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– Así se llama tu hija, Sean.

– Nora -repitió, la palabra fresca en su boca.

Cuando Jimmy regresó a casa, Annabeth estaba esperando en la cocina. Se sentó en una silla al otro lado de la mesa y ella le dedicó aquella sonrisa pequeña y secreta que a él tanto le gustaba, esa que daba la impresión de que lo conocía tan bien que aunque él no abriera la boca durante el resto de su vida, ella sabría lo que le quería decir. Jimmy le cogió la mano y le recorrió los dedos con su pulgar, intentando encontrar la misma fuerza que veía en el rostro de ella.

El monitor para bebés estaba entre ambos, sobre la mesa. Lo habían usado el mes anterior cuando Nadine había tenido una grave infección para controlar los gorjeos de la niña mientras dormía; Jimmy imaginaba que su bebé podía ahogarse, y esperaba el sonido apagado de la tos, para saltar de la cama, cogerla en brazos rápidamente y llevarla a toda prisa a urgencias, en calzoncillos y camiseta. Y aunque su hija se había curado pronto, Annabeth no había vuelto a poner el monitor en la caja que guardaba en el armario del comedor. Solía encenderlo por la noche para controlar el sueño de Sara y Nadine.

En aquel momento no estaban durmiendo. Jimmy oía a través del pequeño altavoz sus risas y susurros y le horrorizaba imaginárselas y pensar en sus pecados a la vez.

«He matado a un hombre. Al hombre equivocado.»

Aquella certeza, aquella vergüenza ardía en su interior.

«He matado a Dave Boyle».

Le chorreaba, todavía ardiente, sobre el vientre. Aquella lluvia lo calaba.

«He cometido un asesinato. He matado a un hombre inocente.»

– Cariño -dijo Annabeth, escudriñándole el rostro-. Cariño, ¿qué te pasa? ¿Es por Katie? Tienes muy mal aspecto.

Dio la vuelta a la mesa, con una temible mezcla de preocupación y de amor en sus ojos. Se sentó a horcajadas sobre Jimmy, le cogió la cara con las manos y le obligó a mirarle a los ojos.

– Cuéntamelo. Cuéntame qué te pasa.

Jimmy deseaba esconderse de ella. En aquel momento, el amor que ella le profesaba le dolía demasiado. Quería deshacerse de sus cálidas manos y encontrar algún lugar oscuro y profundo donde ni el amor ni la luz pudieran alcanzarle, donde pudiera acurrucarse para llorar su dolor y su odio hacia sí mismo en la oscuridad.

– Jimmy -susurró ella. Le besó los párpados-. Jimmy, háblame. Por favor.

Le apretó las sienes con las palmas de la mano, le deslizó los dedos a través del cabello hasta sujetarle el cráneo; luego le besó. Le introdujo la lengua en la boca y lo sondó, buscando con ahínco el motivo de su dolor, absorbiéndolo, capaz de convertirse si era necesario en un escalpelo que extirpase sus tumores y la librara de ellos.

– Cuéntamelo. Por favor, Jimmy. Cuéntamelo.

Y al contemplar a su amada, supo que si no se lo contaba todo estaría perdido. No estaba seguro de que ella pudiera salvarle, pero estaba convencido de que si no le abría su corazón, se moriría.

Así pues, se lo contó.

Se lo contó todo. Le contó lo de Ray Harris y le explicó la tristeza que había sentido en su interior desde que tenía once años, y que el hecho de haber amado a Katie había sido el único logro digno de admiración de toda su inútil vida; y que Katie a los cinco años (aquella hija y extraña a la vez) le necesitaba y desconfiaba de él a un tiempo, que era la cosa más temible con la que se había enfrentado, y la única obligación de la que nunca se había desentendido. Le contó que amar y proteger a Katie había sido su esencia, y que al privarle de su hija, le habían despojado de esa misma esencia.

– Y entonces -prosiguió en la cocina, que cada vez le parecía más pequeña y asfixiante-, maté a Dave.

«Le maté y le tiré al río, y ahora acabo de enterarme, como si lo que he hecho no fuera bastante, de que era inocente.»

«He hecho todas esas cosas, Anna, y no hay vuelta atrás. Creo que debería ir a la cárcel. Debería confesar el asesinato de Dave y volver a la cárcel, porque es allí donde me toca estar. De verdad, cariño. No me merezco vivir en sociedad. No se puede confiar en mí.»

Su voz parecía la de otra persona. Sonaba tan diferente de la que normalmente oía salir de sus labios que se preguntó si Annabeth vería a un extraño ante ella, un Jimmy de papel, un Jimmy que se desvanecía en el éter.

Sin embargo, Annabeth mantenía el rostro tan sosegado y tranquilo que parecía estar posando para un retrato. La barbilla alzada, y los ojos transparentes e ilegibles.

Jimmy oía de nuevo los susurros de las chicas a través del monitor, como una suave ráfaga de viento.

Annabeth se agachó y empezó a desabrocharle la camisa, y Jimmy observó sus dedos hábiles y su propio cuerpo se entumecía. Le abrió la camisa y la dejó que colgara sobre los hombros, y luego colocó la mejilla junto a él, con la oreja sobre el centro de su pecho.

– Yo sólo… -dijo.

– ¡Sshh! -susurró ella-. Quiero oírte el corazón.

Le pasó las manos por las costillas y por la espalda, y apretó con más fuerza la cabeza contra su pecho. Annabeth cerró los ojos, y una diminuta sonrisa apareció en sus labios.

Permanecieron así sentados durante un rato. El susurro del monitor se había convertido en el callado sonido del sueño de sus hijas.

Cuando Annabeth se apartó, Jimmy aún sentía su mejilla en el pecho como una marca permanente. Bajó de encima de su marido, se sentó en el suelo frente a él y se le quedó mirando a los ojos. Inclinó la cabeza hacia el monitor de bebés y, por un momento, escucharon cómo dormían sus hijas.

– ¿Sabes lo que les dije hoy cuando las acosté?

Jimmy negó con la cabeza.

– Les dije que tenían que ser especialmente amables contigo durante un tiempo, porque si nosotros amábamos a Katie, tú la querías mucho más. La querías tanto porque la habías creado y porque la habías mecido en tus brazos cuando era pequeña, y que a veces tu amor por ella era tan grande que tu corazón se hinchaba como un globo y sentías que iba a explotar de amor.

– ¡Santo cielo! -exclamó Jimmy.

– También les dije que su padre las amaba a ellas de ese modo. Que tenía cuatro corazones y que todos ellos eran globos, llenos de aire hasta los topes y dolorosos. Y que tu amor implicaba que nosotras nunca tendríamos que preocuparnos. Y Nadine me preguntó:

«¿Nunca?»

– ¡Por favor! -

Jimmy se sentía como si estuviera aplastado bajo bloques de granito-. ¡Para!

Ella negó con la cabeza una vez, envolviéndole con su serena mirada. -Dije a Nadine que no, que nunca tendríamos que preocuparnos, porque papá no era un príncipe, sino un rey. Y los reyes saben lo que se tiene que hacer, por difícil que sea, para arreglar las cosas. Papá es un rey y hará…

– Anna…

– … lo que deba hacer por aquellos a los que ama. Todo el mundo comete errores. Todos. Los grandes hombres intentan solucionar las cosas, y eso es lo que cuenta. De eso trata el gran amor. Ésa es la razón por la que papá es un gran hombre.

Jimmy se sintió cegado.

– No -dijo.

– Ha llamado Celeste -espetó Annabeth, y sus palabras fueron entonces dardos para él.

– No…

– Quería saber dónde estabas. Me contó que te había explicado sus propias sospechas sobre Dave.

Jimmy se secó los ojos con la palma de la mano, y observó a su mujer como si fuera la primera vez que la viera.

– Me lo contó, Jimmy, y yo pensé: «¿Qué clase de mujer va contando cosas así de su marido? ¡Qué despiadado se ha de ser para ir contando esas historias por ahí como quien no quiere la cosa!». ¿y por qué te lo contó a ti? ¿Eh, Jimmy? ¿Por qué a ti precisamente?

Jimmy se lo imaginaba; siempre lo había pensado por la forma en que a veces le miraba, pero no dijo nada.

Annabeth sonrió, como si pudiera adivinar la respuesta en su rostro.

– Podría haberte llamado al móvil. Podría haberlo hecho. Cuando me contó lo que sabías y recordé que estabas con Val, adiviné lo que estabas haciendo, Jimmy. No soy estúpida.