Выбрать главу

—¿Por qué no me han avisado antes? —murmuró Albinus, levantando las cejas, sin dirigirse a nadie en particular.

Frunció el ceño, meneó la cabeza e hizo crujir las coyunturas de sus dedos. Silencio. El reloj tictaqueaba sobre el mantel. Lampert llegó desde la habitación de la niña.

—¿Qué? —preguntó Albinus, ronco.

Lampert se volvió hacia el viejo y digno caballero, que, agitando suavemente los hombros, siguióle al cuarto de la enferma.

Transcurrió largo tiempo. Las ventanas estaban muy oscuras; nadie se había preocupado de descorrer las cortinas. Albinus cogió una naranja y empezó a pelarla lentamente. Fuera caía la nieve, y de la calle no llegaban sino ruidos apagados. De vez en cuando se percibía un tintineo en el radiador de la calefacción. Abajo, en la acera, alguien silbó cuatro notas del tema de Sigfrido; todo volvió al silencio. Albinus comía la naranja lentamente. Estaba muy ácida. De pronto entró Paul y, sin mirar a nadie, articuló una sola palabra, una palabra breve.

En el cuarto de la niña, Albinus vio a su esposa cuando ésta se inclinaba, inmóvil absorta, sobre el lecho, sosteniendo aún en la mano lo que parecía un espejo espectral. La enfermera le rodeó los hombros con el brazo y desapareció con ella en lo oscuro. Albinus se aproximó a la cama. Por un momento percibió la imagen vaga de una carita muerta, y un corto labio pálido, y unos dientes de leche desnudos, entre los que faltaba uno. Luego todo se tornó nebuloso ante su mirada. Se volvió redondo y, con mucho cuidado, tratando de no tropezar con nada ni con nadie, dejó la estancia. La puerta de la calle estaba cerrada, pero, tan pronto como llegó a ella, acercóse una dama muy pintada, que llevaba una mantilla española, y la abrió, dejando entrar a un hombre cubierto de nieve. Albinus consultó su reloj. Era más de medianoche. ¿Había pasado allí, realmente, cinco horas?

Estuvo caminando a lo largo del pavimento blanco, suave y crujiente. Dudaba aún de lo ocurrido. Creía ver a una Irma de sorprendente viveza, columpiándose en las piernas de Paul, o tirando una pelota a la pared, con las manos; pero los taxis hacían sonar sus bocinas como si nada hubiera pasado; la nieve relucía bajo las luces, como en Navidad; el firmamento estaba renegrido, y tan sólo en la distancia, más allá de la oscura masa de tejados, en dirección al Gedächtniskirche, donde estaban enclavados los grandes palacios de pinturas, se fundía el negro de la noche con unos tonos parduscos, sofocantes. Súbitamente recordó los nombres de las dos damas del diván: Blanche y Rosa von Nacht.

Llegó a casa. Margot descansaba en decúbito supino, fumando sin control. Albinus estaba vagamente consciente de haber disputado con ella de una forma horrible; pero no importaba. Ella siguió sus movimientos con la mirada, mientras él recorría la habitación arriba y abajo, secándose el rostro, mojado por la nieve. Todo lo que Margot sentía en aquellos instantes era un delicioso contento. Rex se había marchado unos momentos antes, contento también.

21

Acaso por primera vez en el curso del año que había pasado junto a Margot, Albinus fue consciente de la torpeza descendida sobre su vida. En aquel momento, con deslumbradora claridad, el destino parecía estar instándole a volver en sí; Albinus percibía sus atronadora recriminaciones y se daba cuenta de la preciosa oportunidad que le era ofrecida para erigir su existencia sobre las viejas bases; y sabía, con la lucidez del pesar, que, si regresaba junto a su esposa en aquellas circunstancias, la reconciliación, que en otro momento hubiera sido imposible, vendría casi por sí misma.

Determinadas rememoraciones de aquella noche le robaban la paz: recordaba la forma en que Paul se le acercó, con la mirada implorante, y luego, alejándose, le apretó levemente el brazo; recordaba cómo, a través del espejo, había captado un fugaz vislumbre en los ojos de su esposa, donde brillaba una expresión desgarradora, lastimosa, de criatura acosada, que sin embargo, guardaba similitud con una sonrisa.

Lo evocaba todo con profunda emoción. Sí, había de asistir al funeral de su niñita, se quedaría con su mujer para siempre.

Telefoneó a Paul, y la criada le dijo la hora el lugar en que se celebraría el entierro. A la mañana siguiente se levantó mientras Margot estaba aún durmiendo y ordenó al criado que le preparase su traje negro y su sombrero de copa. Después de beber apresuradamente un poco de café, entró en el cuarto que había pertenecido a Irma, ocupado ahora por una larga mesa de ping-pong. Con descuido tomó una pelotita de celuloide y la dejó botar, pero no se imaginó a su hija, sino a una muchacha graciosa, vivaz, descocada, que reía, sobre la mesa, con una mano en alto, esgrimiendo una pala de juego.

Era la hora de partir. Dentro de unos minutos estaría sosteniendo a Elisabeth por debajo del codo, ante una tumba abierta. Lanzó la pelotita sobre la mesa y se dirigió rápidamente al dormitorio para ver por última vez a Margot, durmiendo. Y, mientras permanecía junto al lecho, fijos sus ojos en aquella cara pueril de labios rosados y coloreadas mejillas, Albinus rememoró la primera noche que pasaron juntos y pensó, con horror, en el futuro al lado de su esposa, pálida y desvaída. Ese futuro se le antojaba como uno de esos largos y polvorientos corredores a cuyo fin encontramos una caja claveteada o un cochecito de niño, desvencijado.

Con un estuerzo, apartó los ojos de la durmiente, se mordió nervioso la uña del pulgar, se acercó a la ventana. Automóviles relucientes se abrían paso a través de los charcos; en la esquina, una mujerzuela desastrada vendía violetas; un perro aventurero de aguas seguía a un minúsculo pequinés, que se debatía y ladraba, sujeto por una correa; un brillante trozo de rápido cielo azul se reflejó en una vidriera que una doncellita de brazos desnudos limpiaba vigorosamente.

—¿Qué haces levantado, tan pronto? ¿Adónde vas? —preguntó Margot con voz perezosa truncada por un bostezo.

—A ningún sitio —dijo él, sin volverse.

22

—No estés tan deprimido, gatito —le dijo ella quince días más tarde—. Ya sé que todo eso es muy triste, pero ya han llegado a ser casi extraños para ti; tú mismo te das cuenta, ¿no es cierto? Y, desde luego, pusieron a la niñita en contra tuya. Créeme, comparto enteramente tu pesar, aunque, si yo pudiera tener hijos, preferiría un niño.

—En ti tengo ya una niña —dijo Albinus, dándole una palmada en el cabello.