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– Averiguaremos a quién pertenece esa pistola -replicó Sean.

– Esa pistola bien podría estar en el fondo del mar. Al menos, eso es lo que yo habría hecho con ella.

Sean, inclinando la cabeza hacia él, le preguntó:

– ¿De verdad habrías hecho eso dieciocho años después de haber atracado una tienda?

– Sí.

– Pues nuestro hombre no lo hizo, y eso quiere decir…

– … que no es tan listo como yo -dijo Whitey.

– o como yo.

– Eso todavía está por ver.

Sean se reclinó en la silla, entrelazó los dedos, pasó los brazos por encima de la cabeza, y los elevó hacia el techo hasta que notó que los músculos se estiraban. Bostezó con estremecimiento y dejó caer la cabeza y las manos.

– Whitey… -dijo, intentando posponer al máximo la pregunta que sabía que acabaría haciéndole.

– ¿Qué?

– ¿Qué dice tu informe de los colegas de Harris?

Whitey cogió el informe de la mesa, lo abrió de golpe y pasó las primeras páginas.

– «Compañeros de delitos: Reginald (alias el Duque Reggie) Neil, Patrick Moraghan, Kevin Matón Sirracci, Nicholas Savage -mm-, Anthony Waxman…»

Se volvió hacia Sean, pero éste ya se lo imaginaba:

– James Marcus, alias Jimmy de las marismas, presunto líder de una banda denominada Los chicos de la calle Rester.

Whitey cerró el informe.

– Las desgracias nunca vienen solas, ¿verdad? -dijo Sean.

La lápida que Jimmy escogió era blanca y sencilla. El vendedor hablaba con un tono de voz suave y respetuoso, y daba la impresión de que preferiría estar en cualquier otra parte antes que allí; no obstante, no cesaba en el intento de convencer a Jimmy para que comprara una lápida más cara, con ángeles, querubines y rosas grabadas en el mármol.

– Quizá desee una cruz celta -sugirió el vendedor-, ya que son muy populares…

Jimmy esperó a que dijera «entre su gente», pero el vendedor se contuvo y dijo «actualmente».

Jimmy no habría reparado en gastos si hubiera sabido que un mausoleo habría hecho feliz a Katie, pero sabía que a su hija nunca le había gustado demasiado ni la ostentación ni el exceso de adornos. Siempre había llevado ropa y bisutería sencilla, nunca oro, y a no ser que se tratara de una ocasión especial, no se maquillaba. A Katie siempre le habían gustado las cosas sobrias con cierto toque de elegancia; ésa fue la razón por la que Jimmy encargó una lápida blanca y pidió que grabaran las letras en caligrafía, a pesar de que el vendedor le advirtió que eso duplicaría el precio de la lápida; y Jimmy volvió la cabeza para mirar al pequeño buitre despectivamente, haciéndole retroceder unos pasos, mientras le decía:

– ¿Qué prefiere, efectivo o talón?

Jimmy había pedido a Val que le llevara hasta allí, y al salir de la oficina, se sentó en el Mitsubishi 3000 GT de su cuñado. Jimmy se preguntó, por décima vez, cómo podía ser que un tipo de treinta y tantos años condujera un coche así y no se diera cuenta de que parecía estúpido.

– ¿Adónde vamos ahora, Jimmy?

– Vayamos a tomar un café.

Val casi siempre ponía algún tipo de gilipollez rap a todo volumen, y el bajo retumbaba detrás de las ventanas oscuras, mientras cualquier chica negro de clase media o algún blanco pobre con pretensiones cantaba acerca de prostitutas, hijos de puta y de cómo iba a sacar de repente su pistola y a hacer lo que Jimmy suponía que estaba de rabiosa actualidad, esos mequetrefes que salían en MTV, que él nunca habría conocido a no ser por haber oído a Katie mencionarlos cuando ésta hablaba por teléfono con sus amigas. En cambio, esa mañana Val no puso música, y Jimmy se lo agradeció. Jimmy detestaba el rap, y no era porque fuera música de negros y porque proviniera de los barrios bajos (al fin y al cabo, de ahí procedían el funky, el soul y el maravilloso blues), sino porque, por mucho que lo intentara, no le encontraba ningún mérito. Consistía en juntar unos cuantos estribillos de canciones del estilo de Man from Nantucket, en conseguir un pinchadiscos que arañase unos cuantos discos adelante y atrás, y en sacar el pecho mientras uno hablaba por un micrófono. Sí, claro, era auténtico, era callejero, era acojonante. Pero también lo era escribir tu nombre meando en la nieve y vomitar. Jimmy había oído a un estúpido crítico musical decir por la radio que mezclar música de otra gente era una forma de arte. A Jimmy, que no sabía mucho de arte, le habían entrado ganas de meterse por el altavoz y darle de hostias a aquel mentecato, obviamente un blanco con estudios que carecía de vida sexual. Si mezclar música era arte, entonces la mayoría de los ladrones que había conocido también eran artistas. Seguramente ni ellos mismos lo sabían.

Tal vez sólo se estuviera haciendo mayor. Sabía que el hecho de no entender la música de las generaciones más jóvenes era el primer indicio de que ya habías pasado el relevo. Pero en lo más profundo de su corazón, tenía la certeza de que no era sólo eso. El rap era, lisa y llanamente, una mierda, y que Val lo escuchara era como el que condujera aquel coche: un intento por aferrarse a algo que nunca había valido la pena.

Se detuvieron en un Dunkin' Donuts, y tiraron la tapa del vaso en un cubo de basura al salir por la puerta; tomaron el café a sorbos apoyados en el alerón que tenía el maletero del deportivo.

– Ayer por la noche salimos y, tal como nos dijiste, estuvimos preguntando por ahí -dijo Val.

Jimmy le dio un golpecito en el puño con el suyo y respondió:

– ¡Gracias, hombre!

Val le devolvió el toque y aclaró:

– No lo hice solamente porque una vez cumplieras dos años de condena por mí, Jimmy. Tampoco lo hice porque echo de menos que organices las cosas. Katie era mi sobrina, tío.

– Ya lo sé.

– Aunque no lo fuera de sangre, yo la quería.

Jimmy asintió y exclamó:

– ¡Sois los mejores tíos que ningún niño pudiera tener!

– ¡No jodas!

– En serio.

Val sorbió un poco de café, y se quedó un momento en silencio; luego, prosiguió:

– Bien, de acuerdo, esto es lo que averiguamos: parece ser que la pasma estaba en lo cierto respecto a O'Donnell y Farrow. O'Donnell estaba en la cárcel del condado. Farrow estaba en una fiesta, y hablamos con nueve tipos que nos lo confirmaron en persona.

– ¿Te pareció que decían la verdad?

– La mitad de ellos, seguro-.respondió Val-. También estuvimos husmeando por ahí y últimamente no se ha contratado a ningún asesino a sueldo. Además, Jim, ha pasado más de un año y medio desde la última vez que se contrató a alguien para que cometiera un asesinato; por lo tanto, supongo que nos habríamos enterado, ¿no crees?

Jimmy hizo un gesto de aprobación y bebió un poco más de café.

– La pasma se está tomando el caso muy en serio -apuntó Val-. Han peinado los bares, los negocios callejeros que hay alrededor del Last Drop, todos. Las prostitutas con las que he hablado habían sido interrogadas por la policía. Los camareros. Han interrogado a todo el mundo que estaba aquella noche en el McGills o en el Last Drop. Lo que quiero decir es que la policía realmente ha invadido el barrio. Está ahí fuera. Todo el mundo está haciendo un esfuerzo por recordar.

– ¿Hablasteis con alguien que recordara alguna cosa?

Val, que alzó dos dedos al tomar otro sorbo, contestó:

– Con un tal Tommy Moldanado. ¿Le conoces?

Jimmy negó con la cabeza.

– Creció en Basin, en las casas pintadas de colores. Bueno, pues afirmó haber visto a alguien vigilando el aparcamiento del Last Drop poco antes de que Katie saliera del bar. También nos contó que estaba seguro de que no era poli. Conducía un coche extranjero con una abolladura en el lado derecho de la parte delantera.

– De acuerdo.

– Lo que me pareció muy extraño es lo que me explicó Sandy Greene. ¿Te acuerdas de cuando trabajaba en el Looey?