—Es bastante divertido esto de ser el amigo de la casa —dijo Rex riendo secamente por un instante.
Margot le miró y dijo con enfado:
—Sí, te quiero, feo; pero no hay nada que hacer, tú lo sabes.
Rex retorció el envoltorio y lo tiró sobre la mesa.
—Escúchame, querida, tú tienes que venir a mis manos un día u otro; está claro. Desde luego, mis visitas a esta casa son cordialísimas, agradabilísimas y todo lo que quieras, pero el juego me está poniendo enfermo.
—En primer lugar, hazme el favor de no levantar la voz. No estarás contento hasta que hayamos hecho alguna idiotez. A la más mínima sospecha, me matará o me echará de la casa, y ni tú ni yo tendremos un céntimo.
—¿Matarte? —cloqueó Rex—. ¡Ésta sí que es buena!
—Haz el favor de callarte. ¿Es que no comprendes? Una vez se haya casado conmigo, estaré menos nerviosa y más libre de actuar como me convenga. De una esposa no puede desprenderse tan fácilmente. Además, está la película. Tengo una serie de planes.
—¡La película! —Rex rió de nuevo.
—Sí, ya lo verás. Estoy segura de que va a ser un gran éxito. Tenemos que esperar. Yo estoy tan impaciente como tú, amor mío.
Él se sentó al borde del sofá y le rodeó el hombro con el brazo.
—No, no —dijo ella, temblando y cerrando ya los ojos.
—Solamente un besito pequeño.
—Muy pequeño.
La voz de Margot era ahogada.
Se inclinó sobre ella, pero de pronto se abrió una puerta en la distancia, y oyeron acercarse a Albinus: alfombra, suelo, alfombra otra vez.
Rex intentaba alzarse cuando advirtió que el botón de su chaqueta había quedado prendido en la puntilla del hombro de Margot, que trató de desenredarlo con dedos ágiles. Él dio un tirón, pero la puntilla se negaba a ceder. Margot gruñó de rabia mientras tiraba del nudo con sus agudas uñas brillantes. En aquel mismo momento, Albinus entró en la habitación.
—No, no estoy abrazando a FräuleinPeters —dijo Rex con frialdad—. Simplemente, la estaba acomodando, cuando mi botón se quedó prendido, ¿ve usted?
Margot estaba aún luchando con la puntilla, sin levantar la mirada. La situación era en extremo grotesca, y Rex se sentía enormemente divertido.
Albinus sacó en silencio un grueso cortaplumas con una docena de hojas, una de las cuales era una pequeña lima. Probó, a su vez, pero se le rompió una uña. La farsa se desarrollaba estupendamente.
—Por favor, no la apuñale —dijo Rex con arrobo.
—Fuera las manos —dijo Albinus.
Pero Margot gritó:
—No te atreverás a cortar la puntilla, ¿verdad? Corta el botón.
—¡Alto! El botón es mío —vociferó Rex.
Por un momento, pareció como si ambos hombres fueran a echarse encima de ella. Rex dio un tirón final, algo crujió y él quedó libre.
—Venga a mi estudio —dijo Albinus sombríamente.
«Ahora, firmes», pensó Rex; y recordaba una evasiva que en otra ocasión le ayudó a embaucar a un rival.
—Tenga la bondad de sentarse —dijo Albinus, frunciendo el ceño—. Lo que quiero decirle es bastante importante. Se refiere a esa exposición de White Raven. Antes me preguntaba si querría usted ayudarme. Como puede ver, estoy finalizando un artículo bastante involucrado y también bastante sutil; en él dispenso un rudo tratamiento a diversos expositores.
«¡Jo, jo! —pensó Rex—. De modo que por eso tenías esa expresión tan lúgubre. ¿Tinieblas en el erudito cerebro? ¿Las angustias de la inspiración? Delirante.»
—Ahora bien, lo que quisiera de usted —continuó Albinus— es que ilustrase mi artículo, sazonándolo con pequeñas caricaturas que den énfasis a las cosas que critico y satirizo: color y formas; es decir, lo que hizo usted una vez con Barcelo.
—Soy su hombre —dijo Rex—. Pero también yo tengo una pequeña petición. Estoy a la espera de diversos honorarios y he quedado escaso de dinero... ¿Podría usted hacerme un anticipo? Una tontería, digamos quinientos marcos, ¿le parece?
—Por supuesto. Y más si lo desea. De todos modos, fijará usted mismo el precio de sus dibujos.
—¿Es esto un catálogo? —preguntó Rex—. ¿Puedo echarle una ojeada? Chicas, chicas, chicas —continuó diciendo, con marcado disgusto, mientras consideraba las reproducciones. Chicas cuadradas, chicas oblicuas, chicas con elefantiasis...
—Pero, ¿cómo, por favor —preguntó Albinus pícaramente—, es que las chicas le hastían?
Rex le habló con toda franqueza.
—Bueno, supongo que eso es tan sólo una cuestión de gustos —dijo Albinus, que se enorgullecía de su amplitud de criterio—. Por supuesto, no le condeno a usted. En un tendero me repugnaría, pero en un pintor es del todo distinto, muy deleitable, en realidad, muy romántico; recordemos que la costumbre nos llega desde Roma. Sin embargo, puedo asegurarle que no sabe usted lo que se pierde.
—¡Oh, no, gracias! Para mí, una mujer es tan sólo un mamífero inofensivo, o una compañera agradable, a veces.
Albinus se rió.
—Bueno, en vista de que se muestra usted tan abierto sobre el asunto, déjeme que, a mi vez, le confiese algo. Aquella actriz, la Karenina, me dijo tan pronto como le vio que estaba segura de que el sexo débil le era a usted de todo punto indiferente.
«¡Magnífico!», pensó Rex.
20
Transcurrieron unos días. Margot tosía aún, Se quedó en casa y, sin otra cosa que hacer (la lectura no era su fuerte), se divirtió en la forma que Rex le había sugerido: descansando tranquilamente en un esplendoroso caos de cojines, consultaba la guía telefónica y llamaba a individuos desconocidos, a tiendas y a empresas comerciales. Encargó cochecitos de niños, violetas, y aparatos de radio, que debían ser enviados a direcciones escogidas al azar; tomó el pelo a probos ciudadanos y aconsejó a sus esposas que fueran menos crédulas; llamó al mismo número diez veces consecutivas, desesperando a los señores Traun, Baum & Käsebier. Le hicieron maravillosas declaraciones de amor y recibió denuestos aún más maravillosos. Albinus entró y se quedó mirándola afectuosamente, mientras ella encargaba un ataúd para cierta Frau Kirchof. Llevaba el kimono abierto, y movía sus pequeños pies con una alegría maliciosa y sus ojos oscilaban de un lado a otro, mientras escuchaba. Albinus, henchido de una ternura apasionada, se quedó inmóvil, un poco apartado, temeroso de acerase, temeroso de estropear el placer de su pequeña.
En aquel momento estaba relatando al profesor Grim la historia de su vida, implorándole que accediese a encontrarse con ella a media noche, mientras que, al otro extremo del hilo, el profesor debatía dolorosa y ponderativamente consigo mismo, tratando de dilucidar si aquella invitación era una burla o el resultado de su fama de ictiólogo.