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—No sabía que estuviese usted en Francia —dijo Albinus—. Pensé que habitualmente vivía usted en el país de Mussolini.

—¿Quién es Mussolini? —preguntó Conrad con cara de desconcertado mal humor.

—¡Ah!, siempre el mismo —dijo Albinus, riéndose—. No se aterre, no le voy a hablar de política. ¿Cómo va su trabajo? Su última novela era soberbia.

—Me temo que nuestra patria no está del todo capacitada para apreciar mis escritos. De buena gana escribiría en francés, pero me cuesta infinito separarme de la experiencia y riqueza amasadas desde que comencé a manejar nuestra lengua.

—Vamos, vamos. Hay montones de gente que adoran sus libros.

—No como los adoro yo. Pasará mucho tiempo, un siglo acaso, hasta que se aprecie mi obra. Es decir, si el arte de componer y leer no ha sido olvidado para entonces; y me temo que lo ha sido, y bastante concienzudamente, durante este último siglo, en Alemania.

—¿Cómo es eso? —preguntó Albinus.

—Verá, cuando una literatura se nutre casi exclusivamente de la vida y las vidas, esta muriendo. Y yo no creo en las novelas freudianas o en las novelas en torno a la apacible campiña. Puede usted argüir que no es la literatura en masa lo que cuenta, sino los dos o tres auténticos escritores que permanecen apartados, en el anonimato, inadvertidos por sus graves y pomposos contemporáneos. De todas formas, a veces esto es bastante descorazonador. Me enfurece ver la clase de libros que la gente toma en serio.

—No —dijo Albinus—, yo no coincido en absoluto con usted. Si nuestra época se interesa por los problemas sociales, no existe razón para que los escritores de talento no traten de ayudar. La guerra, la inquietud de la posguerra...

—Cállese usted —gimió Conrad dulcemente.

De nuevo quedaron en silencio. La carretera serpenteante les había llevado a un calvero entre pinos donde la algarabía de las cigarras era como un infinito enrollar y desenrollarse de algún juguete de cuerda. Un arroyo corría sobre piedras planas que parecían estremecerse bajo los nudos del agua. Se sentaron en el césped seco y oloroso.

—Pero, ¿no se siente usted un poco apátrida viviendo siempre en el extranjero? —preguntó Albinus mirando las copas de los árboles, que parecían algas flotando en agua azul—. ¿No añora usted el sonido de las voces alemanas?

—¡Oh!, verá usted, encuentro compatriotas de vez en cuando y algunas veces es divertido. He notado, por ejemplo, que los turistas alemanes se inclinan a pensar que no hay nadie que pueda entender su idioma.

—Yo no podría vivir siempre en el extranjero —siguió Albinus, descansando sobre su espalda y siguiendo soñadoramente con los ojos los perfiles de los golfos y lagunas y grietas que se formaban entre las ramas verdes.

—Aquel día que nos encontramos —dijo Conrad, reclinando también su cabeza sobre los brazos— tuve una experiencia más bien fascinante con aquellos dos amigos suyos del autobús. ¿Les conoce usted, no es cierto?

—Sí, ligeramente —dijo Albinus con una risa breve.

—Eso es lo que pensé, a juzgar por la alegría que expresaron al verle quedarse en tierra.

«Condenada chiquilla —pensó Albinus con ternura—. ¿Le hablo de ella? No.»

—Lo pasé magníficamente escuchando su conversación. Pero lo que sentí no fue nostalgia precisamente. Es algo extraño: cuanto más pienso en ello, más me convenzo de que llega un momento en la vida de un artista en que éste deja de necesitar a su patria. Como esas criaturas, ¿sabe usted?, que primero viven en un medio acuático y luego en tierra firme.

—En mí siempre quedaría una añoranza por la frescura de agua. —Albinus hablaba con una suerte de veleidad un poco aburriente—. A propósito, encontré un fragmento bastante hermoso al comienzo del último libro de Braum, El descubrimiento de Taprobana. Un viajero chino atravesó el Gobi en dirección a la India. Un día se detuvo ante una gran imagen de Buda hecha en jade, en la ladera de una montaña, en Ceilán, y vio a un mercader que ofrecía una dádiva de su China natal, un abanico de seda blanca, y...

—Y —le interrumpió Conrad— «un súbito hastío por su largo exilio dominó al viajero». Conozco ese estilo de cosas, aunque no he leído el último aborto de ese necio insufrible, ni lo haré nunca. De todas formas, los mercaderes que yo veo aquí no son particularmente habilidosos provocando nostalgias.

Ambos enmudecieron de nuevo; ambos se sintieron muy aburridos. Después de contemplar durante unos minutos los pinos y el cielo, Conrad se levantó y dijo:

—¿Sabe usted, querido? Lo siento horrores, pero, ¿le importaría mucho que regresáramos? Debo terminar un trabajo antes del mediodía.

—Tiene usted razón. A mí me esperan en el hotel.

Desandaron el camino en silencio y luego se dieron la mano ante la casa de Conrad, con grandes muestras de cordialidad.

«Bueno, se acabó —pensó Albinus con mucho alivio—. La próxima visita que le haga será en el Valle de Josafat.»

29

De regreso al hotel, entró en un bar-tabacpara comprar cigarrillos, y mientras se abría paso con el reverso de la mano por entre la cortina tintineante de juncos y cuentas de cristal, Albinus chocó con un coronel francés, retirado del servicio activo, que durante los últimos dos o tres días había sido vecino suyo en el comedor. Albinus retrocedió sobre el estrecho peldaño.

— Pardon—dijo el coronel, un tipo muy simpático—. Bonita mañana, ¿eh?

—Muy bonita —convino Albinus.

—¿Y dónde están hoy los enamorados? —preguntó el coronel.

—¿Qué enamorados?

—Bueno, la gente que se soba en los rincones, qui se pelotent dans tous les coins, suelen recibir ese nombre, ¿no es cierto? —dijo el coronel, en cuyos ojos azul índigo, festoneados de tenues venillas rojas, relucía lo que los franceses llaman una mirada goguenard—. Lo único que me gustaría pedirles es que no lo hicieran en el jardín, justo debajo de mi ventana. Es algo que llena a un viejo de envidia.

—¿Qué está usted diciendo? —balbuceó Albinus.

—No me veo con fuerzas de repetirlo otra vez en alemán —contestó el coronel, con una carcajada francesa—. Buenos días, mi querido señor.

El coronel se alejó. Albinus entró en la tienda.

—¡Qué sandez! —exclamó, mirando fijamente a una mujer que estaba sentada en un alto taburete, tras el mostrador.