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Todo, incluso lo que de más triste y vergonzoso había en su vida pasada, estaba envuelto en el engañoso encanto de los colores. Se horrorizaba al darse cuenta de lo poco que había usado sus ojos, pues aquellos colores se movían a través de un segundo término en exceso vago y sus perfiles aparecían singularmente desdibujados. Si, por ejemplo, recordaba un paisaje que contempló alguna vez, no lograba nombrar una sola planta, a excepción de los robles y las rosas, ni un solo pájaro, salvo los friones y las cornejas, e incluso éstos estaban más próximos a la heráldica que a la Naturaleza. Albinus cobró plena conciencia de que, en realidad, no se había diferenciado de un cierto especialista de alcances muy estrechos de quien solía burlarse, o del obrero que conoce solamente sus herramientas, o del virtuoso que es meramente un accesorio carnal de su violín. La especialidad de Albinus fue su pasión por el arte; su hallazgo más brillante, Margot. Pero cuanto quedaba de ella era una voz, un murmullo de sedas y un perfume; como si hubiese regresado a la oscuridad del pequeño cine de donde la sacó, una vez.

Pero Albinus no siempre podía consolarse con reflexiones estéticas o morales; no lograba convencerse de que la ceguera física era la visión espiritual; en vano trató de engañarse con la fantasía de que su vida con Margot era más feliz, más profunda y pura, y en vano se concentró en el pensamiento de su dedicación conmovedora. Por supuesto, era conmovedora; por supuesto, era mejor que la más abnegada esposa (aquella Margot invisible, aquella frescura angelical, aquella voz que le suplicaba no excitarse). Pero no bien había tomado su mano en la oscuridad, no bien había tratado de expresarle su gratitud, cuando le invadía un tan ardiente deseo de verla que toda su moral se derrumbaba.

A Rex le gustaba sentarse en la misma habitación que Albinus y observar sus movimientos. Margot, mientras se estrechaba contra el pecho del ciego, apartando su hombro con la mano, solía levantar sus ojos al techo con una cómica expresión de ser resignado, o hacerle burla con la lengua, cosa particularmente divertida por su contraste con la tierna y solemne expresión de la cara del ciego. Luego, Margot se liberaba con un movimiento hábil y retrocedía en dirección a Rex, que estaba sentado en el alféizar, con pantalones blancos y el torso y los pies desnudos (le encantaba quemarse la espalda al sol). Albinus, vestido con un pijama y su bata, reclinábase en el sillón. Su cara estaba cubierta de un pelo erizado; en su sien relucía, pálida, una cicatriz rosa; tenía el aspecto de un convicto barbudo.

—Margot, ven —decía implorante, extendiendo los brazos ante sí.

Rex, a quien le encantaba arriesgarse, se acercaba mucho a Albinus caminando sobre las puntas de sus pies descalzos y le tocaba con la mayor delicadeza. Albinus emitía un afectuoso sonido rezongón y trataba de abrazar a la supuesta Margot, mientras Rex se alejaba silenciosamente, de lado, y regresaba al alféizar. —Querida ven aquí —gemía Albinus levantándose torpemente de su sillón y acercándose a ella. En el alféizar, Rex levantaba las piernas, y Margot gritaba a Albinus, declarando que le dejaría con una enfermera si no hacía lo que le mandaba. Albinus regresaba a su asiento con una sonrisa de culpabilidad.

—Está bien, está bien —suspiraba—. Leeré algo en voz alta. El periódico.

Ella alzaba otra vez los ojos al techo.

Rex se sentaba cautelosamente en el sofá y ponía a Margot en sus rodillas. Ella abría el periódico y, después de extenderlo del todo y echarle una ojeada, empezaba a leer en voz alta. Albinus asentía con la cabeza de vez en cuando, mientras comía, lentamente, invisibles cerezas, despojando los invisibles huesos en su mano cóncava. Rex remedaba a Margot, frunciendo los labios y extendiéndolos de nuevo, como ella hacía al leer, o comenzaba a abrir las piernas, dejándola caer, de forma que, de pronto, la voz de Margot subía de tono, y ella tenía que buscar de nuevo el final de la frase comenzada.

«Sí, quizá sea mejor de esta forma —pensaba Albinus—. Nuestro amor es ahora más, mucho más puro y elevado. Y si ella se aferra a mí en estos momentos, esto quiere decir que me ama de verdad. Eso es bueno, eso es bueno.» Y de repente empezaba a sollozar en alto, a estrujarse las manos, y rogaba a Margot que le llevase a otro especialista, a un tercero, a un cuarto; una operación, la tortura, cualquier cosa que pudiese devolverle la vista.

Rex, con un bostezo silencioso, tomaba un puñado de cerezas del frutero y se marchaba al jardín.

Durante los primeros días de su vida juntos, Rex y Margot fueron harto cuidadosos, aunque se dieron a diversas bromas inofensivas. Ante la puerta que conducía al corredor, Rex había levantado, para caso de emergencia, una barricada de cajas y baúles, que Margot trepaba por la noche. Sin embargo, después de su primer paseo por la casa, Albinus no mostró nuevo interés por su topografía, aunque se había orientado perfectamente en su habitación y en el estudio.

Margot le describía los colores (el empapelado azul, los postigos amarillos), pero, bajo los auspicios de Rex, los alteraba todos. El hecho de que el ciego estuviese obligado a dibujarse su pequeño mundo con los tonos recetados por Rex brindaba a éste un regocijo exquisito.

En sus habitaciones, Albinus experimentaba casi la sensación de poder ver el mobiliario y los distintos objetos, y esto le confería un sentido de seguridad. Pero cuando se sentaba en el jardín, sentíase rodeado por un inmenso desconocimiento; todo era demasiado grande, demasiado inmaterial, demasiado sonoro para que pudiera formarse una imagen de ello. Trató de agudizar su oído y de adivinar los movimientos basándose en el sonido. A Rex le resultó pronto bien difícil entrar o salir sin ser advertido. Por muy silenciosamente que lo hiciera, Albinus volvía inmediatamente su ciego rostro en aquella dirección y preguntaba: «¿Eres tú, querida?», y se sentía vejado por su error de cálculo cuando Margot le contestaba desde el otro extremo.

Transcurrieron los días, y cuando más agudamente Albinus esforzaba su oído, tanto más atrevidos se volvían Rex y Margot; se acostumbraron al telón de seguridad de su ceguera, y Rex, en lugar de tomar sus comidas bajo la muda mirada adoradora de la vieja Emilia, en la cocina, como lo hiciera antes, tramó sentarse a la mesa con ellos dos. Comía en silencio, sin tocar jamás el plato con el tenedor o el cuchillo, y masticando con ritmo perfecto, como si fuera el personaje de una película muda, siguiendo los movimientos de las mandíbulas de Albinus y la voz de Margot, quien adrede hablaba en un tono muy alto, mientras los dos hombres, ingerían sus bocados. Una vez se atragantó. Albinus, a quien en el preciso fomento Margot estaba sirviendo un vaso de agua, oyó, al otro extremo de la mesa, un extraño sonido ahogado, un carraspeo grosero. Ella empezó a charlar inmediatamente pero él la interrumpió levantando la mano:

—¿Qué fue eso? ¿Qué fue eso?

Rex había cogido su plato retrocediendo de puntillas, comprimiendo la servilleta contra su boca. Pero mientras se deslizaba por la puerta entreabierta, se le cayó el tenedor.