Estaba sobre la Tierra, a una altura tan impresionante que ésta se veía como una gran esfera azul y blanca. El cometa se alzaba frente a él, como una flotante isla de hielo que se precipitara implacable hacia su mundo. Lisán se acercó a su superficie y distinguió las diminutas partículas rojizas que cubrían la nieve. Eran tan pequeñas que lo que llegaba a ver como un simple punto sin dimensiones estaba formado por la agrupación de muchos millones.
Y estaban incinerándose, ardían una tras otra en una oleada continua que recorría el hielo a gran velocidad. ¿Qué estaba provocando aquello?
Entonces, como si fuera una respuesta a su pregunta, vio aparecer un gran cono de luz roja que salía de algún punto de la Tierra para ir a envolver el cometa. Pero no era una luz, era un mensaje, como una voz convertida en energía que decía: ¡Destruíos! Las partículas del cometa eran engañadas por aquella voz, que les hacía creerse parte del chu'lel de la Tierra y les ordenaba suicidarse. Esa misma voz estaba en su mente. Era Talos explicándole aquello que veía, aunque la ciencia de Lisán era tan limitada que apenas comprendía una pequeña parte de todo lo que oía.
La vida no se detenía en el límite que los ojos humanos podían captar. Descendía hasta el fin de la materia, hasta conformar la propia piel del Universo. A esa escala, la textura de la realidad era imprevisible y caótica, y sólo la vida tenía el poder de ordenar ese caos para que el cosmos siguiera funcionando. Era el Nous imaginado por el sabio jónico Anaxágoras, el principio del orden que imponía la vida a la propia naturaleza.
Y este poder, esa ingente energía que estaba concentrada en cada partícula de materia viva, era lo que la ciencia de Talos había dominado y lo que ahora era usado para controlar y destruir a la criatura cuya voluntad había dirigido al cometa contra la Tierra.
El cono de luz carmesí seguía irradiando sobre la isla flotante de hielo, envolviéndola en furiosas llamas que iban arrancando grandes pedazos de su superficie.
Al acercarse, Lisán fue absorbido por aquel cono y se precipitó por él como si cayera por el interior de una inmensa caña de luz. Vio la Tierra acercarse a toda velocidad, y tuvo un instante para reconocer el lago, la ciudad de Tenochtitlán, el Templo Mayor, a sí mismo tirado en el suelo, y a Sac Nicte arrodillada junto a él. Abrió los ojos.
– ¿Puedes ver? -le preguntó la mujer.
– Creo que… -Parpadeó intentando enfocar la vista, desorientado aún por el vértigo de la caída.
Alzó la mano derecha frente a sus ojos. Estaba cubierta por un paño de algodón bastante apretado y manchado de sangre con el que Sac Nicte había intentado contener la hemorragia. Le faltaban dos dedos, estaba entumecida y sentía un palpitante dolor en ella.
Todo había sucedido realmente, no había sido una pesadilla.
– ¿Dónde está Talos… el Mujer Serpiente? -preguntó a Sac Nicte.
– Él… entró en el santuario de Huitzilopochtli, junto a…
Se detuvo y alzó la vista, muda por la sorpresa.
– ¿Qué sucede? -le preguntó Lisán.
Ella se puso en pie, lentamente, sin poder creer lo que estaba viendo.
El andalusí entrecerró los ojos. A cierta distancia todo era turbio, como si la sangre de Talos siguiera pegada a ellos, pero vio aparecer a Koos Ich en el borde de la plataforma. Detrás del guerrero, con una inhumana tranquilidad reflejándose en su rostro, distinguió al hombre que había conocido como Baba.
– Volvemos a encontrarnos, faquih, tal y como te prometí -dijo el mago.
Lisán se puso en pie. Todo lo veía borroso, como a través de una niebla muy espesa en la que apenas había un estrecho túnel de nitidez. Su visión periférica había desaparecido casi por completo y tenía que mover rápidamente la cabeza para concentrarse en cada uno de los dispersos elementos que lo rodeaban. Notó que Sac Nicte ya no estaba a su lado y supuso que había corrido para reunirse con su esposo. Miró hacia el cielo. El cometa era lo único que distinguía con toda claridad. Estaba rodeado de un halo de fuego que se expandía lentamente, con pequeños núcleos que eran como explosiones silenciosas. Y seguía cayendo hacia ellos.
Bajó la vista. A su alrededor la plataforma estaba casi vacía, los sacerdotes habían huido aterrorizados. Unas figuras encorvadas se iban acercando a ellos, como tigres agazapados… Eran los nahual, que empezaron a transformarse en ese mismo instante.
Jabbar entró en su campo de visión y caminó lentamente hasta situarse junto a Baba.
¿Realmente era Jabbar? El enorme turco también había cambiado para transformarse en algo mucho más temible que un jaguar. En la superficie parecía el mismo hombre que había conocido, pero ahora avanzaba erguido, emanando poder con cada paso. La tremenda herida de su cráneo había desaparecido… Y sus ojos…
Sus ojos no podían ser los de un humano.
Pasó junto a Lisán sin mirarlo siquiera y se lanzó contra los nahual. Dos jaguares saltaron a la vez contra él y Jabbar los atrapó en el aire. Los destrozó entre sus manos. Luego lanzó sus cuerpos contra los de las otras bestias.
Kazikli se detuvo para contemplar cómo el ÿinn aniquilaba a los engendros.
– ¡No lo mataste! -le gritó Lisán-. ¡Lo has mantenido con vida y cautivo de un hechizo, durante todo este tiempo!
El mago se volvió hacia él y dijo:
– Así es, faquih. Un hechizo muy poderoso que mi maestro de Egrigöz me enseñó. Pero también muy difícil de lograr. Necesité mucha sangre para atraparlo y era necesaria mucha sangre para despertarlo y que siguiera sometido a mi voluntad…
La imagen de un campo atestado de cuerpos empalados se superpuso ante los ojos de Lisán con más nitidez que el mundo que lo rodeaba.
Kazikli cenaba junto a un prisionero turco cuyo cerebro había sido herido por un hachazo. Lo oía hablar aterrorizado, suplicando que lo dejaran ir, pero sus guardias lo tenían bien sujeto y con el rostro vuelto hacia aquel macabro espectáculo.
Frente a él, en la primera fila de empalados, el ÿinn agonizaba lentamente. Era casi un esqueleto viviente, piel y huesos; la estaca le atravesaba el pecho y lo mantenía suspendido a cuatro codos de altura. Se retorcía como un insecto clavado en un palito.
Kazikli llevaba el disco dentado colgando de su pecho. Siguió cenando con tranquilidad, tenía todo el tiempo que fuera necesario.
Cuando el cuerpo del ÿinn empezó a morir, algo se escurrió lentamente sobre el tronco en el que su cuerpo estaba empalado. Parecía sólo un gusano hecho con gelatina y babas, pero Lisán supo que en su interior había algo infinitamente valioso: el alma de un ÿinn.
Kazikli ordenó a sus hombres que llevasen al turco prisionero hasta el tronco y que presionaran su rostro contra la madera. El desdichado gritaba sin imaginar qué era todo aquello, hasta que aquel gusano llegó hasta su cráneo y penetró rápidamente por uno de sus oídos.
El turco gritó una vez más y enmudeció de repente. Sólo entonces Lisán pudo ver con claridad el rostro de Jabbar.
Una mente dañada, la jaula perfecta para un ÿinn.
La imagen de los empalados desapareció y Lisán volvía a estar en lo alto del Templo Mayor de Tenochtitlán. Comprendió que durante todos esos años, el ÿinn había olvidado sus poderes y quién era, encerrado en el círculo interminable de los recuerdos rotos de Jabbar. Ahora podía recordarlo al fin, pero gracias a la magia que emanaba de toda aquella sangre derramada seguía prisionero de Kazikli.
El ÿinn había acabado con el último nahual. Se apartó de los cuerpos destrozados de aquellas criaturas medio bestias medio hombres y caminó junto a su amo hacia el santuario de Huitzilopochtli. Los dos desaparecieron en su oscuro interior.
El andalusí oyó, aunque no vio, a Sac Nicte que le gritaba:
– ¡Lisán, salgamos de este lugar terrible!
Se volvió hacia la voz de la mujer e intentó enfocar la vista para distinguirla a través de la bruma roja que lo rodeaba. Ciertamente hubiera deseado correr muy lejos, con ella, pero sabía que eso era ya imposible.
– Ya no hay adónde ir -dijo-. El cometa caerá sobre nosotros en unos instantes y todo habrá acabado. Quizás una nueva raza habite después ese Sexto Mundo y se pregunte sobre cómo fue nuestro final.
Empezó a caminar hacia la entrada del templo de Huitzilopochtli.
– Lisán… -oyó decir a Sac Nicte.
– Espera aquí. Hay algo que debo hacer antes de que todo acabe.
En el interior del templo había dos altares, uno de ellos presidido por Huitzilopochtli y el otro por su temible hermano Tezcatlipoca. Frente a los ídolos ardían unos braseros en los que se calcinaban los últimos corazones sacrificados. Las paredes y el suelo estaban tan salpicados e incrustados de sangre que parecían de color negro.
El hedor era tal que Lisán apenas podía respirar.
Estaba muy oscuro y su vista seguía siendo un estrecho túnel de nitidez rodeado por paredes de niebla roja. Vio los ojos brillantes de Huitzilopochtli, hechos de piedras preciosas que relumbraban en la penumbra. El dios estaba sentado sobre un banco de madera teñida de azul, llevaba un arco en la mano izquierda y flechas en la derecha, todo ello de oro. De su cuello colgaba un collar de joyas de diorita y jade que representaban cráneos y corazones humanos. Se acercó y tocó la extraña textura de la estatua. Había sido modelada con semillas amasadas con sangre humana.
El vendaje que le había puesto Sac Nicte le molestaba. Se lo quitó y aferró con ambas manos una de las flechas de oro de Huitzilopochtli. Tiró con fuerza y el brazo del ídolo se partió, pero Lisán pudo conseguir el dardo dorado. Con él entre las manos siguió avanzando hacia el interior del santuario. Detrás de las efigies de los dos dioses hermanos se agazapaba una figura de granito, pequeña y encorvada, cubierta por una manta de piedras preciosas. ¿Uno de los enanos ajustadores?