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Intentó llamar su atención y sonreirle, para hacerle saber que mientras ella siguiera allí dentro no estaría solo. Pero un grupo de gente se detuvo bajo el arco abierto que separaba el comedor de la sala de estar, y Celeste lo perdió de vista.

A menudo, era al estar rodeado de un grupo de gente cuando uno se daba cuenta de lo poco que veía o del poco tiempo importante que pasaba con la persona que amaba y con la que vivía. Aquella semana casi no había visto a Dave, a excepción del sábado por la noche en el suelo de la cocina después de que estuvieran a punto de atracarle. y casi no le había visto desde que Theo llamara el día anterior a las seis de la tarde para decirle: «Cariño, tengo malas noticias para ti. Katie está muerta».

– No es posible, tío Theo -fue la primera reacción de Celeste.

– Cielo, no sabes lo que me está costando decírtelo. Pero lo está.

A la pobre chica la han asesinado. -¡Asesinado!

– La encontraron muerta en el Pen Park.

Celeste había echado un vistazo al televisor que había sobre la encimera de la cocina y había visto que era la noticia más importante del telediario de las seis; aún la estaban retransmitiendo en directo y desde la cámara del helicóptero se veía cómo las fuerzas policiales se reunían a un extremo de la pantalla del autocine. Los periodistas, que aún no sabían el nombre de la víctima, confirmaron que se había encontrado el cadáver de una mujer joven.

Katie, no. No, no, no.

Celeste había dicho a Theo que se dirigiría a casa de Annabeth de inmediato, y allí es donde había estado desde que la llamaran por teléfono, a excepción de una corta siesta que se había echado en su propia casa entre las tres y las seis de aquella misma mañana.

y con todo, no se lo podía acabar de creer. Ni siquiera después de todo lo que había llorado con Annabeth, Nadine y Sara. Ni siquiera después de haber sostenido a Annabeth en el suelo de la sala de estar durante esos cinco minutos en que su prima no había dejado de temblar con violencia presa de fuertes espasmos. Ni siquiera después de haberse encontrado a Jimmy de pie en la oscuridad del dormitorio de Katie, con la almohada de su hija contra el rostro, sin llorar, sin hablar, sin hacer ningún tipo de ruido; estaba allí de pie con la almohada apretada contra la cara, aspirando el olor del pelo y de las mejillas de su hija, una y otra vez. Inspiraba, espiraba. Inspiraba, espiraba…

Ni siquiera después de todo aquello se lo acababa de creer. Tenía la sensación de que Katie podría entrar por la puerta en cualquier momento y de que, plantándose en medio de la cocina, cogería un trozo de tocino de la bandeja del horno sin hacer ruido. Katie no podía estar muerta. Era imposible.

Aunque sólo fuera por esa cosa, esa cosa ilógica clavada en el recoveco más oculto del cerebro de Celeste, esa cosa que había sentido al ver el coche de Katie en las noticias y que le hacía pensar, sin ningún tipo de lógica, que sangre equivalía a Dave.

En ese momento sentía a Dave al otro lado de la multitud de la sala de estar. Sentía su soledad y sabía que su marido era un buen hombre. Con sus defectos, pero bueno. Ella le amaba, y si ella le amaba eso significaba que él era bueno, y si él era bueno, entonces la sangre del coche de Katie no podía guardar ninguna relación con la sangre que ella misma había limpiado de la ropa de Dave el sábado por la noche. Así pues, de algún modo, Katie aún debía de estar viva, porque todas las demás alternativas eran horripilantes.

E ilógicas. Mientras se dirigía de nuevo hacia la cocina en busca de más comida, Celeste tenía la certeza de que eran completamente ilógicas.

Estuvo a punto de toparse con Jimmy y su tío Theo que arrastraban una nevera por el suelo de la cocina en dirección al comedor; en el último instante, Theo se apartó de en medio y exclamó:

– ¡Ten cuidado con esta mujer, Jimmy, pues va a toda prisa! Celeste sonrió con cierto recato, de la forma en que el tío Theo esperaba que las mujeres sonrieran, e intentó olvidarse de la sensación que siempre había tenido cuando el tío Theo la miraba, una sensación que experimentaba desde los doce años y que la provocaba el hecho de que él la mirara con demasiada atención.

Arrastraron la enorme nevera hacia delante, y formaban una pareja muy extraña: Theo, coloradote, con un cuerpo y una voz potentes; Jimmy, tranquilo, de piel clara y tan carente de grasa o de cualquier indicio de exceso que siempre daba la impresión de que acababa de regresar de un campamento militar. Apartaron a la multitud que se arremolinaba junto a la puerta de la entrada a medida que colocaban la nevera al Iado de la mesa que habían apoyado contra la pared del comedor; Celeste se percató de que la sala entera se dio la vuelta para observar cómo la ponían bajo la mesa, como si la carga que compartían ya no fuera de repente una descomunal nevera de plástico duro de color rojo, sino la hija que Jimmy enterraría aquella misma semana, la hija que les había llevado a todos ellos hasta allí para verse, comer y ver si tendrían la valentía de pronunciar su nombre.

La gente les observaba apila bar las neveras una junto a la otra y abrir camino entre la n1ultitud de la sala de estar y del comedor; Jimmy, que estaba comprensiblemente apagado, se detenía delante de cada uno de los invitados para darles las gracias con una emoción casi efusiva y con un buen apretón de manos; Theo seguía siendo aquel individuo tempestuoso que se regía por las fuerzas de la naturaleza; todos empezaron a comentar lo amigos que se habían hecho a lo largo de los años, al ver cómo se desplazaban a través del cuarto como si fueran un verdadero tándem padre-hijo.

Cuando Jimmy se casó con Annabeth, nadie se lo podría ha ber llegado a imaginar. Por aquel entonces, Theo no era precisamente famoso por su amabilidad. Era un borracho y un alborotador; un hombre que para complementar los ingresos que hacía con el taxi de noche trabajaba como gorila en un lugar peligroso, y realmente disfrutaba con su trabajo. Era sociable y sonreía a menudo, pero esos alegres apretones de manos siempre eran desafiantes, y su forma de reír tenía cierto aire de amenaza.

En cambio, desde que saliera de Deer Island, Jimmy siempre se había comportado de un modo tranquilo y serio. Era amable, pero de forma reservada, y en las reuniones siempre tendía a quedarse en un rincón. Era el tipo de hombre que cuando decía algo, todo el mundo le escuchaba. Debido a que hablaba tan poco, uno acababa por preguntarse cuándo hablaría y, si lo hacía, qué diría.

Theo era divertido, aunque no caía muy simpático. Jimmy caía muy bien, pero no era especialmente divertido. Lo último que la gente se habría podido imaginar es que esos dos se hicieran amigos. Pero ahí estaban: Theo observaba la espalda de Jimmy con mucha atención por si en cualquier momento perdía el equilibrio y hacía falta sostenerle, y así evitar que se diera de bruces en el suelo; de vez en cuando, Jimmy se detenía para decir algo al descomunal nervio que Theo tenía por oreja antes de seguir avanzando entre la multitud. Amigos Íntimos, decía la gente. Eso es lo que parecían, amigos Íntimos.

Como ya se acercaba el mediodía, de hecho, eran las once, la mayoría de la gente que pasaba por la casa llevaba bebidas alcohólicas en vez de café, y carne en lugar de dulces. Cuando el frigorífico estuvo lleno, Jimmy y Theo Savage se fueron a buscar más neveras y más hielo al piso de la tercera planta, el que Val compartía con Chuck, Kevin, y la mujer de Nick, Elaine; ésta vestía de negro, bien porque se considerara viuda hasta que Nick saliera de la cárcel, o porque, según decían algunos, simplemente le gustaba el color negro.

Theo y Jimmy encontraron dos neveras en la despensa de al lado de la secadora y varias bolsas de hielo en el congelador. Llenaron las neveras, tiraron las bolsas de plástico a la basura, y cuando ya estaban saliendo de la cocina Theo exclamó:

– ¡Eh, espera un momento, Jim! Jimmy miró a su suegro.

Theo, señalando una silla, le indicó: -Siéntate.

Jimmy colocó la nevera junto a la silla, se sentó y esperó a que Theo iniciara la conversación. Theo Savage había criado a siete hijos en aquel mismo piso, un pequeño piso de tres habitaciones con suelos inclinados y ruidosas tuberías. Una vez, Theo contó a Jimmy que se imaginaba que eso quería decir que nunca más tendría que disculparse por nada en lo que le quedaba de vida. «Siete hijos -le había dicho a Jimmy-, con sólo dos años de diferencia entre ellos, gritando a todo pulmón en ese piso de mierda. La gente solía hablar de los encantos de la paternidad. Pero cuando yo llegaba a casa del trabajo y oía todo ese ruido, lo único que podía exclamar era: ¡Que me los muestren, joder! Yo nunca le ví el encanto, sólo tuve muchos dolores de cabeza. Muchísimos.»