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Súbitamente, un fulgor cruzó los ojos de Margot, que dijo por lo bajo, sin mirar a su hermano:

—Está bien. Los sacaré. ¿Es eso todo? ¿Puedo irme, ahora?

—Buena chica. Pero ¿qué prisa tienes? Además, tendríamos que vernos más a menudo. ¿Qué te parece una excursión al lago, un día de éstos, eh? —Se volvió a sus amigos—. ¡Menuda la pasábamos! No debiera darse esos aires, ¿no es cierto?

Pero Margot se había puesto ya en pie; estaba vaciando su vaso.

—Mañana por la tarde, en la misma esquina —dijo Otto—. ¿Convenido?

—Convenido.

Margot estaba radiante. Dio la mano a los dos y se marchó.

Al llegar a casa, y cuando Albinus depositó su periódico y se levantó para recibirla, ella vaciló, simulando un desmayo. Fue una comedia mediocre, pero dio resultado. Albinus estaba atemorizado de verdad; la acomodó en el diván; le llevó un poco de agua.

—¿Qué ocurre? Dime qué ocurre —le repetía, mientras le daba palmaditas en el cabello.

—Me vas a abandonar... —gimió Margot.

Él tragó saliva e inmediatamente arribó a la peor conclusión: le había sido infiel. «Está bien. Pues la mataré», pensó ágilmente. Pero en voz alta dijo, tranquilo:

—¿Qué ocurre, Margot?

—Te he engañado —musitó ella.

«Debe morir», pensó Albinus.

—Te he engañado de una forma terrible, Albert. En primer lugar, mi padre no es artista, sino cerrajero, y ahora guarda una portería; mi madre limpia barandillas, y mi hermano es un simple trabajador. Tuve una niñez terrible, terrible de verdad. Fui azotada, torturada.

Albinus sintió un alivio exquisito y una oleada de pena.

—No, no me beses. Tienes que saberlo todo. Me escapé de casa. Gané dinero haciendo de modelo. Una vieja terrible estuvo explotándome. Luego tuve una aventura amorosa. Él estaba casado, como tú, y su esposa no quería darle el divorcio; lo dejé, pues no me resignaba a ser tan sólo su querida, aunque le amase con locura. Después fui acosada por un viejo banquero. Me ofrecía toda su fortuna, pero, desde luego, lo rechacé. Murió del disgusto. Entonces tomé aquel empleo en el «Argus».

—¡Oh, mi pobre, mi pobre ángel desvalido! —murmuró Albinus, que, a la sazón, había dejado de creer que él era su primer amante.

—¿Y, de verdad, no me desprecias? —preguntó ella sonriendo tras sus lágrimas, lo cual era una cosa difícil, visto que no había lágrimas, lo que era difícil puesto que no había lágrimas a través de las cuales sonreír—. ¡Estoy tan contenta de que no me desprecies...! Pero ahora, déjame que te cuente lo más terrible de todo: mi hermano ha averiguado dónde vivo, le he encontrado hoy, y me pide dinero, tratando de hacerme un chantaje, porque cree que tú no sabes nada...; sobre mi pasado, quiero decir. ¿Sabes?, cuando le vi pensé en la vergüenza que suponía tener un hermano así, y luego, en que mi confiado niñito no sospechaba lo que era mi familia, ¿sabes?, me sentí tan avergonzada de ellos, y, también, por no haberte dicho la verdad...

Él la tomó en sus brazos y la meció de aquí para allá; le hubiera cantado una nana, de haber conocido alguna. Ella empezó a reír quedamente.

—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó él—. ¿Quieres que hablemos con la Policía?

—No, eso no —exclamó Margot con extraordinario énfasis.

11

Al día siguiente, por primera vez, Albinus la acompañó a la calle. Margot quería vestidos livianos, artículos de baño y cremas para broncearse. Solfi, el confín adriático que Albinus había elegido para su primer viaje juntos, era un lugar cálido y deslumbrante. Al subir a un taxi, Margot advirtió a su hermano, en pie, al otro lado de la calle, pero no le dijo nada a Albinus.

A él, exhibirse con Margot le incomodaba sobremanera; no lograba acostumbrarse a su nueva posición. Cuando regresaron, Otto había desaparecido. Margot pensó, acertadamente, que estaría muy lastimado en su orgullo, obraría irrazonablemente.

Dos días antes de su partida, Albinus se hallaba sentado ante un pupitre singularmente incómodo, escribiendo una carta de negocios, mientras que ella guardaba cosas en un nuevo y reluciente baúl, en la habitación contigua. Albinus oía el blando crujido del papel de seda y una cancioncilla que ella tarareaba para sí, por lo bajo, con la boca cerrada.

—¡Qué extraño es todo eso! —pensó él—. Si en Nochevieja me hubieran dicho que mi vida iba a cambiar tan radicalmente en unos pocos meses...

A Margot se le fue algo de las manos en la otra habitación. Interrumpió el canturreo unos segundos, para remprenderlo después quedamente.

«Hace seis meses era un marido modelo en un mundo sin Margot. ¡El destino hizo un trabajo rápido! Otros hombres pueden combinar una feliz vida familiar con pequeñas infidelidades, pero, en mi caso, todo se vino abajo inmediatamente. ¿Por qué? Y ahora estoy aquí, sentado, pensando clara e inteligentemente, según parece. Sin embargo, el terremoto está en plena actividad, y Dios sabe cómo quedarán las cosas...»

El timbre sonó de improviso. Desde tres puertas distintas, Albinus, Margot y la cocinera, todos, corrieron al recibidor simultáneamente.

—Albert —susurró Margot—, ten cuidado. Estoy segura de que es él.

—Ve a tu habitación. Yo le atenderé como merece.

Abrió la puerta. Era la aprendiza de la sombrerera. Apenas se hubo marchado, cuando sonó un segundo timbrazo. Abrió de nuevo. Ante él estaba un joven con grosera cara de luna y que, sin embargo, se parecía extraordinariamente a Margot (aquellos ojos oscuros, aquel cabello lacio, aquella nariz recta, un poco puntiaguda;. Llevaba su traje de domingo y el extremo de su corbata estaba embutido en su camisa, entre los botones.

—¿Qué quiere usted? —preguntó Albinus.

Otto tosió y dijo, con una confidencial ironía en su voz:

—Tengo que hablarle de mi hermana, soy el hermano de Margot.

—¿Y puedo preguntarle por qué a mí en particular?

—Usted es Herr... —empezó a decir Otto, con tono inquisitivo.

—Schiffermiller —dijo Albinus, bastante aliviado al descubrir que el muchacho no conocía su identidad.

—Bien, Herr Schiffermiller, ha dado la casualidad de que le viera a usted con mi hermana. De forma que pensé que tal vez le interesaría que yo..., que nosotros...

—Naturalmente, pero ¿por qué se queda en la puerta? Entre, por favor.

Él lo hizo, tosiendo de nuevo.

—Lo que quiero decirle es esto, Herr Schiffermiller: Mi hermana es joven e inexperta. Mamá no ha dormido una noche desde que nuestra pequeña Margot se fue de casa. No tiene más que dieciséis años; no la crea si le dice que es mayor. Déjeme decirle; nosotros somos gente honrada; mi padre, un soldado veterano... Es una situación muy, muy desagradable, No sé qué podría hacerse...