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Sin embargo, Woodrell Daniels ni siquiera le miró. Cogió un libro de la estantería de encima del fregadero, lo abrió mientras se ponía de rodillas y empezó a rezar.

Rezó y leyó pasajes de las cartas de Pablo y siguió rezando, y de vez en cuando aquella risa susurrante se le escapaba de la boca, pero sin IIegar a interrumpir el torrente de palabras, hasta que Jimmy se dio cuenta de que era una especie de emanación incontrolable, parecida a Ios suspiros que la madre de Jimmy soltaba cuando él era más joven. Con toda probabilidad Woodrell no se daba cuenta de que emitía los sonidos.

Cuando Woodrell se dio la vuelta y le preguntó si alguna vez había considerado la posibilidad de aceptar a Cristo como su salvador personal, Jimmy supo que la noche más larga de su vida había llegado a su fin. El rostro de Woodrell emanaba la típica luz de los condenados en busca de la salvación, y era un resplandor tan evidente que Jimmy no comprendía cómo había podido pasarlo por alto nada más conocer al hombre.

Jimmy no podía creer la buena suerte que había tenido; había acabado en la guarida del león, pero era un león cristiano, y Jimmy aceptaría a Jesús, a Bob Hope, a Doris Day o a quienquiera que Woodrell adorara con su mente de devoto fervoroso, siempre que aquello significara que ese individuo extraño y musculoso no saliera de la cama en medio de la noche y se sentara junto a Jimmy durante las comidas.

– Una vez perdí el rumbo -le explicó Woodrell Daniels a Jimmy-Pero, ahora, gracias a Dios, he encontrado el camino.

¡Cuánta razón tienes, Woodrell!, estuvo a punto de decir en voz alta. Hasta ese día, Jimmy consideraba la primera noche en Deer Island como punto de referencia para juzgar su grado de paciencia. Se decía a sí mismo que podría seguir allí todo el tiempo que fuera necesario, un día o dos, para obtener lo que deseaba, porque no había nada que pudiera igualar esa primera noche tan larga en la que la maquinaria viviente de una prisión retumbaba y jadeaba a su alrededor, mientras las ratas chillaban, los muelles de los colchones rechinaban, y los gritos morían tan pronto como nacían.

Hasta aquel día.

Jimmy y Annabeth esperaban de pie junto a la entrada de la calle Roseclair del Pen Park. Se encontraban dentro del primer parapeto que los federales habían erigido en la carretera de acceso, pero fuera del segundo. Les ofrecieron tazas de café y sillas plegables para sentarse, y los agentes les trataron con amabilidad. Pero aun así, tuvieron que esperar, y cada vez que pedían información, los rostros de los agentes se volvían pétreos y tristes; se disculpaban y les aseguraban que no sabían nada más de lo que sabía la gente que estaba en los alrededores.

Kevin Savage se había llevado a Nadine y a Sara a casa, pero Annabeth se había quedado allí. Estaba sentada junto a Jimmy con el vestido color lavanda que había llevado en la ceremonia de Primera Comunión de Nadine, un acontecimiento que parecía haber sucedido semanas antes, y estaba tensa y en silencio desde la desesperación de su esperanza. Esperanza de que lo visto por Jimmy en el rostro de Sean Devine fuera una mala interpretación. Esperanza de que el coche abandonado de Katíe y de que el hecho de que no hubiera aparecido en todo el día no tuviera nada que ver con la presencia policial en Pen Park. Esperanza de que lo que ella tenía por cierto fuera, de algún modo, una mentira.

– ¿Te traigo otro café? – le preguntó Jimmy.

No, estoy bien- le dedicó una sonrisa fría y distante.

– ¿Estás segura?

– Sí.

Jimmy sabía que hasta que no viera el cuerpo, no la consideraría muerta. Así era como había racionalizado su propia esperanza en las horas que habían pasado desde que Chuck Savage y él fueran obligados a abandonar el lugar del crimen. Tal vez fuera una chica que se le pareciera. O existía la posibilidad de que estuviera en coma. O quizá estuviera atrapada en el espacio que había detrás de la pantalla y no pudieran sacarla de allí. Sufría, tal vez sufría mucho, pero estaba viva. Esa era la esperanza, tan fina como el pelo de un bebé, que albergaba, ante la falta de una confirmación absoluta.

Y aunque sabía que era una tontería, había algo en Jimmy que le obligaba a aferrarse a esa esperanza.

– Lo que quiero decir es que nadie te ha comunicado nada en realidad -le había dicho Annabeth al principio de su vigilia fuera del parque-, ¿de acuerdo?

Nadie les había dicho nada. Jimmy le acarició la mano, sabiendo que el mero hecho de que les hubieran permitido pasar aquellas barreras policiales era toda la confirmación que necesitaban.

Con todo, ese microbio de esperanza se negaba a morir hasta que no hubiera un cuerpo al que mirar y decir: «Sí, es ella. Es Katie. Es mi hija».

Jimmy observó a los polis que se encontraban junto al arco de hierro forjado que cubría la entrada del parque. El arco era lo único que quedaba de la cárcel que había existido en esos terrenos antes de que fuera un parque, antes del autocine, y antes de que todos los que estaban allí en aquel momento hubieran nacido. La ciudad se había extendido alrededor de la cárcel, en vez de hacerlo al revés. Los carceleros se habían instalado en la colina, mientras que las familias de los convictos se habían establecido en la zona de las marismas. La incorporación a la ciudad empezó a producirse cuando los carceleros se hicieron mayores y empezaron a ocupar cargos.

Sonó el transmisor del agente que estaba más cerca del arco y el policía se lo llevó a los labios.

Annabeth apretó la mano a Jimmy con tanta fuerza que los huesos de la mano le crujieron.

– Aquí Powers. Vamos a salir.

– De acuerdo.

– ¿El señor y la señora Marcus están ahí afuera?

– Afirmativo -respondió el agente mirando a Jimmy y dejando caer los ojos.

– Muy bien. Salimos.

– ¡Dios mío, Jimmy! ¡Dios mío! -exclamó Annabeth.

Jimmy oyó el chirrido de neumáticos y vio cómo varios coches y furgonetas pasaban por delante de la barrera de Roseclair. Las furgonetas llevaban antenas parabólicas en el techo, y Jimmy se percató de que un grupo de periodistas y de cámaras se lanzaba a la calle de un salto, zarandeándose, levantando las cámaras y desenrollando cables de micrófono.

– ¡Sáquenlos de aquí! -gritó el policía que estaba junto al arco-. ¡Ahora mismo! ¡Háganles salir!

Los agentes de la primera valla se encontraron con los periodistas, y entonces empezó el griterío.

– Aquí Dugay. ¿Sargento Powers? -dijo por el transmisor el agente que se encontraba junto al arco.

– Aquí Powers.

– La prensa está obstruyendo el paso aquí afuera.

– Dispérselos.

– Eso es lo que estamos haciendo, sargento.

En la carretera de acceso unos veinte metros más arriba del arco, Jimmy vio que un coche patrulla de los estatales giraba una curva y se detenía de repente. Podía ver un tipo al volante, con el transmisor junto a los labios, y Sean Devine a su lado. El parachoques de otro vehículo se detuvo detrás del coche patrulla y Jimmy notó que se le secaba la boca.

– ¡Haga que se vayan, Dugay! ¡Aparte a esos canallas de ahí!

No me importa si tiene que librarse de esos bufones de mierda a tiros.

– Sí, señor.

Dugay, y otros tres agentes más, pasaron a toda velocidad por delante de Jimmy y Annabeth. Dugay, con el dedo alzado, gritaba:

– ¡Están violando la escena del crimen! ¡Hagan el favor de volver a sus vehículos de inmediato! ¡No tienen autorización para entrar en esta zona! ¡Vuelvan a sus vehículos ahora mismo!

– ¡Mierda!- exclamó Annabeth.

Jimmy sintió la ventolera del helicóptero incluso antes de oírlo. Alzó los ojos para ver como sobrevolaba la zona, y después volvió a mirar al coche patrulla que se había detenido en la carretera. Vio cómo el conductor gritaba por el transmisor y después oyó las sirenas, formando una gran cacofonía, y de repente empezaron a moverse a toda prisa coches patrulla color azul marino y plata desde todos los extremos de Roseclair; los periodistas se dirigieron con rapidez a sus vehículos, y el helicóptero hizo un giro brusco y se dirigió de nuevo hacia el parque.