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Jimmy sabía por Annabeth que cuando su padre llegaba a casa para encontrarse con esos dolores de cabeza, sólo se quedaba allí el rato que tardaba en comerse la cena; luego se marchaba de nuevo. y Theo había contado a Jimmy que nunca había perdido muchas horas de sueño por criar a sus hijos. Casi todos habían sido chicos y, según Theo, los chicos eran muy fáciles de criar; si uno les daba de comer, les enseñaba a pelear y a jugar a pelota, lo demás venía solo. Todos los mimos que necesitaban los obtenían de su madre, y sólo buscaban a su padre cuando necesitaban dinero para comprarse un coche o que alguien les pagara la fianza. Era a las hijas a las que uno acababa malcriando, había dicho a Jimmy.

– ¿Es así cómo lo define? -preguntó Annabeth cuando Jimmy se lo contó.

A Jimmy no le habría importado qué tipo de padre había sido Theo si éste no aprovechara cualquier oportunidad para echarles en cara, a él y a Annabeth, lo mal que lo hacían como padres, mientras les decía con una sonrisa y sin ningún ánimo de ofender, faltaría más, que él no permitiría que un hijo suyo siempre se saliera con la suya.

Jimmy a menudo asentía, le daba las gracias y lo pasaba por alto. En aquel momento, mientras Theo se sentaba en una silla delante de él y miraba hacia el suelo, Jimmy descubría de nuevo ese brillo de hombre sabio en sus ojos. Al oír el clamor de pies y de voces procedentes del piso de abajo, le dedicó una triste sonrisa y dijo:

– Parece ser que sólo ves a tu familia y a tus amigos en las bodas y en los velatorios. ¿No es así, Jim?

– Así es -respondió Jimmy, intentando liberarse aún de la sensación que lo acompañaba desde las cuatro de la tarde del día anterior; la sensación de que su verdadero ser se cernía por encima de su cuerpo, flotando por el aire con movimientos algo frenéticos, intentando encontrar un camino de vuelta a su propia piel antes de que se cansara de todo ese aleteo, y cayera, como una piedra, dentro del negruzco centro de la tierra.

Theo apoyó las manos sobre sus rodillas y se quedó mirando a Jimmy hasta que éste alzó la cabeza y le miró a los ojos.

– ¿ Cómo lo llevas por el momento? Jimmy se encogió de hombros y respondió:

– Aún no me lo acabo de creer.

– Cuando lo hagas, será muy doloroso, Jim.

– Ya me lo imagino.

– Muchísimo. Yate lo aseguro yo.

Jimmy volvió a encogerse de hombros y sintió cómo cierto indicio de emoción, ¿ de ira, tal vez?, brotaba desde la mismísima boca de su estómago. Eso era precisamente lo que más necesitaba en ese momento: que Theo Savage le hiciera un discurso apasionado sobre el dolor. ¡Mierda!

Theo, inclinándose hacia delante, prosiguió:

– Cuando se murió mi Janey, y que Dios la bendiga, Jim, tardé seis meses en recuperarme. Mi hermosa mujer estaba aquí y, de repente, al día siguiente había desaparecido -hizo castañetear sus gruesos dedos-. Ese día Dios ganó a un ángel y yo perdí a una santa. Pero, gracias a Dios, los hijos ya eran mayores. Lo que te quiero decir es que pude pasarme seis meses llorando su pérdida. Me pude permitir ese lujo. Sin embargo, Jim, tú no puedes.

Theo se recostó en la silla y Jimmy volvió a notar esa sensación de burbujeo. Hacía más de diez años que Janey Savage había muerto, y Theo le había dado a la botella durante mucho más de seis meses. Más bien fueron dos años. Le había dado a la bebida casi toda la vida, pero cuando Janey murió, aún bebió mucho más. Cuando Janey vivía, le había prestado la misma atención que a un trozo de pan seco.

Jimmy aguantaba a Theo porque no le quedaba más remedio; después de todo, era el padre de su mujer. Visto desde fuera, seguro que parecían amigos. Tal vez Theo pensara que lo fueran. Y la edad había enternecido a Theo hasta tal extremo que amaba a su hija abiertamente y malcriaba a sus nietos. Sin embargo, una cosa era no juzgar a un tipo por sus pecados pasados, y otra muy diferente era tener que aguantar sus canse] os.

– ¿Entiendes lo que te quiero decir? -le preguntó Theo-. Asegúrate de que tu dolor no se convierta en indulgencia, Jim, y de que no te haga abandonar tus responsabilidades familiares.

– Mis responsabilidades familiares -repitió Jimmy.

– Sí, debes cuidar de mi hija y de esas pequeñas niñas. En este momento deben ser lo más importante para ti.

– jAjá! -contestó Jimmy-. ¿Qué te ha hecho pensar que iba a olvidarme, Theo?

– No he dicho que fueras a hacerlo, sino que podría pasarte. Eso es todo.

Jimmy observó la rótula izquierda de Theo e, imaginándose que estallaba en un baño de sangre, dijo: -Theo.

– Sí, Jim.

Jimmy vio cómo la otra rótula saltaba por los aires y, dirigiendo la mirada hacia los codos, le preguntó:

– ¿No crees que podríamos haber mantenido esta conversación un poco más adelante?

– Es mucho mejor tenerla ahora.

Theo se rió con su característica estridencia, aunque con cierto aire de advertencia.

– ¿Mañana, por ejemplo? -Jimmy apartó la vista de los codos de Theo y la alzó hasta sus ojos-. ¿No crees que mañana habría estado bien, Theo?

– ¿Qué te acabo de decir, Jimmy? -Theo se estaba enfadando. Era un hombre corpulento de temperamento violento; Jimmy era consciente de que eso asustaba a mucha gente, veía el miedo en los rostros de la calle, pero él se había acostumbrado a ello y lo había confundido por respeto-o Tal y como yo lo veo, no existe el momento ideal para mantener esta conversación, ¿no crees? Por lo tanto, he pensado que cuanto antes la tuviéramos, mejor.

– Claro -asintió Jimmy-. Como has dicho antes, mucho mejor tenerla ahora, ¿ no es así?

– Así es. Buen chico. -Theo le dio una palmadita en la rodilla y se puso en pie-o Lo superarás, Jimmy. Saldrás adelante. Será muy doloroso, pero lo conseguirás. Porque eres un hombre de verdad. El día de vuestra boda dije a Annabeth: «Cariño, te llevas a un auténtico hombre de la vieja escuela. Un tipo perfecto. Un campeón. Un tipo que…»

– Como si la hubieran puesto en una bolsa -dijo Jimmy.

– ¿ Cómo dices?

Theo se lo quedó mirando.

– Ésa es la sensación que tuve ayer por la noche cuando identifiqué a Katie en el depósito de cadáveres. Como si alguien la hubiera metido en una bolsa y la hubieran golpeado con un tubo de metal.

– Sí, bien, no permitas que…

– Ni siguiera hubiera podido ver de la raza que era, Theo. Podría haber sido negra, podría haber sido puertorriqueña, como su madre. Podría haber sido árabe. Sin embargo, no parecía blanca -Jimmy se contempló las manos, entrelazadas entre las rodillas, y se percató de unas manchas en el suelo de la cocina, una de color marrón, de mostaza' junto a su pie izquierdo, junto a la pata de la mesa-. Janey murió mientras dormía, Theo. Con el debido respeto y todo eso, pero es así. Se fue a dormir y nunca se despertó. De forma tranquila.

– No es necesario hablar de Janey, ¿de acuerdo?

– Sin embargo, a mi hija la han asesinado. No es lo mismo.

Durante un momento, la cocina estuvo en silencio; en realidad, zumbaba de silencio, de ese modo peculiar en que suena un piso vacío cuando el de abajo está abarrotado de gente, y Jimmy se preguntaba si Theo sería lo bastante estúpido para continuar hablando. «Venga, Theo, di alguna tontería. Tengo el estado de ánimo perfecto para eso, como si necesitara librarme de esa sensación de burbujeo y pasársela a cualquier otra persona.»

– Mira, lo comprendo -dijo Theo, y Jimmy dejó escapar un suspiro por la nariz-. Lo comprendo, Jim, pero no hace falta que…