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– Acaba de perder a su hija, hombre. Tal vez sea eso lo que le haga tensar tanto los hombros.

Whitey negó con la cabeza y replicó:

– No. Eso le provoca nervios en el estómago. ¿No te has dado cuenta de que no paraba de hacer muecas? Era debido a que esa pérdida se le había aposentado en el estómago y se le estaba volviendo ácida. Lo he visto un millón de veces. Sin embargo, la tensión de los hombros es consecuencia de la cárcel.

Sean apartó la mirada del espejo retrovisor y, durante un rato, estuvo observando las luces del otro lado de la autopista. Iban hacia ellos como ojos bala, y corrían a gran velocidad como las líneas borrosas de la misma autopista, desdibujándose y formando un todo. Sentía el peso de la ciudad a su alrededor: los rascacielos, las viviendas, los altos edificios de oficinas y los aparcamientos, los estadios, las salas de fiesta y Ias iglesias; sabía que si una de esas luces se apagaba, nada cambiaría, y que si aparecía un nuevo halo de luz, nadie notaría la diferencia. Sin embargo, latían, brillaban, relucían, resplandecían y se te quedaban mirando, tal y como les estaba pasando en ese mismo momento: miraban fijamente a sus propias luces, a medida que avanzaban a toda prisa por la autopista, tan sólo un par más de luces amarillas y rojas que se desplazaban entre un torrente de otras luces, también amarillas y rojas, que avanzaban a toda velocidad a través de un crepúsculo ordinario de domingo.

– ¿Hacia dónde iban?

– Hacia las luces apagadas, tonto. Hacia los cristales rotos.

Después de medianoche, cuando Annabeth y las chicas se fueron finalmente a dormir y después de que Celeste, la prima de Annabeth, que había ido a verles tan pronto como se había enterado, se quedara medio dormida en el sofá, Jimmy fue al piso de abajo y se sentó en el porche delantero del edificio de tres plantas que compartían con los hermanos Savage

Se IIevó con él el guante de Sean e intentó ponérselo a pesar de que el dedo pulgar no le cabía y de que la base del guante sólo le entraba hasta la mitad de la palma de la mano, Se sentó y contempló los cuatro carriles de la avenida Buckingham; lanzó la pelota contra la cincha del guante, y el suave sonido que hizo al golpear contra el cuero le tranquilizó.

A Jimmy siempre le había gustado sentarse allí fuera de noche. Las tiendas que se alineaban a lo largo de la avenida estaban cerradas y prácticamente a oscuras. De noche, se hacía un silencio en una zona en la que de día, había una gran actividad comercial; era un silencio diferente a cualquier otro. El ruido que a menudo reinaba durante el día no desaparecía del todo, sino que tan sólo era absorbido y retenido, como si de un par de pulmones se tratara, a la espera de ser expulsado de nuevo. Confiaba en aquel silencio, y le alegraba, ya que anticipaba el regreso del ruido, aunque lo mantuviera cautivo, Jimmy no se podía imaginar viviendo en el campo, donde el silencio era el ruido, y donde el silencio era delicado y se desvanecía con tan sólo tocarlo.

Sin embargo, le gustaba ese silencio, esa bulliciosa tranquilidad. Hasta entonces, la noche le había parecido muy ruidosa y muy intensa a causa de las voces y de los lloros de su esposa e hijas. Sean Devine había enviado a dos detectives, Brackett y Rosenthal, para que examinaran el dormitorio de Katie. Mantenían la mirada baja y se sentían incómodos; además, no paraban de susurrar disculpas a Jimmy, mientras inspeccionaban los cajones, el colchón y el hueco de debajo de la cama. Jimmy tan solo deseaba que lo hicieran lo más rápido posible y que no le dijeran nada. Al final, no encontraron nada extraño, a excepción de setecientos dólares en billetes nuevos en el cajón de los calcetines de Katie. Se los mostraron a Jimmy junto con su cartilla del banco -en la que habían estampado ANULADA-, pues habían sacado todo el dinero el viernes por la tarde.

Jimmy no supo qué responderles a aquello. Para él también fue una sorpresa. Pero en vista de todas las demás sorpresas del día, le afectó muy poco. No hizo más que aumentar su embotamiento.

Podríamos matarle.

Val apareció en el porche y entregó una cerveza a Jimmy. Se sentó junto a él, con los pies descalzos sobre los escalones

– ¿O´Donnell?

Val asintió con la cabeza y declaro

·-Me gustaría hacerlo, ¿sabes, Jim?

– ¿Crees que fue él el que mató a Katie?

Val hizo un gesto de asentimiento y apuntó:

– Si no fue él, contrató a alguien para que lo hiciera, ¿no crees? Las amigas de Katie son de la misma opinión. Me han dicho que Roman se les acercó en uno de los bares en los que estuvieron y que amenazó a Katie.

– ¿Amenazó?

– Bien, que le dio un poco la lata, como si aún fuera novia de O´Donnell. ¡Vamos, Jimmy! Tuvo que ser Bobby.

– Aún no estoy seguro -dijo Jimmy.

– ¿Y qué harás cuando lo estés?

Jimmy dejó el guante de béisbol en el escalón que había a sus pies y abrió la cerveza. Bebió un sorbo largo y lento, y respondió:

– Pues tampoco lo sé.

14. NUNCA MÁS VOLVERÉ A SENTIR LO MISMO

Sean, Whitey Powers, Souza y Connolly, otros dos miembros del Departamento de Homicidios del Estado, Brackett y Rosenthal, más una legión de policías y de técnicos de la Policía Científica pasaron la noche entera y parte de la mañana estudiando el caso con todo detalle. Habían analizado cada hoja del parque en busca de pruebas. Habían gastado libretas con diagramas e informes de campo. Los poIicías habían entrevistado a todos los ocupantes de las casas desde las que se podía acceder a pie desde el parque; asimismo, habían llenado una furgoneta entera con todos los vagabundos del parque y con los restos de los cartuchos de la calle Sydney. Buscaron dentro de la mochila que habían encontrado en el coche de Katie Marcus y encontraron las cosas habituales, a excepción de un folleto turístico de Las Vegas y de una lista de hoteles de dicha ciudad en papel amarillo a rayas.

Whitey le mostró el folleto a Sean, soltó un silbido, y exclamó:

– ¡Esto sí que es una pista! ¡Vayamos a hablar con sus amigas!

Eve Pigeon y Diane Cestra, tal vez las dos últimas personas honradas que, según el padre de Katie, vieron a su hija con vida por última vez, parecían haber recibido un golpe en la nuca con la misma pala. Whitey y Sean las interrogaron con suavidad entre el constante torrente de lágrimas que bajaba por sus mejillas. Las chicas les dieron todo tipo de detalles sobre lo que hicieron en la última noche de vida de Katie; les dieron una lista de todos los bares en que habían estado, junto con la hora aproximada en la que habían entrado y salido, pero cuando empezaron a hacerles preguntas de tipo personal, tanto Sean como Whitey tuvieron la sensación de que les estaban ocultando información, ya que se intercambiaban miradas antes de contestar y daban respuestas vagas, mientras que antes les habían respondido con precisión.

– ¿Salía con alguien?

– No, con regularidad, no.

– ¿Y de vez en cuando?

– Bueno…

– ¿Sí?

– La verdad es que no nos tenía muy informadas sobre ese tipo de cosas.

– Diane, Eva… Katie era vuestra mejor amiga desde el jardín de infancia. ¿Cómo me voy a creer que nos os contaba si salía con alguien?

– Era muy reservada.

– Sí, eso es. Katie era muy reservada, señor.

Whitey, intentando llegar hasta ellas de otro modo, les preguntó:

– ¿No salisteis a celebrar nada especial ayer por la noche? ¿Nada fuera de lo corriente?

– No.

– ¿No tenía planes de abandonar la ciudad?

– ¿Cómo? No.

– ¿No? Diane, hemos encontrado una mochila en el maletero del coche. Dentro había folletos de Las Vegas. ¿Qué? ¿Los llevaba de un Iado a otro para mostrárselos a alguien?

– Tal vez. No lo sé.

El padre de Eve empezó a hablar inesperadamente:

– Cariño, si piensas que algo podría ser de ayuda, haz el favor de empezar a contarlo. ¡Por el amor de Dios, estamos hablando del asesino de Katie!

Aquel comentario hizo que las chicas empezaran a derramar un nuevo torrente de lágrimas y que ya no pudieran seguir interrogándolas; comenzaron a gemir, a abrazarse una a la otra y a temblar, con la boca un poco abierta y ovalada en la pantomima de dolor que Sean había visto tantas y tantas veces, el momento en el que, tal y como lo denominaba Martin Friel, el dique se desbordaba y la gente asumía que nunca más volvería a ver a la víctima. En momentos como ésos, no se podía hacer nada, a excepción de observar o marcharse.