Sintió un gusto desmedido por el bluffdesde su más tierna infancia, por lo que no podía sorprender que su juego de cartas favorito fuera el póquer. Lo jugaba donde quiera que encontrase compañeros, y lo jugaba incluso en sueños, con personajes históricos, con algún primo lejano en quien, en la vida real, nunca pensaba, o con personas que, también en la vida real, se hubiesen negado rotundamente a permanecer en la misma habitación que él. Aquella noche tomó en sueños sus naipes, hizo con los cinco un montoncito y, uno a uno, los extendió ante sus ojos, amagadamente, viendo con placer un comodín con su capuchón de cascabeles, y luego otro, y otro, y así hasta que, según separaba los naipes con un leve movimiento de pulgar e índice, descubrió que estaba en posesión de cinco comodines. «¡Magnifico:», dijo para si, sin albergar ninguna sorpresa ante tal pluralidad, haciendo con calma su primera apuesta, que Enrique VIII (de Holbein), con sólo cuatro reinas, dobló. Al despertar, tenía la misma expresión que si hubiese jugado la partida realmente.
La mañana helada era tan oscura que tuvo que encender la lamparilla de su mesita de noche. Los cristales de la ventana estaban sucios. Pensó que podían haberle dado una habitación mejor por su dinero (dinero que, por otra parte, quizá no vieran nunca); y de repente, con una conmoción dulce, pensó también en el curioso encuentro de la víspera.
Por lo regular, Rex evocaba sus aventuras amorosas sin demasiado sentimentalismo. Margot era una excepción. En el curso de aquellos dos últimos años la había recordado a menudo, contemplando con algo muy parecido a la melancolía aquel rápido croquis al lápiz; extraño sentimiento éste, porque Axel era, por decir de él lo mejor, un cínico.
Cuando, muy joven, salió por primera vez de Alemania (precipitadamente, para escapar de la guerra), había abandonado a su pobre y mediocre madre, que se cayó por la escalera al día siguiente de la partida de Axel para Montevideo, hiriéndose fatalmente. Siendo niño, rociaba con aceite ratones vivos y les prendía fuego, sólo por verles correr enloquecidos, como meteoros llameantes, durante unos breves segundos. Y es mejor no explicar las cosas que hacía a los gatos. Luego, mayor ya, desarrollado su talento artístico, trató de saciar su curiosidad por medios más sutiles, pues su inquietud no era ninguna de esas cosas morbosas que tienen un nombre médico (¡oh, no, ni mucho menos!), sino una curiosidad fría, extasiada; notas marginales que la vida suministraba a su arte. Le divertía muchísimo que la vida fuese considerada como algo tonto, cosa que ocurría inevitablemente en las caricaturas. Despreciaba los chistes prácticos; le gustaba que ocurriesen por sí mismos, con sólo un leve toque de su contribución personaclass="underline" él empujaba la bola de nieve montaña abajo. Le encantaba tomar el pelo a la gente; y cuanta menos dificultad encerraba el proceso, tanto más le agradaba el chiste. Y, al propio tiempo, este hombre peligroso era, con el lápiz en la mano, un artista excelente.
El tío, que se halla en casa acompañado solamente de sus sobrinos, dice que se disfrazará para divertirles. Después de una larga espera y en vista de que no aparece, los niños bajan y ven a un hombre enmascarado que está metiendo la plata en un saco. «¡Oh, tío!», exclaman, encantados. «¿Verdad que es buena mi caracterización?», dice el tío, arrancándose la máscara. Así reza el silogismo hegeliano del humor. Tesis: el tío se disfrazó de ladrón (risa para los niños); antítesis: era un ladrón en realidad (risa para el lector); síntesis: sin embargo, era el tío (tomadura de pelo en general). Ésta era la clase de superhumor que a Rex le gustaba incorporar a su trabajo; y esto, según él, era absolutamente nuevo.
Un gran maestro, en lo alto de un andamio, va retrocediendo para admirar mejor su fresco terminado. El próximo paso le hará caer, y como un grito de advertencia podría ser total, el aprendiz tiene el valor de echar el contenido de un cubo sobre la obra de arte. ¡Qué divertido! ¡Pero cuánto más divertido hubiera sido dejar que el extasiado maestro cayese en el vacío, mientras el muchacho desgraciaba la pintura! El arte de la caricatura, tal como él lo comprendía, se basaba, pues (y aparte de la naturaleza sintética y de doble alcance), en un contraste entre la crueldad y la credulidad. Y si, en la vida real, contemplaba impávido cómo un mendigo ciego, golpeando el suelo con su báculo, se disponía a sentarse en un banco recién pintado, esto se debía tan sólo a que estaba buscando inspiración para su próxima viñeta.
Pero todo su concepto de las cosas se derrumbaba en lo tocante a Margot. En este caso, el pintor Rex triunfaba sobre Rex el humorista, incluso en el sentido artístico. Le desagradaba un poco el hecho de que encontrarla de nuevo le hubiera causado tan gran placer: de hecho, si había dejado a Margot era porque temía cogerle demasiado apego.
Deseaba averiguar, en primer lugar, si ella vivía realmente con Albinus. Consultó su reloj: mediodía. Miró su billetero: estaba vacío. Se vistió y se fue andando a la casa en que había estado la noche anterior. La nieve caía lenta y persistentemente.
La casualidad quiso que fuese Albinus en persona quien abriera la puerta, sin reconocer a su invitado en aquella figura cubierta de nieve que estaba ante él. Pero cuando Rex, después de haber limpiado sus pies en el felpudo, levantó la cara, Albinus le dispensó una cordial bienvenida. Aquel hombre le había impresionado, no sólo por su agudo ingenio y desenvoltura, sino también por su extraordinario aspecto personaclass="underline" sus pálidas mejillas hundidas, sus gruesos labios y aquel extraño cabello negro formaban una especie de fealdad fascinante. Por otra parte, era agradable recordar que Margot, al hablar de la fiesta, había observado: «Ese amigo tuyo tiene una cara asquerosa; es un hombre a quien no besaría por todo el oro del mundo.» Y la opinión que le había merecido a Dorianna no era menos interesante.
Rex se excusó por lo inoportuno de su visita, lo cual hizo reír a Albinus con el mejor humor.
—A decir verdad —le explicó Rex—, es usted una de las pocas personas de Berlín a quien me gustaría conocer más íntimamente. En América se hacen amigos con más facilidad que aquí, y he adquirido la costumbre de comportarme sin convencionalismos. Excúseme si le molesto, pero, ¿cree usted aconsejable tener esa muñeca de trapo en el diván, habiendo un Ruysdael encima mismo de él? A propósito, ¿puedo examinar sus cuadros más detenidamente? Ese de ahí parece soberbio.
Albinus le acompañó a través de las habitaciones. Cada una de ellas contenía alguna hermosa pintura, aparte de algunas falsificaciones. Rex estaba entusiasmado. Se preguntaba si aquel Lorenzo Lotto, con el Juan de túnica malva y la Virgen llorando, sería auténtico. En otra época de su vida aventurera había trabajado como falsificador de cuadros, produciendo algunas cosas muy buenas. El siglo XVII era su fuerte. La noche anterior había descubierto un viejo amigo en el comedor; lo examinó de nuevo con exquisita delicia. en uno de los mejores lienzos de Baugin: una mandolina sobre un marco de ajedrez, una copa de vino rubí y un clavel blanco.