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Alcanzó la acera y Val le besó en la mejilla.

– ¡Hola, prima!

– ¡Hola, Val!

Jimmy también le dio un beso rápido, y tuvo la sensación de que le atravesaba la carne y le hacía temblar la garganta.

– Annabeth te ha estado llamando esta mañana -dijo Jimmy-, pero no estabas ni en casa ni en el trabajo.

Celeste asintió con la cabeza y añadió:

– He estado… -apartó la mirada del rostro pequeño y curioso de Val que la examinaba-. Jimmy, ¿podría hablar contigo un momento?

– ¡Por supuesto! -respondió Jimmy, dedicándole otra vez una sonrisa de desconcierto. Después se volvió hacia Val-. Ya hablaremos de nuestros asuntos más tarde, ¿de acuerdo?

– ¡Claro! ¡Hasta pronto, prima!

– Gracias, Val.

Val entró en la casa, y Jimmy se sentó en el tercer escalón y dejó un espacio para Celeste a su lado. Ella se sentó, se meció la mano herida en el regazo, e intentó encontrar las palabras. Jimmy la observó un momento, expectante, y pareció darse cuenta de que estaba bloqueada y de que era incapaz de dar rienda suelta a sus pensamientos.

Con voz suave, le dijo:

– ¿Sabes de lo que me estaba acordando el otro día?

Celeste negó con la cabeza.

– De cuando estaba de pie junto a las escaleras de la calle Sydney. ¿Te acuerdas de cuando íbamos allí a ver las películas del autocine y a fumar canutos?

Celeste sonrió y comentó:

– Por aquel entonces salías con…

– ¡No me lo digas!

– …Jessica Lutzen y su extraordinario cuerpo, y yo salía con Duckie Coopero

– Sí, con el Pato Donald -añadió Jimmy-. ¿Qué habrá sido de él?

– Me contaron que se enroló en la Marina, que pilló una extraña enfermedad cutánea en el extranjero, y que ahora vive en California.

– ¡Ajá!

Jimmy alzó la barbilla, recordando el pasado, y de repente Celeste vio que hacía lo mismo que dieciocho años atrás, cuando su pelo era más rubio y él estaba más loco; Jimmy solía subirse a los postes telefónicos en días de tormenta, mientras las chicas le observaban y rezaban para que no se cayera. Pero incluso en los momentos más enloquecidos, había esa tranquilidad, esas pausas repentinas de reflexión, esa sensación que emanaba de él, incluso de niño, de que lo examinaba todo con mucho cuidado, a excepción de su propia piel.

Se volvió y le dio una palmadita en la rodilla con la mano.

– ¿Qué te pasa, cielo? Pareces un poco…

– Puedes decirlo.

– Bueno, pareces un poco cansada, eso es todo. -Se apoyó en el escalón y suspiró-. Supongo que todos lo estamos, ¿no?

– Ayer pasé la noche en un motel, con Michael. Jimmy se quedó mirando al frente y respondió:

– De acuerdo.

– No lo sé, Jimmy. Creo que he hecho bien en dejar a Dave.

Notó que le cambiaba el rostro y que se le desencajaba la mandíbula, y de repente Celeste tuvo la sensación de que Jimmy sabía lo que estaba a punto de decirle.

– Has dejado a Dave -constató Jimmy con un tono de voz monótono y mirando la avenida.

– Eso es. Últimamente se comporta de un modo muy raro. No es el mismo, y ha empezado a asustarme.

Entonces Jimmy se volvió hacia ella y le dedicó una sonrisa tan fría que podría haberla golpeado con la mano. En sus ojos, veía de nuevo al chico que se había subido a los postes telefónicos bajo la lluvia.

– ¿Por qué no empiezas desde el principio? -sugirió Jimmy-. Desde el momento en que Dave empezó a comportarse de manera extraña.

– ¿Qué sabes, Jimmy? -le preguntó.

– ¿De qué?

– Sabes algo. No pareces sorprendido.

La fea sonrisa se desvaneció y Jimmy se inclinó hacia delante, con las manos entrelazadas en su regazo.

– Sé que la policía se lo ha llevado esta mañana. Sé que tiene un coche extranjero con una abolladura en la parte delantera. Sé que la historia que me contó de cómo se había hecho daño en la mano no coincidía con la que le había contado a la policía. Sé que vio a Katie la noche en que murió, pero que no me lo contó hasta después de que la policía le interrogara acerca de ello. -Separó las manos y las estiró-. No sé lo que significa con exactitud, pero sí, está empezando a preocuparme.

Celeste sintió una punzada repentina de lástima por su marido, y se lo imaginó en alguna sala de interrogatorios de la policía, tal vez esposado a una mesa, con una luz desagradable iluminándole el pálido rostro. Después vio al Dave que había asomado la cabeza por la puerta esa noche, alterado y enloquecido, y la sensación de miedo anuló la de lástima. Respiró profundamente y lo soltó:

– A las tres de la madrugada del domingo, Dave regresó a casa cubierto de sangre ajena.

Estaba fuera. Las palabras habían salido de su boca y habían quedado suspendidas en el aire. Formaron un muro delante de ella y de Jimmy, y de él brotó luego un techo y otro muro a sus espaldas; de repente se vieron atrapados en una celda diminuta creada por una única frase. El ruido de la avenida se atenuó y la brisa desapareció, y lo único que Celeste podía oler era la colonia de Jimmy y el sol cálido de mayo que les calentaba los pies.

Cuando Jimmy habló, parecía que alguien le estrujara la garganta con las manos.

– ¿Qué sucedió, según él?

Ella se lo contó. Le explicó todo lo que sabía, incluso las locuras de vampiros de la noche anterior. Se lo contó, y se percató de que cada palabra que brotaba de su boca se convertía en una palabra más de la que él quería huir. Le quemaban. Le atravesaban la piel como dardos. Torcía la boca y los ojos ante ellas, y se le tensó tanto la piel del rostro que Celeste podía ver su esqueleto debajo, y la temperatura de su cuerpo descendió al imaginárselo en un ataúd, con las uñas largas y afiladas, la mandíbula deshecha y un musgo largo y suelto en vez de pelo.

Cuando las lágrimas empezaron a rodarle en silencio por las mejillas, reprimió el deseo de apretarle la cara contra su cuello y sentir cómo aquel líquido le entraba por la blusa y le bajaba por la espalda.

Siguió hablando, porque sabía que si se paraba no podría volver a empezar y no podía parar porque tenía que contar a alguien por qué se había ido, por qué había abandonado a un hombre al que había prometido ayudar tanto en los buenos momentos como en los malos, al hombre que era el padre de su hijo, que le contaba chistes, que le acariciaba la mano y que le ofrecía su pecho para que se durmiera sobre él. Un hombre que nunca se había quejado y que nunca le había pegado, y que había sido un padre maravilloso y un buen marido. Necesitaba contar a alguien lo confusa que estaba al ver que aquel hombre había desaparecido, como si la máscara que había llevado por rostro le hubiera caído al suelo, dejando ante ella un monstruo de mirada lasciva.

Acabó su explicación diciendo:

– Todavía no sé lo que hizo, Jimmy. Aún no sé de quién era la sangre. De verdad que no lo sé. Como mínimo, no de forma concluyente. Pero estoy muy asustada.

Jimmy se dio la vuelta en el escalón y apoyó la parte superior del cuerpo en la barandilla de hierro forjado. Las lágrimas se le habían secado sobre la piel, y su boca formaba un óvalo de disgusto. Miró a Celeste con una mirada tan penetrante que la atravesó y bajó por la avenida, para quedarse clavada en algo que estaba a manzanas de distancia y que nadie más podía ver.

– Jimmy… -dijo Celeste, pero éste le hizo un gesto con la mano para indicarle que se callara y cerró los ojos con fuerza. Bajó la cabeza e inspiró aire por la boca.

La celda que les rodeaba se evaporó, y Celeste saludó a Joan Hamilton cuando ésta pasó por delante y les echó una mirada compasiva, aunque un tanto sospechosa, antes de alejarse taconeando por la acera. Los sonidos de la avenida regresaron con sus pitidos, el chirriar de las puertas y las voces distantes.

Cuando Celeste se volvió de nuevo hacia Jimmy, no pudo apartar la mirada de él. Tenía los ojos despejados, la boca cerrada y se había llevado las rodillas a la altura del pecho. Tenía los brazos apoyados en las piernas y Celeste sintió que emanaba una inteligencia cruel y beligerante; la mente le había empezado a funcionar con mucha más rapidez y originalidad de la que la mayoría de la gente sería capaz en toda su vida.