—Y, en tercer lugar —dijo en voz alta—, búscate un apartamento. Por ejemplo, una o dos habitaciones, y una cocina; es decir, a condición de que me dejes visitarte de vez en cuando.
—Alberto, ¿has olvidado ya lo que te propuse esta mañana?
—Pero es que eso es muy arriesgado —gruñó Albinus—. Mañana, por ejemplo, estaré solo, aproximadamente, de las cuatro a las seis; pero nunca se sabe lo que puede ocurrir... —y empezó a imaginar cómo su esposa podía volver por algo que hubiera olvidado.
—Pero te he dicho que te besaría —dijo Margot suavemente—, y, por otra parte, no hay nada en el mundo que no pueda ser explicado, en un momento de apuro, de alguna forma.
De modo que, al día siguiente, cuando Elisabeth e Irma hubieron salido para tomar el té, envió a Frieda, la criada (la cocinera tenía día libre, afortunadamente) con un buen encargo: llevar un par de libros que había de entregar en el otro lado de la ciudad, a kilómetros de distancia.
En aquel momento estaba solo. Su reloj se había parado unos minutos antes, pero el de la cocina era exacto y, por otra parte, asomándose a la ventana, podía ver también el de la iglesia. Las cuatro y cuarto. Era un brillante y ventoso día de abril. Sobre la pared de la casa de enfrente, bañada por el sol, corría lateralmente la sombra de una columna de humo partiendo de la sombra de una chimenea. El asfalto se estaba secando a trozos después de un reciente aguacero, y las manchas húmeda dejaban un rastro de grotescos esqueletos pintados al través de la calle.
Las cuatro y media. Llegaría de un momento a otro.
Siempre que pensaba en la delgada y juvenil figura de Margot, en su piel sedosa, en el toque de sus graciosas manos mal cuidadas, sentía un embate de deseo, casi doloroso. En aquel momento imaginar el beso prometido le henchía de un éxtasis tal que se le antojaba casi imposible intensificar. Y, sin embargo, má allá de todo aquello, yacía aún inconquistada, bajo una perspectiva de espejos, la vaga forma blanca de su cuerpo, aquella misma forma que tantos estudiantes habían esbozado tan conscientemente y tan mal. Pero Albinus no sospechaba nada de aquellas torpes horas de estudio, aunque, por un sarcasmo del destino, había visto ya, sin advertirlo, su cuerpo desnudo: su médico de cabecera, el viejo doctor Lámpert, le había enseñado algunos dibujos al carbón hecnos por su hijo —entre ellos aparecía una muchacha con el pelo cortado al estilo paje, plegadas las piernas bajo el cuerpo, sobre la alfombra, su hombro y su mejilla casi unidos.
—No, creo que prefiero el jorobado —había dicho, volviendo una nueva hoja en que se había representado a un tullido barbudo—. Sí, es una gran pena que haya dejado el arte —añadió, cerrando la carpeta.
Las cinco menos diez. Llevaba ya veinte minutos de retraso.
«Esperaré hasta las cinco, y saldré luego», se dijo.
De pronto la vio. Cruzaba la calle sin sombrero ni abrigo, como si viviera a la vuelta de la esquina.
«Aún tengo tiempo de correr abajo y decirle que se está haciendo demasiado tarde.» Pero, en lugar de ello, Albinus fue de puntillas, jadeando, hasta el recibidor y, cuando oyó acercarse el infantil repiqueteo de sus pasos escaleras arriba, abrió la puerta sin hacer ruido.
Margot, luciendo su corta bata roja y sus desnudos brazos, sonrió al espejo y dio la vuelta en redondo sobre sus talones, mientras pasaba una mano sobre la nuca, alisándose los cabellos.
—Vives por todo lo alto —dijo recorriendo el recibidor con ojos ávidos ante los grandes cuadros, las cortinas color crema que sustituían el papel de pared, y el alto jarro de porcelana que campeaba en un rincón—. ¿Por aquí? —preguntó, abriendo una puerta de par en par—. ¡Oh! —exclamó.
Albinus pasó una mano temblorosa en torno a la cintura de la muchacha, y, a su lado contempló el candelero de cristal, como si también fuera un intruso. Pero todo lo veía a través de una bruma ondeante. Ella cruzó los pies y se balanceó suavemente, mientras seguía mirando con ojos errantes.
—¡Eres rico! —dijo cuando entraron en otra estancia—. ¡Cielos, qué alfombras!
El buffetdel comedor la dejó tan aturdida que Albinus pudo manosearle las costillas subrepticiamente y, por encima de éstas, un cálido músculo y suave.
—Sigamos —dijo afanosa.
Al pasar ante un espejo, Albinus vio a un grave caballero caminando junto a una colegiala endomingada. Golpeó el brazo de la muchacha con cautela y el espejo se estremeció.
—Vamos —insistía Margot.
Albinus quería llevársela al estudio. De esta forma, si su esposa regresaba antes de lo esperado, sería bien sencillo: una artista joven, necesitada de ayuda.
—¿Qué hay ahí? —preguntó ella.
—Ése es el cuarto de la niña. Ya lo has visto todo.
—Déjame ir —dijo ella moviendo los hombros.
Albinus tomó aire.
—Es el cuarto de la niña, querida. Tan sólo el cuarto de la niña. No hay nada que ver.
Pero ella se fue dentro, y Albinus sintió de súbito el extraño impulso de gritarle: «No toques nada, por favor.» Pero ella tenía ya en sus manos un elefante de felpa grana. Se lo arrancó de las manos y lo arrojó a un rincón. Margot reía.
—Tu hija esta aquí como un gallo de juguete. Abrió otra puerta.
—Ya está bien, Margot —suplicó Albinus—. Nos estamos alejando demasiado del recibidor; no oiremos la puerta. Es terriblemente peligroso.
Pero ella se lo quitó de encima, como si se tratara de un niño malo, y entró en el dormitorio a través del pasillo. Una vez allí se sentó en la cama, ante el espejo (los espejos tenían un día agitado), tomó en su mano un cepillo en dorso de plata, olfateó una botella con tapón dorado...
—¡Oh, por favor! —gritó Albinus.
Ella le esquivó limpiamente. Se subió la media como una niña e hizo restallar la liga, mientras le sacaba la lengua.
—...y luego me mataré —dijo Albinus de pronto, inaudiblemente; perdiendo la cabeza.
Se lanzó hacia ella con los brazos abiertos, pero ella se zafó y con un estallido de alegría salió corriendo del dormitorio y, jadeando, riendo, cerró desde fuera. (¡Oh, cómo había aporreado la puerta, cómo había pateado y gritado la gorda, la Levandovsky!)
—Margot, abre inmediatamente —dijo Albinus con suavidad.
Oyó sus pasos, alejándose.
—Abre —repitió en voz más alta.
Silencio.
—La zorra... —dijo para sí—. ¡Vaya situación absurda!
Estaba asustado. Estaba acalorado. No era, precisamente, costumbre suya la de correr por las habitaciones. Se sentía en una agonía de deseo frustrado. ¿Se habría ido de verdad? No, alguien estaba caminando por el piso. Probó algunas llaves que llevaba en el bolsillo; luego, fuera ya de sus casillas, golpeó la puerta violentamente.