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—No hagas eso —dijo Margot sin levantar la cabeza.

Se detuvo, pero pronto empezó de nuevo.

—Bueno, ¿ha llegado la carta?

—¡Oh, Margot! —dijo él, carraspeando varias veces. Demasiado tarde, demasiado tarde —gritó con una voz desconocida, aguda.

Se puso en pie y recorrió la habitación, arriba y abajo; se sonó y sentóse de nuevo en la silla:

—Ella lee todas mis cartas.

Tenía la mirada puesta, a través de una húmeda bruma, en la punta de su zapato y trataba de ajustarla al trémulo diseño de la alfombra.

—Pues tenías que haberle prohibido que hiciera semejante cosa.

—Margot, tú no comprendes... Siempre ha sido así; una costumbre, un placer. Algunas veces las extravía antes de que yo las lea. Recibimos toda clase de cartas divertidas. ¿Cómo has podido hacer eso? No me imagino qué hará ahora. Si, por milagro, por esta sola vez... Quizás estuviera ocupada en algo..., quizá... ¡No!

—Bueno, trata de que no te vea cuando llegue. Hablaré con ella, en el vestíbulo.

—¿Quién? ¿Cuándo? —preguntó él, recordando embotadamente a una arpía borracha que había visto muchísimos años antes.

—¿Cuándo? En cualquier momento, supongo. Ahora tiene mi dirección, ¿no es eso?

Albinus no lograba aún comprender.

—¡Ah! ¿Es eso lo que quieres decir? —murmuró al fin—. ¡Qué tonta eres, Margot! Créeme, eso es imposible, completamente imposible. Cualquier otra cosa sí, pero no eso.

«Tanto mejor», pensó Margot, Y, de pronto, se sintió ensoberbecida en extremo. Cuando envió la carta, había supuesto consecuencias mucho menores. («Él se niega a enseñársela, la esposa se enfurece, patalea, tiene un ataque. De esta forma nacen las primeras sospechas, y eso facilita las cosas...») Pero la suerte la había ayudado y el camino quedaba despejado de un solo golpe. Dejó que el libro resbalase al suelo y sonrió al ver su cara abatida por el dolor. Era el momento de actuar.

Se desperezó, consciente de un agradable hormigueo en su cuerpo, y dijo, mirando al techo:

—Ven aquí.

Albinus fue hacia ella y se sentó en el borde del diván. Sacudía la cabeza con desespero.

—Bésame, —Margot cerró los ojos—. Yo te consolaré.

9

Berlín-Oeste, una mañana de mayo. Hombres de gorras blancas barrían las calles. ¿Quiénes dejaban viejas botas en el arroyo? Los gorriones revoloteaban junto a la hiedra. Un autocuba eléctrico se deslizó pastosamente sobre gruesos neumáticos. El sol reverberaba en las tejas verdes. El mismo aire joven no estaba acostumbrado al clamor del tráfico distante; el viento tomó dulcemente los sonidos y se los llevó con él, como si fueran algo frágil y precioso. En los arriates, extendidos ante las casas, florecían las lilas. Todas estas cosas rodeaban a Albinus cuando salió de la casa en que había pasado la noche.

Notaba un torpe malestar. Estaba hambriento; no se había afeitado ni bañado; el roce de la camisa del día anterior sobre su piel era exasperante. Se sintió indeciblemente cansado. Aquélla había sido la noche en que soñó durante años. La forma en que las paletillas de Margot se unieron y su forma de rezongar cuando besó por primera vez su espalda vellosa como un melocotón, le indicó que obtendría exactamente lo que deseaba, y lo que deseaba no era el frío de la inocencia. Al igual que en sus visiones más desenfrenadas, todo era permisible; el amor presuntuoso y reservado de un puritano era menos conocido en aquel nuevo y libre mundo que los osos blancos en Honolulú.

La desnudez de Margot era tan natural como si estuviera de mucho tiempo acostumbrada a correr a lo largo de la playa de sus sueños. Había algo deliciosamente acrobático en sus costumbres de lecho. Y luego saltó de la cama y se paseó, oronda, de un lado a otro de la habitación, balanceando sus flancos juveniles y dando mordisquitos a un panecillo seco que había sobrado de la cena.

Se quedó dormida de la forma más súbita, como si se hubiese interrumpido en mitad de una frase, cuando la luz eléctrica empezó a tomar un amarillo de cripta y la ventana un azul espectral. Él se metió en el cuarto de baño, pero no pudo obtener del grifo más que unas cuantas gotas de herrumbroso color. Suspiró, tomó del baño usando dos dedos una esponja deteriorada, la dejó caer con cuidado, y examinando la untuosa pastilla de jabón colorado, se dijo que tenía que instruir a Margot en las reglas del aseo. Se vistió, castañeteándole los dientes, extendió el cobertor sobre Margot, que dormía dulcemente, le besó el cabello desordenado y, dejando sobre la mesita de noche una nota escrita a lápiz, salió con sigilo.

Mientras caminaba bajo la tibia luz del sol comprendió que estaba a punto de enfrentarse a lo peor, al ver de nuevo el edificio en que había vivido con Elisabeth durante tanto tiempo. Al subir en el mismo ascensor en que la nurse, con la niña en sus manos, y su esposa, con un aspecto muy pálido y muy feliz, habían llegado a casa un día, ocho años antes. Al llegar ante la puerta, en que brillaba de una forma sedante su nombre de catedrático, Albinus se sintió casi dispuesto a renunciar; todo dependía de un milagro. Estaba seguro de que, si Elisabeth no había leído la carta, lograría explicar su ausencia de una forma u otra (diría, que, bromeando, trató de fumar opio en casa de aquel artista japonés que una vez fue a cenar; esto era admisible).

Pero tenía que abrir la puerta, entrar, ver... ¿Qué vería? ¿No sería mejor, acaso, dejarlo todo, marcharse, desaparecer?

De pronto recordó cómo, durante la guerra, se había formado a sí mismo a no agacharse demasiado al salir al descubierto.

Se detuvo en el vestíbulo, inmóvil, auscultante. Ni un ruido. Normalmente, a esta hora de la mañana el piso estaba lleno de ellos: en algún sitio corría el agua, la nursehablaba a Irma, la sirvienta trajinaba en el comedor.... ¡ni un ruido! En un rincón estaba el paraguas de Elisabeth. Trató de hallar algún alivio en aquello. Súbitamente, mientras permanecía allí en pie, apareció Frieda, sin delantal, saliendo del corredor. Le miró fijamente, entristecida.

¡Oh, señor! Se fueron todos anoche.

—¿Dónde? —preguntó Albinus, sin mirarla.

Se lo contó todo. Hablaba con rapidez, con voz insólitamente alta. Mientras le tomaba el bastón y el sombrero rompió a llorar.

—¿Quiere un poco de café?

El desorden del dormitorio era elocuente. Las camisas de dormir de su esposa cubrían la cama. Un cajón de la cómoda estaba fuera de su sitio. El pequeño retrato de su padre político había desaparecido de la mesilla. El pico de la alfombra estaba vuelto hacia arriba.