hasta un desfiladero cubierto de nieve y luego el terreno descendía abruptamente.

Al llegar a la cumbre, Lisán contempló el paisaje. Era impresionante. Nada interrumpía la vista hasta la línea pura y recta del horizonte. Algunos picos aislados salpicaban la meseta y, a lo lejos, el sol iluminaba una amplia franja de platino, tan brillante como un espejo perfectamente pulido. Se distinguía una gran ciudad en aquel lago y muchos pueblos menores dispersos por la llanura. Pequeñas columnas de humo salían de las casas y se elevaban rectas hacia el cielo. Junto a los pueblos, vio parches rectangulares verdes que, sin duda, eran campos cultivados.

Otros eran de un color tan oscuro que parecía negro. No pudo imaginar lo que eran.

La parte delantera de la caravana ya bajaba hacia allí.

– El inmenso lago azulverdoso -canturreó Sac Nicte-, ya permanece apacible, ya se agita, ya hace espuma y canta entre las piedras… Desde pequeña he aprendido sobre este lugar sin haberlo visto nunca. Estar aquí es como penetrar en un sueño.

Lisán miró a la mujer y le preguntó:

– ¿Qué nos espera allí?

– No quieras saberlo aún, Lisán al-Aysar. Disfrutemos de cada momento en el que sigamos juntos.

El andalusí miró a un lado y a otro y se preguntó dónde estaría Baba. Quizá sus planes eran contemplar su sacrificio antes de emprender aquello por lo que había viajado hasta allí.

Pasaron la noche en el valle, al pie de los volcanes, y Lisán volvió a soñar que Sac Nicte desaparecía de su lado. Intentó abrazarla con todas sus fuerzas, para evitar que su cuerpo se esfumara, pero sus brazos pasaron a través de ella como si estuviera hecha de humo. Entonces, acudió a su sueño el momento en que había intentado retener a Jamîl y el muchacho le había sido arrebatado para ser conducido al sacrificio. Sus brazos eran de cera medio fundida y no podía sujetar al chico…

Se despertó gritando, y Sac Nicte, que como siempre estaba a su lado, lo abrazó y le susurró palabras hermosas para que se calmara y volviera a dormir.

A la mañana siguiente se dirigieron hacia Tenochtitlán.

10

El paisaje era muy extraño, como surgido de un sueño. Salpicado de pirámides que se reflejaban en las aguas del lago, de tal modo que a Lisán le recordaron la imagen del supramundo y el inframundo que el Uija-tao le había mostrado. Mientras el sol se elevaba perezoso en el cielo, una bruma amarillenta se deslizó por encima de aquella inmensa superficie líquida. Los edificios que habían sido construidos en el interior del lago adquirieron entonces una apariencia verdaderamente sobrecogedora.

Ellos caminaban por calzadas rodeadas de agua, como si de una fantasmagórica Venecia se tratara. Eran transitadas por cientos de personas que se apartaban de su paso con rapidez. Algunos cargaban pesados bultos a sus espaldas, colgados de una escalerilla de palos que sujetaban entre los hombros. Otros detenían sus quehaceres para contemplar su paso. Eran gentes más altas y de rasgos más angulosos que los pueblos del sur. También había un frío orgullo en sus expresiones, incluso los más pobres se sabían parte de la raza más poderosa de su mundo. Sin embargo, Lisán no pudo dejar de advertir cierto parecido con los itzá.

– Nuestros antepasados también llegaron del norte -le explicó Sac Nicte cuando él le planteó esto-. Se dice que de Teotihuacan, aunque quizás esto sea sólo una leyenda. Pero hace muchas generaciones que nuestra raza norteña se ha venido mezclando con las gentes del sur, y ese mestizaje es lo que ha dado lugar a los actuales itzá.

Llegaron a Iztapalapa, una ciudad situada a orillas del lago. Una línea interminable de empalizadas, levantada junto a la ciudad, formaba un amplio corral, donde estaban encerrados miles de prisioneros.

– Allah Misericordioso -musitó Lisán estremeciéndose.

Había comprendido que los parches negros que había visto desde lo alto de la cordillera eran otros tantos cercados como aquél, repletos de seres humanos hacinados como ganado. ¿Cuántos desdichados había en el interior de cada una de aquellas cercas? ¿Y cuántas cercas había divisado? No las había contado, pero la cifra de hombres enjaulados debía de sumar un número formidable.

Allí mismo, la caravana se dividió. Los prisioneros itzá y tutul xiu fueron conducidos hasta una de las empalizadas. Lisán tuvo que ver cómo eran encerrados como animales los hombres que habían luchado junto a él. Pensó que, desde lejos, la desdicha humana podía ser contemplada con fría curiosidad, pero cuando afectaba a gente conocida, todo resultaba muy distinto. Sac Nicte se colocó junto a él y apretó su mano con fuerza. Koos Ich estaba en medio de todos esos desdichados, héroes reducidos a dóciles ovejas confinadas en un sucio corral.

Después, los guardias los condujeron hasta la cabeza de la caravana.

Los nobles y el tlatoani habían abandonado sus literas y aguardaban frente a un templo situado al pie de un volcán apagado. Ahuítzotl se había ataviado de una forma suntuosa, con una rica manta bordada de oro atada sobre el hombro derecho. Llevaba un bezote de jade con la figura de un colibrí en el labio inferior. Grandes pendientes de oro le colgaban de las orejas y ornamentos de turquesa en la nariz. Y un collar de cráneos de ámbar de los que colgaban conchas de oro. Los sacerdotes se acercaron a él y le clavaron largas espinas de maguey en diferentes partes del cuerpo. El poderoso monarca aguantó estoicamente la sangría, y también cuando los sacerdotes frotaron puñados de paja contra las heridas, para empaparlas con su sangre. Luego quemaron la paja en un pequeño altar situado en el templo.