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Albinus se volvió en redondo en su silla.

—¿Qué fue eso? ¿Quién está ahí? —repitió.

—¡Oh!, es sólo Emilia. ¿Por qué estás agitado?

—Pero si nunca entra aquí.

—¡Pues hoy ha entrado!

—Creí que mis oídos empezaban a sufrir alucinaciones —dijo Albinus—. Ayer, por ejemplo, tuve la impresión extraordinariamente vívida de que alguien se deslizaba descalzo por el corredor.

—Si no tienes cuidado, te vas a volver loco —dijo Margot secamente.

Por la tarde, mientras Albinus hacía su acostumbrada siesta, ella salía a dar un paseo con Rex. Iban a la oficina de correos a buscar las cartas y los periódicos, o remontaban la cascada, y en un par de ocasiones fueron al lindo cafetín que había en el centro del pueblo, al pie de la montaña. Una vez, mientras regresaban a la casa y habiendo entrado ya en el escarpado camino que conducía a ella, Rex dijo:

—Te aconsejo que no insistas en el matrimonio. Me temo que, precisamente por haber abandonado a su esposa, ha llegado a considerarla como a una santa preciosa, pintada en un cristal. No creo que tenga ganas de destrozar justamente esa vidriera de iglesia. Es mucho más simple y mejor el plan de hacernos con su fortuna gradualmente.

—Bueno, ya hemos recogido un buen pedacito, ¿no es cierto?

—Tienes que hacer que venda esa tierra que tiene en Pomerania, y sus cuadros —continuó Rex—, o si no, una de sus casas de Berlín. Con un poco de astucia podremos lograrlo. De momento, su talonario responde maravillosamente. Lo firma todo como una máquina. Pero su cuenta bancaria se agotará pronto. Debemos apresurarnos nosotros también. No estaría mal dejarle, pongamos, este invierno; y antes de irnos le compraremos un perro, como una muestra de gratitud.

—No hables tan alto —dijo Margot—; ya hemos llegado a la piedra.

Una piedra, grande y gris, cubierta de convólvulos, que tenía el aspecto de una oveja, marcaba un margen, superado el cual era peligroso hablar. Siguieron caminando en silencio hasta la verja del jardín. Margot se rió de pronto y señaló una ardilla. Rex le tiró una piedra, pero falló.

—¡Oh, mátala! Hacen mucho daño a los árboles —dijo Margot quedamente.

—¿Quién hace daño a los árboles? —preguntó una voz áspera. Era Albinus.

Estaba en pie, balanceándose levemente, entre los macizos de lilas, sobre un pequeño peldaño de piedra que unía la senda y el jardín.

—¿Con quién estás hablando ahí abajo, Margot?

De pronto se tambaleó, dejó caer su bastón y sentóse pesadamente en el peldaño.

—¿Cómo te atreves a salir solo tan lejos? —exclamo ella, y, asiéndole con aspereza, le ayudó a levantarse.

Se le habían adherido a las manos unos pedacitos de grava; él extendió los dedos y trató de desprenderlos como hubiera hecho un niño.

—Quería coger una ardilla —declaró Margot poniéndole el bastón en la mano—. ¿Qué creíste que hacía?

—Me pareció... —empezó a decir Albinus—, ¿Quién está ahí? —gritó agudamente, perdiendo casi el equilibrio al girar en redondo en dirección a Rex, que atravesaba el césped con toda cautela.

—No hay nadie. Estoy sola. ¿Por qué estás tan nervioso? —Sintió que se le acababa la paciencia.

—Llévame otra vez a la casa —dijo él, casi llorando—. Aquí se mezclan demasiados sonidos: viento, árboles, ardillas, cosas que no sé nombrar. Ocurre algo extraño a mi alrededor... ¡Pero hay tanto ruido!

—De ahora en adelante, estarás encerrado —dijo ella, al tiempo que le metía en la casa.

Luego, como de costumbre, el sol se ocultó tras las colinas colindantes. Como de costumbre, también, Margot y Rex se sentaron codo a codo en el sofá, fumando; a dos metros de ellos, Albinus, en su sillón de cuero, les miraba fijamente con sus lechosos ojos azules.

Se despertó a medianoche y buscó con los dedos la esfera desnuda del reloj despertador, hasta que precisó la posición de las manecillas. Era alrededor de la una y media. Estaba dominado por un extraño malestar. Hacía tiempo que algo venía impidiéndole concentrarse en aquellos pensamientos graves y hermosos que eran los únicos capaces de protegerle de los horrores de la ceguera.

Se quedó despierto, pensando: «¿Qué será? ¿Elisabeth? No, ella está lejos; está muy lejos, abajo, en algún sitio. Una sombra querida, pálida, triste, que nunca debo perturbar. ¿Margot? Estas relaciones fraternales son sólo transitorias. ¿Qué será, pues?»

Sin saber exactamente lo que quería, saltó de la cama y palpó las paredes, en dirección al cuarto de Margot (su habitación no tenía otra salida). Ella siempre le cerraba con llave por la noche, de forma que estaba encerrado en su cuarto.

«¡Qué lista es!», pensó tiernamente.

Aplicó su oído a la cerradura, esperando oírla respirar mientras dormía; pero no oyó nada.

—Quieta como un ratoncito —murmuró—. Si al menos pudiera acariciarle la cabeza. Quizá haya olvidado echar la llave.

Sin muchas esperanzas maniobró el pomo.

No, no lo había olvidado.

De pronto recordó cómo, una bochornosa noche de verano, cuando era un mozalbete revoltoso, se había deslizado a lo largo de la cornisa de una casa del Rin desde su ventana a la de la criada (para descubrir, únicamente, que no estaba durmiendo sola); pero en aquella época él era ágil y ligero; en aquella época podía ver.

«Sin embargo, ¿por qué no probar? —pensó con melancólico arrojo—. Y si me caigo y me parto la cabeza, ¡qué importa!»

Cogió el bastón y se asomó a la ventana, para tantear con él hacia la izquierda, en dirección al cuarto vecino. Estaba abierta, y el marco vibró al golpearle el bastón.

—Duerme profundamente —dijo, hablándose amablemente—. Tiene que ser agotador tener que cuidarme todo el día.

Al retirarlo, el bastón quedó prendido de algo, y se le cayó, produciendo un golpe seco sobre el césped.

Albinus se aferró al marco de la ventana, sentóse hacia fuera sobre el alféizar, avanzando hacia la izquierda, a lo largo de la cornisa, asiéndose a lo que presumiblemente era una cañería, y se deslizó ante su fría curva metálica, hasta llegar al alféizar de la otra ventana.

«¡Qué simple!», se dijo, no sin orgullo.

—¡Hola, Margot!

Iba a introducirse por la ventana abierta, cuando resbaló y casi cayó de espaldas sobre el abstracto jardín. El corazón le palpitaba violentamente. Pasó la pierna sobre el alféizar, y, al hacerlo, algo en el interior cayó ruidosamente al suelo.

Se quedó quieto. Su cara estaba cubierta de sudor. En la mano sintió algo viscoso (era resina rezumada de la madera de pino de que estaba construida la casa).