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La criada abrió una puerta interior que comunicaba con el baño, cruzó éste y, abriendo una segunda puerta, les mostró otro dormitorio.

Rex y Margot intercambiaron las miradas súbitamente.

—No sé si le importará compartir el baño con nosotros, Rex —dijo Albinus—. Cuando Margot lo toma por asalto, tarda lo suyo en salir, y lo deja todo inundado.

—Bueno —rió Rex—, ya nos arreglaremos de alguna forma.

—¿Está usted bien segura de que no hay ninguna otra habitación individual? —preguntó Albinus volviéndose a la criada.

Margot intervino apresuradamente.

—¡Qué tontería! —dijo—. Esto está bien. Yo me niego a seguir trotando más por ahí.

Y, mientras traían el equipaje, se dirigió a la ventana. En el cielo color ciruela brillaba una estrella grande, las negras copas de los árboles estaban en perfecta inmovilidad, los grillos cantaban..., pero ella no vio ni oyó nada.

Albinus empezó a desempaquetar su necesser, con los artículos de aseo.

—Antes que nada, voy a darme un baño —dijo Margot desnudándose a toda prisa.

—Adelante, pues —dijo Albinus jovialmente—. Me voy a afeitar. Pero no tardes; tenemos que cenar algo.

A través del espejo vio la blusa de Margot, su falda, un par de ligeras prendas interiores, una media y luego la otra, todo ello atravesando el aire velozmente.

—Desordenada —dijo, mientras se enjabonaba la barbilla.

Oyó cerrarse la puerta, el chirrido del pestillo y luego el agua, cayendo estrepitosamente.

—No hace falta que te encierres. No voy a sacarte —gritó él, en tono festivo, mientras se tersaba la mejilla con un dedo.

El agua fluía uniformemente tras la puerta cerrada. Albinus se raspó cuidadosamente la mejilla con una Gillettemuy cromada. Se preguntó si en aquel lugar tendrían langostas à la Américaine.

El agua siguió corriendo y su ruido crecía más y más. Albinus había dado la vuelta a la esquina, por así decirlo, y se disponía a regresar a su manzana de Adán, donde siempre queban algunos pelos rebeldes, cuando, de pronto advirtió que por debajo de la puerta se desliaba un reguero de agua que partía del cuarto de baño. El estrépito de los grifos había alcanzado ya su nota culminante. Se asustó.

—No puede haberse ahogado —murmuró, corriendo a la puerta y llamando con los nudillos.

Con ansiedad pregunto:

—Querida, ¿te encuentras bien? ¡Estás inundando la habitación!

No obtuvo respuesta.

—¡Margot, Margot! —gritó haciendo crujir el pomo e ignorante por completo de la extraña intervención que las puertas habían tenido en su vida y en la de ella.

Margot entró rápidamente en el baño. Estaba lleno de vapor y de agua caliente. Cerró los grifos con ágiles movimientos.

—Me dormí —voceó quejumbrosamente a través de la puerta.

—Estás loca —dijo Albinus—. ¡Qué susto me has dado!

Los arroyuelos que lamían la alfombra gris se hicieron más tenues y se detuvieron. Albinus regresó ante el espejo y se enjabonó el cuello una vez más.

Al cabo de unos minutos, Margot salió del baño, fresca y radiante, y empezó a rociarse de polvo talco. Albinus, a su vez, fue a tomar un baño. La habitación rezumaba humedad. Llamó a la puerta de Rex.

—No le haré esperar —voceó—. Le dejo el baño libre dentro de un minuto.

—¡Oh, no se apresure, no se apresure! clamó Rex con una dicha nada sorprendente.

Durante la cena, Margot estuvo de excelente humor. Se sentaron en la terraza. Una mariposa blanca revoloteaba en torno a la lámpara y cayó sobre el mantel.

—Vamos a quedarnos aquí mucho, mucho tiempo —dijo Margot—. Este lugar me gusta horrores.

27

Pasó una semana, y otra. Los días eran rápidos. Había montones de flores y de extranjeros, y, a una hora de coche, una hermosa playa arenosa que se extendía entre rocas color rojo oscuro y el profundo azul del mar. Su hotel estaba rodeado de montículos cubiertos de pinos y era un buen edificio, de un estilo morisco que a Albinus le hubiera hecho rechinar los dientes de no haber sido tan feliz. Margot y Rex eran muy fefices también.

La admiraban muchos: la admiraba un fabricante de sedas, de Lyon, un inglés apacible que coleccionaba escarabajos, los jóvenes que jugaban al tenis con ella. Pero, indiferente a quien la mirara o bailase con ella, Albinus no sentía ninguna clase de celos. No dejaba de sorprenderle el recordar las angustias que había sufrido en Solfi: ¿por qué todo le había causado malestar entonces y por qué se sentía tan seguro de ella en la actualidad? No advirtió una cosa: que Margot ya no tenía deseo de agradar a los demás; sólo necesitaba un hombre: Rex. Y Rex era la sombra de Albinus.

Un día, los tres hicieron una larga excursión por las montañas, se perdieron y por último lograron bajar por un agreste camino de peñas que acabó de extraviarlos. Margot, que no estaba acostumbrada a caminar, se hirió en un pie, y los dos hombres la llevaron por turnos, tambaleándose bajo el peso de su carga, pues ninguno de los dos era demasiado atlético. A eso de las dos de la tarde alcanzaron un pueblo bañado en sol, y en él un autobús listo para partir hacia Rouginard; estaba aparcado en una plaza asfaltada, donde algunos hombres jugaban a los bolos. Margot y Rex se instalaron en el interior del coche; Albinus estaba a punto de hacer lo propio, pero, al advertir que el conductor no ocupaba aún su plaza y estaría atareado durante un rato ayudando a un granjero a subir dos enormes canastos en el vehículo, llamó a la ventana entreabierta junto a la que se sentaba Margot y le dijo que iba a beber algo. Entró en un pequeño bar, en la esquina de la plaza. Al acercarse al mostrador tropezó con un hombrecillo delicado, que vestía pantalones blancos de franela; estaba pagando apresuradamente. Se miraron.

—¿Usted aquí, Udo? —exclamó Albinus. Éste es un placer inesperado.

—Muy inesperado —dijo Udo Conrad. Está usted un poco más calvo, querido. ¿Se encuentra usted aquí con su familia?

—Pues, no... ¿Sabe?, paro en Rouginard y..

—¡Magnífico! También yo vivo en Rouginard —dijo Conrad—. ¡Cielos, el autobús está arrancando! Corra usted.

—Voy en seguida —dijo Albinus, apurando su cerveza.

Conrad salió escapado hacia el autobús y montó. Sonó la bocina. Albinus empezó a pagar con monedas francesas.

—No hay prisa —dijo el dueño del bar, un hombre melancólico de bigote ralo—. Primero dará la vuelta al pueblo y luego volverá a pararse en esta esquina, antes de salir hacia Rouginard.