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– Encantado de conocerle -dijo Michael.

– El placer es mío, Michael. -Sean estrechó la mano de Michael y después se levantó y miró a Dave-. ¡Un chico muy majo, Dave! ¿Cómo está Celeste?

– Muy bien.

Dave intentó recordar el nombre de la mujer con la que Sean se había casado, pero sólo recordaba que la había conocido en la universidad. ¿Laura? ¿Erin?

– Salúdala de mi parte, ¿quieres?

– Por supuesto. ¿Aún sigues en la policía estatal?

Dave entornó los ojos en el momento en que el sol salía de detrás de una nube y reverberaba con fuerza en el resplandeciente maletero negro del sedán oficial.

– Sí -contestó Sean-. De hecho, te presento al sargento Powers, Dave. Mi jefe. Del Departamento de Homicidios de la Policía del Estado.

Dave estrechó la mano del sargento Powers, y la palabra quedó entre ellos, flotando en el aire. Homicidio.

– ¿Cómo está?

– Bien, señor Boyle. ¿Y usted?

– Bien.

– Dave -dijo Sean-, si tienes un momento libre, nos encantaría hacerte un par de preguntas rápidas.

– Por supuesto. ¿Qué pasa?

– ¿Qué le parece si vamos dentro?

El sargento Powers inclinó la cabeza hacia la puerta principal de la casa de Dave.

– ¡Sí, claro! -Dave volvió a coger a Michael de la mano-. Síganme.

Cuando pasaban por delante de la casa de McAllister en dirección a las escaleras, Sean comentó:

– He oído decir que, incluso aquí, los precios del alquiler han subido mucho.

– Incluso aquí -repitió Dave-. Parece que quieran convertirlo en un barrio similar al de la colina, con una tienda de antigüedades en cada esquina.

– Si, la colina -dijo Sean con una risa sofocada- ¿Recuerdas la casa de mi padre? Ahora es un bloque de pisos.

– ¡No puede ser! -exclamó Dave-. ¡Con lo bonita que era!

– Evidentemente la vendió antes de que los precios se pusieran por las nubes.

– ¡Y ahora es un bloque de pisos! -se lamentó Dave, mientras la voz le resonaba en la estrecha escalera. Negó con la cabeza-. Estoy seguro de que los ejecutivos que lo compraron sacan por cada piso la misma cantidad por la que se la vendió tu padre.

– Sí, más o menos -respondió Sean-. Pero ¿qué se puede hacer?

– No lo sé. Pero debe de haber alguna manera de detener a esa gente. Devolverles al lugar que les corresponde a ellos y a sus malditos teléfonos móviles. Sean, el otro día un amigo mío me dijo: «Lo que este barrio necesita es una buena oleada de delitos, joder». -Dave se rió-. «Eso haría que los precios de compra, y con ello también los de alquiIer, volvieran al nivel que les pertenece.»

– Si siguen asesinando a chicas en el Pen Park, señor Boyle, es posible que su deseo se haga realidad -apuntó el sargento Powers.

– No es mi deseo en absoluto -replicó Dave.

– Ya me lo imagino -dijo el sargento Powers.

– Papá, has dicho la palabra esa que empieza por «j» -dijo Michael.

– Lo siento, Mike. No volverá a suceder -guiñó el ojo a Sean por encima del hombro mientras abría la puerta de la casa.

– ¿Está su mujer en casa, señor Boyle? -le preguntó el sargento Powers mientras entraban.

– ¿Eh? No, no está. Mike, ahora vete a hacer los deberes, ¿de acuerdo? De aquÍ a un rato tenemos que ir a casa del tío Jimmy y de la tía Annabeth.

– ¡Venga! Yo…

– Mike -repitió Dave mirando a su hijo-. Haz el favor de irte arriba. Estos hombres y yo tenemos que hablar.

Michael adoptó esa expresión de abandono que los niños suelen poner cada vez que se sienten excluidos de las conversaciones de los mayores; se dirigió hacia las escaleras, con los hombros caídos y arrastrando los pies como si tuviera bloques de hielo atados a los tobillos. Soltó el suspiro que había aprendido de su madre y comenzó a subir las escaleras.

– Debe ser algo generalizado -comentó el sargento powers mientras tomaba asiento en el sofá de la sala de estar.

– ¿El qué?

– Ese gesto de los hombros. Cuando tenía su edad, mi hijo solía hacer lo mismo cada vez que lo mandábamos a dormir.

– ¿De verdad? -exclamó Dave; luego se sentó en el canapé que había al otro lado de la mesa auxiliar.

Durante un minuto más o menos, Dave observó a Sean y al sargento Powers, mientras éstos le miraban a él; los tres tenían las cejas alzadas y estaban a la espera.

– ¿Te has enterado de lo de Katie Marcus? -le preguntó Sean.

– Por supuesto -contestó Dave-. Esta misma mañana he estado en su casa y Celeste aún está allí. ¡Santo cielo, Sean! ¿Qué puedo decir? Es el más terrible de los crímenes.

– Lo ha definido muy bien -apuntó el sargento Powers.

– ¿Ya han cogido al responsable? -preguntó Dave.

Se frotó el puño derecho hinchado con la palma de su mano izquierda, y al darse cuenta de lo que estaba haciendo, se inclinó hacia atrás y se metió ambas manos en los bolsillos, intentando parecer tranquilo.

– En ello estamos. No le quepa ninguna duda, señor Boyle.

– ¿Cómo lo lleva Jimmy? -preguntó Sean.

– Es difícil de decir.

Dave miró a Sean, contento de desviar la mirada de la del sargento Powers; había algo en el rostro de aquel hombre que no le gustaba: la forma que tenía de observar, como si pudiera verte las mentiras, todas y cada una de ellas desde la primera que uno había dicho en esta maldita vida.

– Ya sabes cómo es Jimmy -apuntó Dave.

– Realmente, no. Ya no lo sé.

– Bien, aún se lo guarda todo para él -dijo Dave-. No hay forma de adivinar lo que en realidad le pasa por la cabeza.

Sean hizo un gesto de asentimiento y añadió:

– El motivo de nuestra visita, Dave…

– La vi -declaró Dave-. No sé si lo sabíais.

Miró a Sean y éste separó las manos, expectante.

– La noche -prosiguió Dave-, supongo que fue la misma noche en que murió, la vi en el McGills.

Sean y el policia intercambiaron una mirada; luego Sean se inclinó hacia delante y, mirando a Dave con una expresión amistosa, le dijo:

– Sí, bien, Dave, en realidad eso es lo que nos ha traído hasta aquí. Tu nombre aparecía en la lista de gente que se encontraba esa noche en el McGills; nos la facilitó el camarero, que hizo un esfuerzo por recordar lo que había visto. Nos han dicho que Katie montó un buen espectáculo.

Dave asintió con la cabeza y dijo:

– Ella y una amiga suya se pusieron a bailar encima de la barra.

– Iban bastante borrachas, ¿no es verdad? -preguntó el policía.

– Sí, pero…

– Pero ¿qué?

– Era una borrachera inofensiva. Bailaban, pero no se estaban quitando la ropa ni nada de eso. No sé, supongo que con diecinueve años… ¿Entienden lo que les quiero decir?

– El hecho de que tuvieran diecinueve años y que les sirvieran en un bar implica que ese bar pierde el permiso de vender bebidas alcohólicas durante una temporada -dijo el sargento Powers.

– ¿Usted nunca lo hizo?

– ¿El qué?

– ¿Beber antes de los veintiuno?

El sargento Powers sonrió, y la sonrisa se quedó grabada en el cerebro de Dave de la misma forma que lo habían hecho sus ojos, como si cada milímetro de aquel tipo le estuviera escudriñando.

– ¿A qué hora cree que se marchó del McGills, señor Boyle?

Dave se encogió de hombros y respondió:

– A eso de la una.

El sargento Powers lo apuntó en la libreta que sostenía encima de las rodillas.

Dave miró a Sean.

– Sólo intentamos poner los puntos sobre las íes, Dave -aclaró Sean-. Estabas con Stanley Kemp, ¿no es así? ¿Stanley el Gigante?

– Así es.

– A propósito, ¿cómo está? Me han dicho que su hijo contrajo alguna especie de cáncer.

– Leucemia -contestó Dave-. Hará un par de años. Murió a los cuatro años de edad.

– ¡Qué horror! -exclamó Sean-. ¡Mierda! ¡Nunca se sabe! Es como si en un momento dado todo fuera viento en popa, y un minuto después, al doblar la esquina, uno pudiera contraer una extraña enfermedad en el pecho y morir cinco meses después. ¡Este mundo en el que vivimos!