Выбрать главу

Unas horas antes del amanecer, abandonó el palacio y empezó a ascender lentamente los ciento trece escalones de una de las dos escaleras gemelas del Templo Mayor. Su ángulo era demasiado empinado para escalarlas con facilidad y el tlatoani, a pesar de su fuerza y juventud, tuvo que pararse a descansar en mitad del trayecto.

Por un momento se sentó sobre una de las gradas y admiró la impresionante Tenochtitlán tendida a sus pies. Las múltiples calzadas que unían las dos ciudades principales, sus calles rectas; su red de canales, que ahora parecían tensados hilos de plata, las grandes casas de tejados planos con jardines plantados en sus azoteas, la vegetación de brillantes colores; el lago, cuya superficie era como un espejo negro salpicado de canoas, los pueblos situados al otro extremo del lago, los volcanes a lo lejos…

A pesar de lo temprano de la hora, la actividad era frenética; miles de antorchas y braseros corrían de un lado a otro como hormigas de fuego, iluminando a los carpinteros y albañiles que trabajaban día y noche para que todos los edificios estuvieran bien reparados y pintados. Los joyeros, orfebres y artistas de plumería se esforzaban preparando sus obras, para que los bailes y fiestas que iban a celebrarse en cada rincón de Tenochtitlán tuvieran el esplendor apropiado para lo solemne de la ocasión.

Nada podía fallar, porque Ahuítzotl sabía que ésta era una oportunidad de demostrar el verdadero alcance de su poder, tanto a los reinos amigos como a los enemigos. No había escatimado esfuerzos para que asistieran todos los embajadores invitados, incluso había enviado a su propia guardia personal para protegerlos a través de los caminos más remotos de su Imperio. Por eso no había excusa para rechazar su invitación. Pero, durante la desdichada época de su primo Tízoc, el prestigio del Imperio había caído tan bajo que muchos se habían atrevido a hacerlo. Sus vecinos de Tlaxcala, por ejemplo, habían respondido a los embajadores que ellos podían celebrar una fiesta en cualquier momento, en su ciudad y a su propia conveniencia. Esto era un insulto, y también un buen pretexto para una futura campaña de castigo.

Pero eso será después de los festejos, por supuesto, pensó Ahuítzotl mientras se ponía en pie y seguía subiendo.

Al fin llegó a la plataforma de piedra situada en la cima del Templo. Admiró los dos santuarios gemelos, uno al norte, dedicado a Tlaloc y otro al sur, para Huitzilopochtli. La lluvia y el sol, las dos fuerzas que determinaban la prosperidad de la tierra. Frente a los dos santuarios, los jardineros trabajaban dirigidos por el propio Mujer Serpiente. Había tenido un gran cuidado con las decoraciones florales, tanto en el templo donde se celebrarían los sacrificios como en las tribunas desde las que los presenciarían los invitados. Cada detalle, hasta el más insignificante de los adornos, había sido supervisado por el sacerdote en persona.

– Trabajas demasiado, amigo mío -le dijo Ahuítzotl-. Incluso tú debes de necesitar descansar de vez en cuando.

El Mujer Serpiente se volvió y saludó al tlatoani cruzando el brazo sobre el pecho.

– En realidad, sí. -Sonrió-. Pero puedo permanecer despierto años enteros y luego dormir durante otros tantos. Eso forma parte de mi naturaleza.

Ahuítzotl colocó las manos a la espalda y aspiró profundamente el aire de la mañana.

– Es una obra magnífica. Seremos recordados por esto.

– Seremos recordados por lo que vamos a lograr desde aquí. Esto es sólo una plataforma, pero es perfecta. Todo ha sido ajustado con precisión para cuando llegue el momento.

Todo, pensó Ahuítzotl. Hasta el mínimo detalle.

La forma del Templo Mayor recordaba al monte de Coatepec, el monte de las serpientes que simbolizaba el orden celestial. Cuatro plataformas lo sostenían. Las tres inferiores estaban divididas en doce secciones y la superior, y decimotercera sección, sostenía a los dos santuarios. Era una gran máquina para canalizar las energías del chu'lel, todo matemáticamente sincronizado al movimiento y relación de los astros del cielo.

– Nada puede salir mal, ¿verdad? -dijo.

– Muy pocas cosas, tlatoani. Pero he trabajado para mantenerlas bajo control.

– Dime, ¿por qué has permitido que el teule entrara en la ciudad?

El Mujer Serpiente meditó un momento antes de responder.

– Ha viajado desde el otro lado del mundo para llegar hasta mí y ahora prefiere permanecer escondido y actuar como un humano. Por más que lo pienso, no lo puedo entender, y por eso me desconcierta tanto ese comportamiento.

– ¿Por qué no te limitas a destruirlo?

El Mujer Serpiente sonrió por la ingenuidad del tlatoani.

– ¿A un teule? No es tan fácil, y sí muy peligroso. Si luchamos ahora, en unas condiciones de igualdad, quizá yo pudiera vencerlo… Quizá… Pero mi victoria sería muy amarga. Si él muere en el combate, su alma de teule podría llegar a contaminar el chu'lel de toda esta región… Y eso significaría la muerte de tu imperio.

– Pero, si es tan poderoso y tan temible…, ¿por qué ha aceptado dócilmente ser nuestro prisionero?

El Mujer Serpiente sacudió la cabeza.

– No lo sé, y eso es lo que me preocupa. Siempre me asustan las cosas que no entiendo, pero también me intrigan y me hacen desear desentrañar su misterio. De momento me siento más tranquilo sabiendo dónde está. No puedo hacer más que mantenerlo aquí y esperar.

– Esperar ¿qué?

– Que cuando llegue la hora en que se decida a actuar, yo sea capaz de hacerle frente y detenerlo.

– ¿Podría arruinar la ceremonia?

– No. En ese momento es cuando más poder habrá en mí. Yo controlaré todo el flujo del chu'lel, y él tendría que estar loco para atacarme entonces.

Ahuítzotl miró intensamente al sacerdote.

– Él es como tú. ¿No es así?

La sonrisa del Mujer Serpiente fue tan breve que pareció un espasmo en su rostro.

– Sí, tlatoani.

– Dime, ¿cómo es ver pasar las eras y los mundos ante tus ojos?

El cielo empezaba a clarear tras las montañas. La feroz silueta del volcán Cilatepetl ya destacaba contra el cielo cárdeno.

Algunos jóvenes novicios llegaron a la cima de la pirámide cargando bolsas llenas de resinas aromáticas y colorantes para añadir a los braseros. Varias muchachas los acompañaban. Llevaban tortillas calientes para los sacerdotes que habían pasado toda la noche en vela. Éstos saludaron el nuevo día haciendo sonar sus conchas y se oyó el repiqueteo de un tambor que marcaba la salida del sol, mientras el humo azul salía de los braseros para encaramarse sobre el cielo de Tenochtitlán.

– A veces -respondió al fin el Mujer Serpiente- creo que sólo es la oportunidad de cometer los mismos errores una y otra vez.

12

Habían pasado dos días encerrados en aquel palacio de techos de cedro y suelo de piedra negra. Sus guardianes los alimentaban y se mostraban extremadamente corteses, pero no respondían a ninguna de sus preguntas ni les permitían abandonar el recinto.

Lisán estuvo en cada momento al lado de Sac Nicte, apartado del dolor de Na Itzá, la rabia de Piri y la indiferencia de Jabbar. Los dos habían acordado no pensar en ese cercano y terrible día, y hablar tan sólo de su pasado, de tantos detalles que desconocían el uno del otro.

De vez en cuando el andalusí extendía la mano y acariciaba a la mujer, en la mejilla o en el brazo, o hundía los dedos entre sus cabellos. En una ocasión, ella sonrió y le preguntó por qué hacía eso.

– Estás aquí. Te puedo tocar. Eres real. Me amas… Y todavía seguimos juntos.

Al llegar la noche del segundo día, Lisán sintió que el próximo amanecer iba a traer lo que tanto temían. Lo notaba en el ambiente, en los sonidos de los preparativos para el acontecimiento, que se habían vuelto más frenéticos, en el olor a muchedumbre y a guisos callejeros que llenaba la ciudad. Tenochtitlán no dormía, mantenía la respiración aguardando lo que iba a suceder al día siguiente, y el andalusí sentía en sus propias tripas el nerviosismo de tantos millares de personas. Y también recordaba la fecha señalada por el disco dorado…

Subió a la azotea del palacio y contempló el gran arco plateado que trazaba el cometa por el cielo nocturno. Varios surtidores brotaban de su núcleo y eran claramente visibles como pequeñas colas incipientes. Dos días antes se había eclipsado detrás de la luna, que había quedado rodeada por un espectacular halo blanco, pero la noche anterior había reaparecido y la cola cruzaba ahora el cielo como el tajo de una cimitarra.

Bajo él, la ciudad aparecía iluminada por millares de antorchas y braseros, como un reflejo del firmamento estrellado. El incesante rumor de la muchedumbre le llegaba con claridad. Se sentó en el suelo y se esforzó por pensar qué podía hacer. El Uija-tao le había dicho que su destino estaba allí y que su presencia iba a ser decisiva. Pero le costaba creer esto después del resultado de la batalla. Ni él, ni Piri, Dragut o Jabbar habían significado nada en el combate; y Baba, el único que realmente podría haber cambiado algo, había huido. Quizás el adivino se había equivocado. No había otra explicación, porque ¿qué podía hacer ahora él, aparte de morir como un cordero, tal y como habían muerto Yusuf y los demás?

Se sintió impotente y se llevó la mano al pecho, esperando sentir el contacto del disco dorado como tantas otras veces. Pero ya no estaba allí. Sus esfuerzos para descifrar el disco tan sólo habían servido para predecir con exactitud la fecha de su muerte. Su mano, en cambio, tocó el saquito de cuero que le había entregado el Uija-tao. Lo sacó para contemplarlo. Una vez más necesitaba respuestas y pensó que quizá por eso el anciano adivino le había facilitado la pipa. Pero ésta había quedado destrozada durante la batalla, y no se iba a lamentar por eso, porque le había salvado la vida.