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—¿Qué historia era? Cuéntamela —pidió Margot. Pero él la había olvidado.

Le habló de su temprana pasión por la pintura, de sus obras, de sus descubrimientos; le explicó cómo pudo restaurarse un viejo cuadro, con la ayuda del ajo y la resina machacada, que convirtieron en polvo el viejo barniz, y cómo, bajo una gamuza humedecida en trementina, el ahumado de la grosera pintura sobrepuesta desapareció, dando a la luz la belleza original.

Margot se interesó, especialmente, en el valor comercial del cuadro.

Le habló de la guerra, y del frío cieno de las trincheras, preguntándole ella por qué, siendo rico, no se había colocado en algún sitio, en retaguardia.

—¡Qué gracioso es mi tesoro! —exclamó él, apretujándola.

Margot empezó a aburrirse por las noches. Echaba de menos el cine, los restaurantes de tono, la música negroide.

—Tendrás todo, absolutamente todo —dijo él— deja que me recupere, primero. Tengo toda clase de planes. Pronto iremos a la costa.

Echó una ojeada en torno a la salita de Margot, y se maravilló de cómo él, que se enorgullecía de no poder soportar nada de mal gusto, pudiese tolerar aquella cámara de los horrores. Todo, meditó, quedaba embellecido por su pasión.

—Realmente, nos hemos instalado muy bien; ¿no es cierto, cariño?

Ella convino condescendientemente. Sabía que todo aquello era transitorio: el recuerdo del lujoso piso de Albinus permanecía anclado en su mente; pero, por supuesto, ninguna necesidad había de precipitarse.

Un día de julio, volviendo Margot a pie de su modista y cuando ya llegaba a casa, alguien la agarró por detrás, por encima del codo. Dio una vuelta en redondo. Era su hermano Otto. Le sonreía desagradablemente. Dos de sus amigos esperaban a corta distancia, y también ellos le sonrieron.

—Encantado de verte, hermanita. No ha sido muy amable por tu parte olvidar a la familia.

—Suéltame —dijo Margot con calma, dejando caer sus párpados.

Otto se plantó en jarras.

—¡Qué preciosa estás! —La examinó de piel a cabeza—. Miren ustedes: ¡una auténtica señoritinga!

Margot se volvió de espaldas y echó a andar. Pero él la asió otra vez del brazo, lastimándola, y ella profirió un suave «Aah-yy», como hiciera cuando niña.

—Escúchame bien, dijo Otto, hace tres días que te estoy vigilando. Sé dónde vives. Pero es mejor que nos alejemos un poco.

—Déjame marchar —musitó Margot tratando de aflojar los dedos de su hermano.

Su casa estaba muy cerca. Podía dar la casualidad de que Albinus mirase por la ventana. Eso sería un inconveniente.

Cedió a su presión. Él la acompañó, dando la vuelta a la esquina. Silbando y balanceando los brazos, los otros dos, Kaspar y Kurt, los siguieron.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó ella mirando con disgusto a la grasienta gorra de su hermano y al cigarrillo que llevaba tras la oreja.

Él señaló a un lado con la cabeza.

—Vayamos a aquel bar de allí.

—No —gritó ella.

Pero los otros dos se le aproximaron mucho, haciendo «fu, fu» mientras la empujaban hacia la puerta. Ella empezó a sentirse asustada.

En el bar, unos cuantos hombres discutían las próximas elecciones en altos tonos ladradores.

—Sentémonos aquí, en el rincón —dijo Otto.

Se sentaron. Margot recordaba vívidamente y con una especie de admiración la forma en que solían ir a los lagos de los suburbios ella, Otto y aquellos dos jóvenes bronceados. La enseñaron a nadar y le tiraban de sus muslos desnudos bajo el agua. Kurt tenía un ancla tatuada en el antebrazo y un dragón en el pecho. Corrían por el banco y se salpicaban unos a otros con arena viscosa y suave. Los amigos de su hermano le daban azotes sobre su pantalón de baño tan pronto como se tendía en el suelo. ¡Qué delicioso era todo aquello!: el alegre grupo, los envoltorios de papel, el rubio y musculoso Kaspar sacudiendo sus brazos en la orilla del lago, como si estuviera titubeando, mientras gritaba: «¡El agua está fría, fría!» Cuando Kaspar nadaba, mantenía la boca bajo el agua y resoplaba como una foca. Y, al volver junto al grupo, lo primero que hacía era peinarse hacia atrás su cabello negro y ponerse cuidadosamente la gorra. Recordó cómo jugaban a la pelota, y cómo ella se echaba en tierra, y la cubrían con arena, dejando sólo su cara a la vista y confeccionaban una cruz de guijas sobre el montículo.

—Oye una cosa —dijo Otto cuando aparecieron cuatro vasos de bordes dorados, con cerveza—. No tienes por qué avergonzarte de los tuyos por tener un amigo rico. Por el contrario, debes pensar en nosotros.

Tomó un sorbo y sus amigos hicieron lo propio. Miraban a Margot con presuntuosa hostilidad.

—No sabes lo que dices. —Ella le miraba desdeñosamente—. Es bien distinto de lo que piensas. En realidad, estamos comprometidos.

Los tres rompieron en carcajadas. Margot estaba henchida de un asco tal que apartó la mirada y se puso a jugar con el lazo de su bolsa de mano. Otto se la cogió y, abriéndola encontró una polvera, llaves y tres marcos y medio, que se metió en el bolsillo. —Esto bastará para la cerveza —indicó Otto. Luego, con un pequeño saludo, puso la bolsa ante ella.

Pidieron más bebida. También Margot tomó algo, con esfuerzo: detestaba la cerveza, pero no quería que se bebieran la suya.

—¿Puedo irme ya? —preguntó, golpeando con el dedo los chavos gemelos de sus sienes.

—Pero, ¿cómo? ¿No te gusta sentarte con tu hermano y sus amigos? —La voz de Otto era de asombro burlón—. Querida mía, has cambiado mucho. Pero aún no hemos hablado de negocios...

—Me has robado mi dinero, y ahora me marcho.

Ellos gruñeron, y de nuevo se sintió asustada.

—Nada de robos —dijo Otto de una forma abyecta—. Éste no es tu dinero, sino el dinero que le has quitado a alguien que lo sacó del sudor de los proletarios. De modo que es mejor que no hables de robar, so... —Se contuvo y continuó con más calma—: Escúchame, tú: vas a sacarle algún dinero a tu amigo para nosotros, para la familia. Cincuenta. ¿Entendido?

—Y supongamos que me niego.

—Entonces tomaremos nuestra dulce venganza. Sabemos todas tus cosas. ¡Prometida! Ésa sí que es buena.