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La luz gris de la luna dotaba de una iluminación fantasmagórica a la escena de todos aquellos desdichados esparcidos por el suelo, encajando los unos con los otros como un gran rompecabezas. Pero la luz era extraña, y más intensa de lo habitual en una noche de luna llena. Alzó la vista hacia el cielo y vio que el cometa había desaparecido. Sus conocimientos astronómicos eran muy elementales, apenas lo suficiente para entender las indicaciones de los sacerdotes sobre la disposición de los cielos frente a una próxima batalla, pero sabía que un cometa no podía desvanecerse de ese modo. Y no lo había hecho. Observó que la luna estaba rodeada por un halo brillante, entrecerró los ojos y descubrió que el cometa estaba detrás de ella. Eso debía de significar algo, sin duda. Quizás algo importante… Pero no era él quien iba a averiguarlo, porque finalmente había hallado su lugar entre la marea de cuerpos y se sentía demasiado cansado como para preocuparse por esas cosas.

El guerrero se acurrucó en el suelo sobre su lado derecho y colocó las manos bajo la cabeza. El lado izquierdo de su rostro mostraba una impresionante cicatriz, cosida apresuradamente por los mexica y cubierta de costras de sangre seca, que iba desde la ceja hasta la comisura de los labios. Milagrosamente, no había perdido el ojo, aunque tenía ese lado tan hinchado que le costaba abrirlo. Sentía frío, pero no podía hacer nada para solucionar eso. Un helor húmedo se derramaba desde aquel cielo despejado sobre la masa de cuerpos agotados y heridos. Cerró los ojos y deseó que la noche y el tiempo que le quedara de vida transcurrieran lo más rápido posible.

Soñó con eras remotas, cuando los mexica libraban cruentas batallas para apoderarse de los pantanosos terrenos del lago Texcoco.

«Los que no tenían nada», así eran conocidos por los habitantes de aquellas tierras por aquel entonces, que no los consideraban mas que salvajes e ignorantes extranjeros llegados del norte. Pero, poco a poco, se fueron labrando una fama de guerreros valerosos e implacables. Este hecho llamó la atención de Achitomel, el poderoso caudillo de Culhuacan, quien los contrató como mercenarios, para combatir en su guerra contra Xochimilco.

La victoria fue total, gracias en gran parte a la fiereza de los guerreros mexica. Achitomel quiso recompensar de alguna forma a aquellos valientes y llamó a su presencia al joven caudillo mexica, que acudió acompañado tan sólo por su sacerdote principal, un hombre alto y esquelético como una imagen del señor de los infiernos. Los dos permanecieron en pie y en silencio, en una de las salas más lujosas del palacio del señor de Culhuacan, mientras éste les hablaba.

– Debemos unir la sangre de nuestras dos tribus -les dijo- para que de esa unión surja la casta más poderosa que haya conocido jamás el mundo.

Entonces ofreció a su propia hija en matrimonio al jefe mexica. En su sueño, Koos Ich pudo ver con claridad a la princesa, de la que se decía que era la muchacha más hermosa de su tiempo. Y reconoció los rasgos de Utz Colel en ella.

El jefe mexica observó a aquella belleza con desprecio, durante un rato interminable, hasta que su sacerdote se inclinó hacia él y le susurró al oído: «Acepta».

Más tarde, el mexica le preguntó por qué lo obligaba a tomar a esa mujer.

– La necesitamos -le dijo el sacerdote-. Será recordada como «la madre de la discordia». Ella nos ha de indicar el camino hacia la tierra donde hemos de establecer nuestra morada definitiva. Porque no es éste el lugar que os tengo prometido y es necesario que abandonemos este campamento, no con paz sino con la sangre y la muerte de muchos. Es la ocasión de que empecéis a levantar nuestras armas, arcos y flechas, rodelas y macanas, y de demostrar al mundo el valor de vuestra estirpe…

El sueño de Koos Ich se interrumpió de repente, cuando una mano se posó sobre su hombro y lo agitó con fuerza.

– ¿Qué…? -musitó aún entre sueños.

– Ponte en pie, guerrero -dijo una voz junto a él.

Koos Ich vio una figura brumosa, turbia y deforme como un espectro. Giró el rostro, volvió a mirar con el ojo derecho y vio a un hombre de rasgos marcados, ojos hundidos y mejillas cubiertas de pelo.

– Ponte en pie y sígueme -repitió la aparición.

Pero ya lo había reconocido; era uno de los dzul, aquel al que algunos de sus compañeros llamaban Kazikli.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó-. Me dijeron que habías huido antes de la batalla.

– Os he estado siguiendo durante todo el camino. Ven ahora conmigo, Koos Ich.

El guerrero volvió a tumbarse.

– Déjame en paz, ahora que ya está todo perdido.

– Ahora es cuando por fin puedes alcanzar la victoria.

– Vete.

Algo pesado golpeó el suelo junto al rostro del guerrero. Koos Ich se incorporó un poco y descubrió que era su macana. Asombrado se volvió hacia Kazikli. Éste le había dado la espalda y se alejaba sorteando los cuerpos dormidos. Miró a su alrededor; nadie se había despertado a pesar de sus voces y el golpe de la maza contra el suelo. Y esto era bastante extraño.

Sujetó el arma con la mano derecha y se puso en pie. Caminó tras el extranjero.

– ¿Eres un brujo? ¿Te envía el Uija-tao?

Kazikli no le contestó hasta que llegaron a las puertas de la empalizada. Éstas estaban abiertas de par en par y los guardias mexica dormían, lo cual contestaba a la pregunta del guerrero.

– ¡Espera! -Koos Ich agarró al brujo dzul por el brazo.

– ¿Qué quieres?

– Debemos liberar a todos los hombres. Sólo así podremos enfrentarnos a los mexica.

– Te equivocas. Ahora hay un ejército bien armado protegiendo Tenochtitlán. Y, además, están los nahual… No habría posibilidad alguna en un enfrentamiento en esas condiciones, como tampoco la tuvisteis durante la batalla.

– ¿Y qué es lo que pretendes entonces?

– Hay un hombre en Tenochtitlán… No, no es un hombre, se trata de una criatura muy poderosa, y únicamente destruyéndola se acabará para siempre el poder de vuestros enemigos.

Dejaron atrás la empalizada y se encaminaron hacia la ciudad. A pesar de lo avanzado de la noche, mucha gente entraba y salía de ella en ese momento. Las calzadas principales estaban atestadas, pero Kazikli condujo al guerrero por un pequeño sendero de tierra aplanada. Caminaron juntos en completo silencio y apenas se cruzaron con unos pocos recogedores de excrementos que limpiaban las letrinas.

Cuando comprobó que nadie podía verlo, Kazikli se acercó a la orilla y saltó a las negras aguas de la laguna. Koos Ich vio cómo el dzul apartaba unos matojos que ocultaban una canoa. Luego se metió dentro y remó para llevarla junto a la calzada.

– Vamos -le dijo.

El guerrero saltó adentro y arrugó inmediatamente la nariz.

– ¡Itzamna! -exclamó-. ¿Ésta es una canoa para transportar excrementos?

– Beey. Con ella no llamaremos la atención. Ayúdame a remar hacia la ciudad.

Koos Ich se acomodó frente al dzul y tomó un remo.

Impulsada por los dos hombres, la pequeña embarcación se separó de la calzada y avanzó silenciosa por el lago, rodeada de centenares de canoas que también se dirigían a la ciudad. La luna parecía inmensa sobre ellos.

– ¿Qué significa que la luna se haya tragado al cometa? -preguntó el guerrero itzá.

– No estoy seguro -le respondió Kazikli-, pero no creo que sea nada bueno.

– ¿No sabes de esas cosas? Pensé que eras un brujo.

– Hay muchos tipos de brujos. Lo mío es matar ÿinns.

– ¿Yinns?

– Teules. La criatura de la que te hablé. El cometa marca un acontecimiento inminente. Los sacerdotes mexica van a necesitar mucha sangre para realizar su magia. Sólo sé que si triunfan será la victoria definitiva de los teules que quieren la destrucción de los hombres.

– ¿Y cuándo se va a producir ese acontecimiento?

– Durante los próximos días. Nos esconderemos hasta entonces. Debemos estar preparados para intervenir en el momento preciso. Por eso te necesito, tú me protegerás mientras yo acabo con el teule.

– ¿Cómo se mata a un teule? Pensé que eran invencibles.

– Tengo a un genio encerrado en una botella -dijo Kazikli de forma enigmática.

Koos Ich no entendió a qué se refería, pero se había cansado de hablar. Los dos siguieron remando hacia Tenochtitlán.

El tlatoani había estado muy ocupado. Casi todos los dignatarios extranjeros eligieron la noche para entrar secretamente en Tenochtitlán. Habían acudido por las amenazas y los ruegos de los embajadores de la Triple Alianza, pero ninguno lo había hecho de buena gana. Para la forma de pensar de sus pueblos, las naciones eran dominantes o sometidas, el concepto de una tregua amistosa no entraba en su ordenación del mundo. Tampoco en la de Ahuítzotl, pero el Mujer Serpiente había insistido en la importancia de que todos acudieran.

El señor de los belicosos tarascos atravesó la sala principal del palacio del tlatoani y se plantó frente a él con descaro.

– Vosotros los mexica debéis de estar locos -le dijo con una mirada despectiva-. Ahora queréis la guerra, ahora queréis la paz… ¿Cómo vamos a sentarnos a comer tranquilamente con vosotros, después de todas las calamidades que han sucedido entre nuestras dos naciones?

– Noble amigo -le dijo Ahuítzotl-, hay un tiempo para solucionar las enemistades y otro para cumplir con las obligaciones comunes que todos tenemos para con los dioses. Hay que solemnizar la gran fiesta de la renovación del Templo Mayor. Acepta pues mi invitación y mis regalos y únete a nosotros en esta celebración.

Así pasó casi toda la noche, recibiendo a una delegación tras otra. Ofreciéndoles su talante más diplomático y su sonrisa más amable. Todo para seguir las indicaciones del Mujer Serpiente -tal era su fidelidad hacia el anciano-, aunque a muchos de aquellos descarados les hubiera dado una lección de cortesía con su propia macana.