Выбрать главу

Jimmy la recordó sentada en la clase, con unas trenzas color castaño y los dientes torcidos, siempre mascando los lápices hasta que se le partían en la boca y tenía que escupir la mina.

– Sí, ya me acuerdo. ¿A qué se dedica?

– Hace la calle -contestó Val-. Se la ve muy castigada, tío, y eso que es de nuestra edad, ¿verdad? Mi madre tenía mejor aspecto en el ataúd. Pues bien, es la prostituta que lleva más años haciendo esa zona de los alrededores del Last Drop. Me contó que había medio adoptado a un niño, un pilluelo que también está en el oficio.

– ¿Un niño?

– Sí, un niño de unos once o doce años.

– ¡Santo cielo!

– ¡La vida es dura! Bien, pues ella cree que ese niño se llama Vincent. Todo el mundo, a excepción de Sandy, le llamaba «Pequeño Vincent»; él prefería que le llamaran Vince. Pero Vincent actúa como si fuera mayor y se prostituye. Si uno intenta meterse con él, se defiende sin ningún problema; además, lleva una hoja de afeitar debajo de la correa de su Swatch. Estaba allí seis noches a la semana, hasta el sábado pasado, claro.

– ¿Qué le pasó el sábado?

– Nadie lo sabe, pero desapareció. Sandy me explicó que a veces dormía en su casa. Cuando ella regresó a su casa el domingo por la mañana todas sus cosas habían desaparecido. Se esfumó de la ciudad.

– Pues mejor para él. Tal vez pueda abandonar ese estilo de vida.

– Eso mismo le dije yo, pero Sandy replicó que el chico estaba muy metido en ese mundo y que cuando se hiciera mayor sería de armas tomar. Pero de momento es un niño y tiene que cargar con ese tipo de trabajo. Nos explicó que sólo había una cosa que podía hacerle abandonar la ciudad: el miedo. Ella está convencida de que el chico vio algo, algo que le aterrorizó, y que debería ser algo terrible, porque Vincent no se asusta con facilidad.

– ¿Habéis intentado averiguar dónde está?

– Sí, pero no es nada fácil. El negocio de los niños no está muy organizado que digamos. Viven en la calle, ganan un par de dólares cuando se les presenta la oportunidad, y se marchan de la ciudad cuando les apetece. Pero tengo a gente buscándole. Si encontrarnos a Vincent, supongo que podrá decirnos algo sobre el tipo que estaba sentado en el aparcamiento del Last Drop; tal vez viera, ya sabes, el asesinato de Katie.

– Si es que tuvo algo que ver con el tipo del coche.

– Moldanado nos contó que ese tipo emitía muy malas vibraciones. Había algo raro en él, aunque estaba oscuro y no pudo ver muy bien al tío; sólo dijo que de aquel coche salían malas vibraciones.

«Malas vibraciones -pensó Jimmy-. ¡Eso sí que nos va a servir de ayuda!»

– ¿Eso fue antes de que Katie se marchara?

– Sí, un momento antes. La policía prohibió el acceso al aparcamiento el lunes por la mañana y mandó a una unidad entera de policías para que examinaran el asfalto.

Jimmy hizo un gesto de asentimiento y dijo:

– Según parece, también ocurrió algo en ese aparcamiento.

– Sí, eso es precisamente lo que no acabo de entender. A Katie se la llevaron en la calle Sydney, y eso está a más de diez manzanas de distancia.

Jimmy apuró la taza de café y sugirió:

– ¿ y si volvió?

– ¿Qué?

– Al Last Drop. Ya sé que todo el mundo cree que llevó a Eve y a Diane a casa, subió por la calle Sydney, y entonces sucedió todo. Pero ¿qué pasaría si hubiera regresado al bar? Si lo hubiera hecho, se habría encontrado con ese tipo. Quizá la secuestrara y la obligara a conducir hasta el Pen Park, y después todo hubiera sucedido realmente como cree la policía.

Val, pasándose la taza vacía de café de una mano a otra, replicó:

– Es una posibilidad, pero ¿qué podía hacerle regresar al Last Drop?

– No lo sé. -Se encaminaron hacia el contenedor de basuras y tiraron dentro las tazas-. ¿Has averiguado alguna cosa del hijo de Ray Harris?

– He ido preguntando por ahí, y no hay ninguna duda de que es un bonachón. Nunca ha tenido problemas con nadie. Si no fuera tan atractivo, dudo mucho que nadie recordara haberle conocido. Tanto Eve como Diane nos aseguraron que la amaba, Jim. Que la amaba de verdad y para siempre. Si quieres, puedo ir a verle.

– Dejémosle estar por ahora -repuso Jimmy-. Ya le vigilaremos cuando llegue el momento. Deberíamos intentar averiguar el paradero de Vincent.

– Sí, de acuerdo.

Jimmy abrió la puerta y se dio cuenta de que Val, que le observaba por encima del techo, no se lo había contado todo.

– ¿Qué?

Val parpadeó a causa del sol, sonrió y espetó:

– ¿Cómo dices?

– Sé que quieres decirme algo. ¿De qué se trata?

Val apartó la barbilla del sol, extendió los brazos sobre el techo, y contestó:

– Esta mañana he oído algo. Justo antes de que nos fuéramos.

– ¿De verdad?

– Sí -respondió Val, volviendo la vista hacia el Dunkin Donuts por un instante-. He oído decir que esos dos policías volvían a estar en casa de Dave Boyle. Sabes a quién me refiero, ¿verdad? A Sean de la colina y a su compañero, el gordo ése.

– Sí, ya sé de quién me hablas. Dave se encontraba allí esa noche -comentó Jimmy-. Tal vez se les hubiera olvidado preguntarle algo y tuvieran que volver.

Val se volvió hacia Jimmy y, mirándole fijamente a los ojos, dijo:

– Se lo llevaron, Jim. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Le pusieron en el asiento trasero.

El jefe de policía Burden se presentó en el Departamento de Homicidios a la hora de comer, y llamó a Whitey mientras empujaba la pequeña puerta que había junto al mostrador de recepción.

– ¿Son la gente que me está buscando?

– Sí, haga el favor de pasar -respondió Whitey.

Al jefe Burden le faltaba un año para cumplir los treinta años de servicio, y lo parecía. Tenía esos ojos húmedos y lechosos tan característicos de la gente que ha visto más del mundo y de sí mismo de lo que deseaba, y movía su cuerpo alto y fofo como si prefiriera ir hacia atrás y no hacia delante, como si sus articulaciones estuvieran en guerra con el cerebro, y el cerebro sólo quisiera salir de todo aquello. Hacía siete años que se encargaba de la Oficina de Objetos Perdidos, pero antes había sido uno de los agentes más importantes del Departamento Estatal de Policía. Se había preparado para el puesto de coronel, y había conseguido ascender de la Unidad de Narcóticos a la de Homicidios, y de ésta a la de Delitos Mayores sin un solo percance hasta que un día, según cuentan, se despertó asustado. Era una enfermedad que por lo general padecían los policías que trabajaban de paisano, y a veces los agentes de tráfico, que de repente no podían parar a un solo coche más, tan convencidos como estaban que el conductor llevaba una pistola en la mano y no tenía nada que perder. Pero, de un modo u otro, el oficial Burden también se contagió, y empezó a ser el último en salir por la puerta y en responder a las llamadas, y se quedó paralizado en el escalafón mientras los demás seguían subiendo.

Tomó asiento junto al escritorio de Sean, desprendiendo un aire a fruta podrida, y hojeó el calendario del Sporting News que Sean tenía sobre la mesa, a pesar de que las hojas eran del mes de marzo.

– ¿Devine, verdad? -preguntó, sin alzar los ojos.

– Así es -contestó Sean-. Encantado de conocerle. En la academia estudiamos sus métodos de trabajo, señor.

El oficial se encogió de hombros como si el recuerdo de su antiguo yo le violentara. Mientras hojeaba el calendario de nuevo, les preguntó:

– ¿De qué se trata? Tengo que volver dentro de media hora.

Whitey deslizó la silla hasta situarse al lado de Burden, y le dijo:

– A principios de los ochenta, estuvo en un destacamento especial con los del FBI, ¿verdad?

Burden asintió con la cabeza.

– Pues arrestó a un delincuente de poca monta llamado Raymond Harris, que había robado un camión lleno de juegos de Trivial Pursuit de un área de descanso de Cranston, en Rhode Island.