—¡Ah, bien! —dijo Albinus—. Entonces tomaré otro trago.
Desde el dintel resplandeciente vio alejarse al autobús, chato y amarillo, a través de un laberinto de sombras de árboles, que parecieron mezclarse con el vehículo y disolverlo.
«¡Qué gracioso encontrar a Udo! —pensó Albinus—. Se ha dejado crecer una barbita rubia, como para compensar el cabello que yo he perdido. ¿Cuándo nos vimos por última vez? Hace seis años. ¿Me ha emocionado verle? En absoluto. Creí que vivía en San Remo. Un hombre extraño, endeble, atemorizado y no muy feliz. Celibato, fiebre de heno, detesta los gatos y el tictac de los relojes. Buen escritor. Un escritor delicioso. Es divertido que no tenga ni la más vaga idea de que mi vida ha cambiado. Es divertido que yo esté aquí, en pie, en este lugar caluroso y amodorrado donde no había estado en mi vida y adonde, probablemente, no volveré jamás. ¿Qué estará haciendo ahora Elisabeth? Vestido negro, manos ociosas. Mejor no pensar en eso.»
—¿ Cuánto tarda el autobús en dar la vuelta al pueblo? —preguntó en su francés lento, inseguro.
—Un par de minutos —dijo tristemente el dueño del bar.
«No está demasiado claro lo que hacen con esas bolas de madera —siguió pensando—. ¿De madera? ¿O es alguna clase de metal? Primero se las acoplan a la mano, luego las lanzan..., ruedan, se detienen. ¡Sería horrible que Udo entrase en conversación con la pequeña durante el camino, y ella se lo dijese todo antes que yo le explique...! ¿Lo hará? No sabría decir. Sin embargo, no es probable que hablen. Se sentía desdichada, la pobrecita, y permanecerá en su asiento, muy quieta.»
—Parece ser un pueblo muy grande, a juzgar por el tiempo que tarda el coche en dar la vuelta —comentó en voz alta.
—No le da la vuelta —dijo un viejo que fumaba en una pipa de arcilla, sentado en una mesa, detrás de él.
—Sí, la da —afirmó, contristado, el dueño del bar.
—Eso fue hasta el último sábado. Ahora sale directo.
—Bueno —dijo el dueño del bar—, yo no tengo ninguna culpa, ¿no es cierto?
—Pero, ¿qué hago yo ahora? —exclamó Albinus, desalentado.
—Tome el próximo —dijo el viejo juiciosamente.
Cuando llegó al hotel encontró a Margot tendida sobre una hamaca en la terraza, comiendo cerezas, y a Rex, sentado en traje de baño en el parapeto blanco, su larga espalda pilosa vuelta al sol. Un cuadro de feliz apacibilidad.
—Perdí el dichoso autobús —dijo Albinus con una forzada sonrisa.
—Sabía que te iba a ocurrir —dijo Margot.
—Dime, ¿viste a un hombre bajito, con una pequeña barbita rubia?
—Yo sí le vi —dijo Rex—. Se sentó detrás de nosotros. ¿Qué ocurre?
—Nada; es sólo un hombre que traté... hace muchos años.
28
A la mañana siguiente, Albinus hizo concienzudas pesquisas en la Oficina de Turismo y en una pensión alemana, pero nadie supo indicarle el paradero de Udo Conrad. «Al fin y al cabo, no tenemos mucho que decirnos —pensó—. Probablemente tropezaré con él otra vez, si nos quedamos aquí más tiempo. Y si no, tampoco importa mucho.»
Unos cuantos días después se despertó más temprano que de costumbre, y, abriendo los postigos de par en par, sonrió al tierno cielo azul y a las suaves laderas verdes, luminosas a pesar de la bruma, como si fuese un brillante frontispicio bajo papel de seda; sintió un fuerte deseo de escalar y caminar aspirando aquel aire que olía a tomillo.
Margot despertó.
—Aún es temprano... —dijo, adormecida.
Eran las ocho, aproximadamente. Albinus le propuso que se vistiese de prisa y se fueran a pasar el día fuera los dos, solos...
—Ve tú —murmuró ella, volviéndose del otro lado.
—¡Oh, haragana! —dijo Albinus, entristecido.
Bajó y alejóse a buen paso, dejando atrás las estrechas callejas, cortadas longitudinalmente en dos por el sol y la sombra mañaneros, y empezó el ascenso.
AI pasar ante una diminuta villa pintada en rosa pálido oyó el ruido de una podadera y vio a Udo Conrad, que estaba trabajando en un pequeño jardín rocoso. Siempre le habían gustado las plantas, Albinus lo recordaba.
—Por fin logro verle —dijo Albinus alegremente.
Udo se volvió, sin corresponder a su sonrisa.
—¡Oh! —dijo con sequedad—, no esperaba verle de nuevo.
La soledad le había hecho susceptible como una solterona y derivaba un placer morboso en sentirse ofendido.
—No sea usted tonto, Udo. —Albinus se acercó a él, apartando con cuidado el abundante follaje de una mimosa que se dobló a su paso—. Sabe usted perfectamente que no perdí el coche a propósito. Creía que daba la vuelta al pueblo antes de salir de él.
Conrad se suavizó un poco.
—No importa —dijo—; suele ocurrir así, uno encuentra a un amigo después de un largo intervalo y, de pronto, siente un deseo irrefrenable de quitárselo de encima. Supuse que no le agradaba la perspectiva de tener que charlar sobre los viejos tiempos en la prisión móvil de un autobús; y lo evitó usted limpiamente.
Albinus se rió.
—Lo cierto es que le he estado buscando como un loco estos últimos días. Al parecer, nadie conoce su paradero.
—Sí, hace muy poco que alquilé esta casita. ¿Y dónde se aloja usted?
—En el «Britannia». De verdad, Udo, estoy enormemente contento de verle. Tiene usted que hablarme de su vida.
—¿Quiere que demos un paseo? —propuso Conrad dubitativamente—. ¡Magnífico! Me pondré otros zapatos.
Regresó al cabo de un minuto, y ambos empezaron a remontar una carretera fresca y umbría que serpenteaba entre muros cubiertos de hiedra. El sol de la mañana no había rozado aún su asfalto añil.
—¿Y cómo está su familia? —preguntó Conrad.
Albinus titubeó un momento y dijo:
—Mejor que no me pregunte, Udo. Me han ocurrido algunas cosas terribles últimamente. Elisabeth y yo nos separamos el año pasado; luego, mi pequeña Irma murió de pulmonía. Preferiría no hablar de estas cosas, si no le importa.
—Lamento lo ocurrido —musitó Conrad.
Los dos hombres quedaron en silencio; Albinus acariciaba la idea de si no sería encantador y excitante hablar de su apasionada aventura a aquel viejo amigo suyo, que siempre le había tenido por un hombre tímido y comedido: pero lo dejó para más tarde. Conrad, por su parte, estaba pensando que había sido un error ofrecer aquel paseo: le gustaba más que la gente llevase la iniciativa y fuera feliz cuando compartían su compañía.