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– Ahora es policía. De hecho, es el que se ocupa de investigar el… asunto de Katie. Bueno, es el que lleva el caso, como dicen ellos.

– Sí -asintió Dave-. Han pasado a verme.

– ¿De verdad? -preguntó Jimmy-. ¿Por qué ha ido a verte, Dave?

Dave, haciendo un esfuerzo para que pareciera natural y espontáneo, respondió:

– Porque me encontraba en el McGills el sábado por la noche. Katie estaba allí. Sean vio mi nombre en la lista de gente que había estado ese día en el bar.

– Katie estaba allí -repitió Jimmy, alejando la mirada y empequeñeciendo los ojos-. ¿Viste a Katie el sábado por la noche, Dave? ¿A mi Katie?

– Sí, Jim. Lo que te quiero decir es que yo estaba allí y ella también. Después se marchó con sus dos amigas y…

– ¿Con Diane y Eve?

– Sí, esas chicas con las que siempre salía. Se marcharon y eso fue todo.

– Eso fue todo -repitió Jimmy, con la mirada perdida.

– Bien, eso es todo lo que sé. Mi nombre aparecía en la lista.

– Sí, ya lo has dicho antes. -Jimmy sonrió, pero no a Dave, sino a algo que debía de haber visto al mirar a lo lejos-. Esa noche, ¿llegaste a hablar con ella?

– ¿Con Katie? No, Jim. Estaba viendo el partido con Stanley el Gigante. Sólo la saludé desde lejos y cuando volví a levantar la cabeza ya se había marchado.

Jimmy permaneció en silencio un momento, inspirando aire por la nariz y haciendo repetidos gestos de asentimiento con la cabeza. Al cabo de un rato, se volvió hacia Jimmy, le dedicó una pequeña sonrisa, y,dijo:

– Está bien.

– ¿El qué? -preguntó Dave.

– Estar aquí afuera sentado. Sentado sin hacer nada.

– ¿Sí?

– Sí, simplemente sentarse y observar al vecindario -manifestó Jimmy-. Uno se pasa la vida arriba y abajo a causa del trabajo, los hijos y todo lo demás y excepto cuando duermes, nunca tienes tiempo de bajar el ritmo. Por ejemplo, hoy, un día muy poco corriente, aún tengo que ocuparme de ciertos detalles. Tengo que llamar a Pete y a Sal y asegurarme de que van a encargarse de la tienda. Tengo que ocuparme de asear y vestir a las niñas cuando se despierten, vigilar que mi mujer no se venga abajo -le dedicó una sonrisa un tanto extraña y se inclinó hacia delante, balanceándose un poco, con las manos muy juntas-. Tengo que estrechar manos, aceptar pésames, hacer sitio en la nevera para toda esa comida y las cervezas, aguantar a mi suegro, y después tengo que llamar a la oficina del forense para saber cuándo nos entregarán el cadaver de mi hija, puesto que debo hacer los preparativos con la funeraria Reed y con el padre Vera de Santa Cecilia, encontrar a un proveedor para el velatorio y una sala para después del funeral y…

– Jimmy -sugirió Dave-, nosotros podemos encargarnos de algunas de esas cosas.

Sin embargo, Jimmy siguió hablando, como si Dave ni siquiera estuviera allí.

– … no puedo meter la pata, no puedo permitirme el lujo de cagarla, porque sería como si ella muriera de nuevo y, de aquí a diez años, lo único que la gente recordaría es que su funeral fue un desastre, y no puedo permitir que nadie se lleve esa impresión, ¿sabes?, porque si algo se puede decir de ella desde que tenía unos seis años, es que era muy aseada, que se ocupaba de su ropa; y sí, está bien, salir aquí afuera y quedarse sentado, sin hacer nada más que contemplar el barrio e Intentar pensar en algo relacionado con Katie que me haga llorar, porque, te juro, Dave, que el hecho de no haber llorado aún está empezando a mosquearme; se trata de mi propia hija y todavía no he sido capaz de llorar, joder.

– Jim.

– ¿Sí?

– Ahora estás llorando.

– ¡No me digas!

– ¡Tócate la cara y lo verás!

Jimmy lo hizo y notó las lágrimas que le bajaban por las mejillas. Apartó la mano y se quedó mirando los dedos húmedos un momento.

– ¡Vaya! -exclamó.

– ¿Quieres que te deje solo?

– No, Dave, no. Quédate un poco más conmigo, si te va bien.

– Claro que me va bien, Jim. ¡Faltaría más!

17. UNA PEQUEÑA INVESTIGACIÓN

Una hora antes de asistir a la reunión que tenían concertada en la oficina de Martin Friel, Sean y Whitey pasaron un momento por casa de Whitey para que pudiera cambiarse la camisa que se había manchado a la hora de comer.

Whitey vivía con su hijo, Terrance, en un bloque de pisos de ladrillos blancos en la zona sur de los límites de la ciudad. El piso estaba cubierto de punta a punta con una moqueta beis; tenía esas paredes blancuzcas y ese olor a aire viciado tan característico de las habitaciones de motel y de los pasillos de hospital. A pesar de que el piso estaba vacío, el televisor estaba en marcha cuando entraron, con el Canal de Entretenimiento y Deportes a un volumen muy bajo y las distintas partes de un juego Sega estaban dispersas sobre la moqueta, ante la enorme pantalla negra de lo que parecía ser un centro lúdico. Delante del televisor había un sofá -cama futón, lleno de bultos; Sean se imaginó que, con toda probabilidad, la papelera estaría repleta de envoltorios de McDonald´s y que el congelador se hallaría lleno de comida preparada.

– ¿Dónde está Terry? -preguntó Sean.

– Creo que está jugando al hockey -respondió Whitey-. Aunque si tenemos en cuenta la época del año en que estamos, quizá esté jugando al béisbol; sin embargo, lo que más le gusta es el hockey.

Sean sólo había visto a Terry una vez. A los catorce años era gigantesco, un chico enorme, y cuando Sean pensaba en el tamaño que alcanzaría al cabo de dos años se imaginaba el miedo que tendrían los demás chicos al verlo correr como un rayo sobre el hielo humeante.

Whitey tenía la custodia de Terry porque su mujer no la quería. Hacía dos años que les había abandonado para irse con un abogado especializado en derecho civil adicto al crack, y cuyo problema haría que lo inhabilitasen para ejercer la abogacía y que lo demandaran por malversación de fondos. Sin embargo, ella se había quedado con el tipo, aunque Whitey y ella seguían siendo amigos. A veces, cuando le oías hablar de ella tenías que recordarte a ti mismo que estaban divorciados.

Es lo que hacía en aquel momento mientras conducía a Sean a la sala de estar y observaba el juego Sega del suelo; empezó a desabotonarse la camisa y le dijo:

– Suzanne siempre me dice que Terry y yo nos hemos montado aquí una verdadera casa de la fantasía. Cada vez que lo ve, suele quedarse pasmada. Pero yo creo que lo que le pasa es que está celosa. ¿Quieres una cerveza o alguna otra cosa?

Sean recordó lo que Friel le había dicho sobre el problema que Whitey tenía con la bebida y se imaginó la cara que Friel pondría si se presentaba a la reunión oliendo a Altoids y a Budweiser. Además, conociendo a Whitey, aquello podía tratarse también de una especie de prueba que le ponía, puesto que esos días todo el mundo estaba pendiente de Sean.

– ¿Por qué no tomamos un poco de agua o una Coca-Cola? -sugirió Sean.

– ¡Buen chico! -exclamó Whitey, sonriendo como si realmente hubiera puesto a Sean a prueba, aunque éste percibió su necesidad en la mirada inquieta y en la forma de apoyar la punta de la lengua en las comisuras de los labios.

– ¡Dos Coca-Colas; marchando!

Whitey salió de la cocina con los dos refrescos y dio uno a Sean. Se encaminó hacia un pequeño cuarto de baño situado en el pasillo que salía de la sala de estar, y Sean oyó cómo se quitaba la camisa y hacía correr el agua.

– Este caso cada vez me parece mas complicado -gritó Whitey desde el lavabo-. ¿También tienes esa sensación?

– Un poco -admitió Sean.

– Las coartadas de Fallow y de O´Donnell parecen bastante convincentes.

– Pero eso no quiere decir que no pudieran contratar a alguien para que lo hiciera -apuntó Sean.

– Estoy de acuerdo, pero ¿es eso lo que piensas?

– En realidad, no. No lo veo nada claro.

– Sin embargo, no podemos descartar esa posibilidad.

– No, desde luego que no.

– Tendremos que volver a entrevistar al chico ése de los Harris, aunque sólo sea porque no tiene coartada, pero no me lo imagino capaz de haberlo hecho. ¡Ese chico parece de gelatina!