– ¡Qué rápido eres, chico!
Aparcaron delante de la casa de Dave Boyle. Whitey apagó el motor y dijo:
– Tengo suficientes pruebas para llevarlo a comisaría e interrogarlo. En este momento es lo único que quiero.
Sean asintió con la cabeza, a sabiendas que era inútil tratar de discutir con él. Whitey se había convertido en sargento del Departamento de Homicidios a causa de su incansable tenacidad con respecto a sus corazonadas. Uno no tenía más remedio que soportarlas.
– ¿Qué han dicho los de Balística? -preguntó Sean.
– Los resultados también son un tanto extraños -contestó Whitey mientras observaban la casa de Dave desde el coche, ya que el sargento no parecía tener ninguna prisa en salir de allí-. La pistola era una Smith del 38, tal y como nos habíamos imaginado. Era parte del armamento que le robaron a un traficante de armas de New Hampshire en el ochenta y uno. La misma pistola que mató a Katherine Marcus fue utilizada en un atraco que se produjo en una tienda de licores en el ochenta y dos. Aquí mismo en Buckingham.
– ¿En las marismas?
Whitey negó con la cabeza y añadió:
– En Roman Basin, en un lugar llamado Looney Liquors. Lo atracaron dos hombres y ambos llevaban caretas de goma. Entraron por la puerta trasera después de que el propietario cerrara las puertas de delante, y el primer tipo que entró disparó una bala de aviso que atravesó una botella de whisky de centeno y quedó incrustada en la pared. El robo se produjo sin ningún otro altercado, pero recuperaron la bala. Los de Balística han verificado que procedía de la misma pistola que mató a Katie Marcus.
– Eso cambia el rumbo de la investigación, ¿no crees? -insinuó Sean-. En el ochenta y dos Dave tenía diecisiete años y acababa de empezar a trabajar para Raytheon. No creo que por aquel entonces se dedicara a atracar tiendas.
– Eso no implica que la pistola hubiera podido caer en sus manos. ¡Joder, tío, ya sabes con qué facilidad pasa de un lado a otro! -Whitey no parecía tan seguro como la noche anterior-. ¡Vamos a por él! -abrió la puerta del coche de golpe.
Sean salió del coche y ambos se encaminaron hacia la casa de Dave; Whitey manoseaba las esposas que le colgaban de la cadera como si albergara la esperanza de encontrar una excusa para poder usarlas.
Jimmy aparcó el coche y atravesó el aparcamiento de alquitrán descascarillado con una bandeja de cartón repleta de tazas de café y una bolsa de donuts, en dirección al río Mystic. Los coches pasaban a toda velocidad entre las arcadas metálicas del puente Tobin. Katie estaba arrodillada junto a la orilla con Ray Harris, y los dos observaban el río de cerca. Dave Boyle también estaba allí, con la mano tan hinchada que parecía un guante de boxeo. Dave estaba sentado en una tumbona junto a Celeste y Annabeth. Celeste tenía una especie de cremallera en la boca y Annabeth fumaba dos cigarrillos a la vez. Los tres llevaban gafas de sol negras y ninguno miraba a Jimmy. Miraban fijamente la cara inferior del puente, y despedían cierto aire que parecía indicar que preferirían que nadie les molestara y que les dejaran solos en las tumbonas.
Jimmy dejó el café y los donuts junto a Katie y se arrodilló entre ella y Ray Harris. Miró el agua y vio su reflejo, y también el de Katie y el de Ray mientras se volvían hacia él. Ray sujetaba un gran pez rojo, todavía vivo, entre los dientes.
– Se me ha caído el vestido al río -dijo Katie.
– Pues no lo veo -repuso Jimmy.
El pez se soltó de los dientes de Ray Harris y cayó al agua; se veía alejarse sobre la superficie del agua.
– Él lo cogerá. Es un pez cazador -afirmó Katie.
– Tenía sabor a pollo -añadió Ray.
Jimmy sintió la cálida mano de Katie en su espalda, y luego sintió la de Ray en la nuca.
– ¿Por qué no vas a buscarlo, papá? -le sugirió Katie.
Le empujaron hasta el agua y Jimmy vio cómo el agua negra y el pez se alzaban para darle la bienvenida; Jimmy sabía que iba a ahogarse. Abrió la boca para gritar y el pez se le metió dentro, impidiéndole respirar, y cuando su rostro se sumergió en el agua, ésta le pareció pintura negra.
Abrió los ojos, volvió la cabeza y vio que el reloj marcaba las siete y dieciséis minutos; ni siquiera recordaba haberse metido en la cama. Sin embargo, debía de haberlo hecho, porque ahí estaba él, con Annabeth durmiendo a su lado. Se despertó pensando en el nuevo día y en que tenía que pasar a recoger una lápida en menos de una hora, mientras Ray Harris y el río Mystic seguían llamando a su puerta.
La clave de un buen interrogatorio estaba en conseguir el máximo de tiempo antes de que el sospechoso solicitara la presencia de su abogado. En los casos difíciles (los de traficantes, violadores, motoristas y mafiosos), siempre pedían un abogado sin deliberación. Podías hacerles algunas preguntas, intentar ponerles nerviosos antes de que se presentara el abogado, pero por lo general, tenías que basarte en pruebas para poder llevar el caso. Sean casi nunca había sacado nada de llevarse a uno de esos tipos duros a la comisaría.
En cambio, cuando tratabas con ciudadanos normales y corrientes o con delincuentes aficionados, siempre acababas por resolver los casos durante el interrogatorio. El caso de «violencia en la carretera», hasta entonces el más importante de Sean, se había resuelto de aquel modo. En las afueras de Middlesex, un tipo regresaba a casa una noche, y el neumático delantero de la derecha salió disparado de su coche deportivo cuando iba a ciento treinta kilómetros por hora. El neumático se soltó y siguió rodando por la autopista. El deportivo dio nueve o diez vueltas de campana y el tipo, Edwin Hurka, murió en el acto.
Resultó que las tuercas de los neumáticos delanteros estaban sueltas. Creían que se trataba de un caso de homicidio involuntario, ya que casi todo el mundo pensaba que había sido un error del mecánico; Sean y su compañero, Adolph, averiguaron que la víctima se había hecho cambiar los neumáticos unas cuantas semanas antes del accidente. Sin embargo, Sean había encontrado un trozo de papel en la guantera del coche que le preocupaba. Era el número de una matrícula apuntado con prisas, y cuando Sean lo verificó en el ordenador del Registro de Vehículos, vio que pertenecía a un tal Alan Barnes. Sean se había presentado en casa de Barnes, y le había preguntado al tipo que había abierto la puerta si él era Alan Barnes. El hombre, que estaba muy nervioso, le había preguntado: «Sí, ¿por qué?». Y Sean, sintiendo su nerviosismo, le había dicho: «Me gustaría hablar con usted sobre unas tuercas».
Barnes se desmoronó allí mismo. Contó a Sean que sólo tenía la intención de hacer un pequeño estropicio en el coche, que lo único que quería era asustarle; una semana antes habían discutido en el carril que conducía al túnel del aeropuerto, y Barnes estaba tan enfadado al final de la discusión que se había quedado atrás, había faltado a su cita, y había seguido a Edwin Hurka hasta su casa, y antes de manipular los neumáticos, había esperado a que Hurka hubiera apagado todas las luces de su casa.
La gente era estúpida. Se mataba por las cosas más tontas, esperaban a que los pillaran, y se declaraban inocentes en el tribunal después de entregar a la policía una confesión firmada de cuatro páginas. La mejor arma de la policía era saber hasta qué punto eran estúpidos. Dejarles hablar. Siempre. Dejar que se explicaran. Dejarles confesar su culpa mientras uno les iba ofreciendo tazas de café y las bobinas de la grabadora seguían girando.
Cuando pedían un abogado (el ciudadano medio casi siempre lo pedía), uno fruncía el entrecejo y les preguntaba si estaban seguros de que si era aquello lo que querían en realidad; luego uno dejaba que las vibraciones negativas llenaran la sala hasta que decidieran que querían ser todos amigos; con eso quizá hablaran un poco más antes de que llegara el abogado y estropeara la disposición de ánimo.
Sin embargo, Dave no solicitó la presencia de un abogado. Ni una sola vez. Se sentó en una silla que chirriaba cada vez que se inclinaba hacia atrás. Parecía tener resaca, y estar enfadado y molesto, especialmente con Sean, aunque no parecía ni asustado ni nervioso; Sean se daba cuenta de que Whitey empezaba a ponerse tenso.