Jimmy alzó la cabeza y contestó:
– Lo que creo, sargento, es que mi barrio va a desaparecer muy pronto. Y la delincuencia desaparecerá con él. Y no será a causa de que los Savage o los O'Donnell o tipos como usted trabajen duramente contra ellos. Sucederá porque los tipos de interés están muy bajos y porque los impuestos de propiedad cada vez son más altos, y porque todo el mundo quiere volver a la ciudad porque los restaurantes de las afueras son una mierda. Y toda esta gente que se está mudando a este barrio no es el tipo de gente que necesitará heroína, ni los bares en cada manzana, ni que se la chupen por diez dólares, la vida les va bien y les gusta su trabajo. Tienen un futuro, planes de inversiones y bonitos coches alemanes. Por lo tanto, cuando vengan a este barrio, y ya lo están haciendo, la delincuencia y la mitad del barrio desaparecerán. Así pues, no me preocuparía mucho de que Bobby O'Donnell y mis cuñados se declarasen la guerra. No quedará nada para repartir.
– De momento, les quedan los derechos -apuntó Whitey.
– ¿De verdad piensa que O'Donnell mató a mi hija? -le preguntó Jimmy.
– Creo que los Savage podrían considerarle sospechoso. Y creo que alguien debería convencerles de que no es así hasta que nosotros hayamos tenido tiempo de llevar a cabo nuestras indagaciones.
Jimmy y Annabeth estaban sentados al otro lado de la mesa y, aunque Sean intentaba leer sus rostros, no pudo conseguir ninguna respuesta.
– Jimmy -dijo Sean-, si no hay demasiados contratiempos, podemos cerrar este caso con rapidez.
– ¿De verdad?le preguntó Jimmy-. Así pues, ¿te tomo la palabra Sean?
– Hazlo, Además, podemos cerrarlo con pulcritud, para que nadie nos pueda echar nada en cara en los tribunales.
– ¿Y cuánto tardarás?
– ¿Cómo dices?
– ¿Cuánto tiempo crees que tardarás en meter al asesino de Katie en la cárcel?
Whitey alzó un brazo y preguntó:
– ¿Está intentando negociar con nosotros, señor Marcus?
– ¿Negociar?
El rostro de Jimmy volvió a tener aquella expresión sin vida tan característica de los convictos.
– SÍ -comentó Whitey-, porque percibo cierto…
– ¿Percibe?
– … aire de amenaza en esta conversación.
– ¿De verdad? -preguntó con inocencia, pero con los ojos todavía inertes.
– Como si nos estuviera poniendo una fecha límite -añadió Whitey.
– El agente Devine acaba de prometerme que encontraría al asesino de mi hija. Sólo le estaba preguntando cuánto tiempo calculaba que tardaría en hacerlo.
– EI agente Devine -puntualizó Whitey- no está al cargo de esta investigación. Soy yo quien lo está. Y les aseguro, señor y señora Marcus, que conseguiremos la máxima pena para quienquiera que cometiera el asesinato. Pero lo último que queremos es que alguien piense que nuestro temor a que las bandas de los Savage y de O'Donnell se declaren la guerra pueda ser utilizado en nuestra contra. Creo que voy a arrestarles a todos por alteración del orden público y a olvidarme de los trámites burocráticos hasta que todo esto haya acabado.
Un par de bedeles pasaron por delante de ellos, bandejas en mano; La comida esponjosa que llevaban sobre las bandejas desprendía un Vapor grisáceo, Sean sentía que el aire estaba cada vez más viciado y que la noche se cerraba su alrededor.
– Bien entonces- dijo Jimmy con una amplia sonrisa.
– Entonces… ¿qué?
– Encuentren al asesino. Yo no interferiré en absoluto.- Se volvió hacia su mujer al tiempo que se ponía en pie y le ofrecía la mano. ¿Cariño?
– Señor Marcus -dijo Whitey.
Jimmy le miró mientras su mujer le cogía la mano y se levantaba.
– En e! piso de abajo hay un agente que les llevará a casa -anunció Whitey, mientras metía la mano en la cartera-. Si se les ocurre cualquier cosa, llámennos.
Jimmy cogió la tarjeta de Whitey y se la guardó en e! bolsillo trasero.
Annabeth parecía mucho menos estable de pie, como si tuviera las piernas repletas de líquido. Apretó la mano de su marido y la suya empalideció.
– Gracias -dijo a Sean y a Whitey en un susurro.
En aquel momento Sean vio cómo los estragos del día empezaban a aparecer en su cuerpo y en su rostro, revistiéndola poco a poco. La violenta luz del techo le iluminó la cara y Sean se imaginó la apariencia que tendría cuando fuera mayor: una mujer atractiva, cicatrizada por una sabiduría que nunca había pedido.
Sean no tenía ni idea de dónde procedían las palabras. Ni siquiera se dio cuenta de que estaba hablando hasta que oyó el sonido de su propia voz entrando en la fría cafetería.
– Intercederemos por ella, señora Marcus. Si les parece bien, así lo haremos.
Por un momento a Annabeth se le arrugó el rostro, y después inspiró aire y asintió repetidas veces, apoyada en su marido y flaqueando ligeramente.
– Sí, señor Devine, muy bien. De acuerdo.
Mientras atravesaban de nuevo la ciudad, Whitey le preguntó:
– ¿De qué va toda esa historia del coche?
– ¿Qué? -preguntó Sean.
– Marcus ha dicho que estuvisteis a punto de subir a no sé qué coche cuando erais pequeños.
– Nosotros… -Sean alargó la mano hacia e! salpicadero y ajustó el espejo lateral hasta que pudo ver con claridad la hilera de faros que brillaban detrás de ellos; borrosos puntos amarillos que rebotaban levemente en la noche, con un trémulo resplandor. – Nosotros… ¡Mierda! Bien, pues había un coche, Jimmy, un niño llamado Dave Boyle y yo, estábamos jugando delante de una casa. Debíamos tener unos once años. Bien, pues ese coche apareció en nuestra calle y se llevó a Dave Boyle.
– ¿Un secuestro?
Sean, sin apartar los ojos de aquellas luces vibrantes y amarillentas, asintió con la cabeza y añadió:
– Los tipos ésos se hicieron pasar por polis. Convencieron a Dave para que subiera al coche. Ni Jimmy ni yo subimos. A él lo retuvieron durante cuatro días. Después consiguió escapar y ahora vive en las marismas.
– ¿Llegaron a pillar a esos tíos?
– Uno de ellos murió, y al otro lo trincaron un año más tarde; se ahorcó en su propia celda.
– ¡Tío! -dijo Whitey-. Ojalá hubiera una isla, ¿sabes? Como en aquella vieja película de Steve McQueen en la que se hace pasar por francés y que todo el mundo tiene acento menos él. Es sólo Steve McQueen con un nombre francés. Al final salta por el acantilado con una balsa hecha de cocos. ¿La has visto alguna vez?
– No.
– Es una buena película. Si hubiera una isla sólo para violadores de niños y para los que se aprovechan de los más débiles, en la que les lanzaran comida desde el aire unas cuantas veces por semana, y en la que minaran toda el agua de los alrededores, nadie se escaparía. ¿Qué os han declarado culpables de un delito por primera vez? Pues que os jodan, porque vais a cumplir cadena perpetua en la isla. Lo sentimos mucho chicos, pero no podemos correr el riesgo de que envenenéis a nadie más. Porque es una enfermedad contagiosa, ¿sabes? Uno la contrae porque otra persona se la pasó. Entonces uno va y se la pasa a otro, como si de la lepra se tratara. Supongo que si les lleváramos a esa isla habría menos posibilidades de que contagiaran a otras personas. Cada generación, habría unos cuantos menos. Al cabo de unos cuantos cientos de años, podríamos convertir la isla en un Club Mediterranée o algo así-. Los niños oirían historias de esos tipos raros con la misma naturalidad que las que ahora les cuentan de fantasmas, como si fuera algo de lo que, no sé, de lo que ya nos hubiéramos desprendido a causa de la evolución de la especie.
– ¡Caramba sargento, que filosófico se ha vuelto de repente!- exclamó Sean.
Whitey hizo una mueca y subió por la rampa de la autopista.
– A su amigo Marcus -dijo Whitey- tan pronto como le puse los ojos encima supe que había estado en la cárcel. Nunca se liberan de esa tensión, ¿sabes? A menudo es una tensión que se les pone en los hombros. Si uno se pasa dos años vigilándose la espalda, cada segundo de todos esos días, la tensión se ha de notar en alguna parte.