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—Margot, querida —dijo animadamente.

Silencio. Encontró la cama. Estaba cubierta con una colcha. Nadie había dormido en ella.

Albinus se sentó en ella y reflexionó. Si Ia cama hubiera estado deshecha y caliente, habría sido fácil comprender: iba a volver dentro de un instante.

Después de unos breves momentos, salió al corredor (muy aturdido por la falta de su bastón) y escuchó. Le pareció oír un sonido apagado, algo entre un murmullo y un crujido. Empezó a hacerse siniestro.

—¡Margot!, ¿dónde estás? —gritó Albinus.

Todo permaneció tranquilo. Luego abrióse una puerta.

—¡Margot! ¡Margot! —repitió, avanzando a tientas por el pasillo.

—Sí, sí, estoy aquí —contestó su voz tranquilamente.

—¿Qué ha ocurrido, Margot? ¿Por qué no te has ido a la cama?

Chocaron en el oscuro corredor, y, al tocarla, Albinus notó que estaba desnuda.

—Me eché al sol, como hago siempre por las mañanas —dijo ella.

—Pero si es de noche —exclamó él, respirando ahogadamente—. No logro comprender... Hay algo raro en todo esto. Palpé las manecillas del reloj. Es la una y media.

—¡Qué risa! Son las siete menos cuarto y tenemos una preciosa mañana soleada. Tu reloj se ha estropeado. Pero, oye, ¿cómo has salido de tu habitación?

—Margot, ¿es verdad que es de mañana? ¿Me estás diciendo la verdad?

Ella se acercó a él y, poniéndose de puntillas, le rodeó el cuello con los brazos, como había hecho en los buenos tiempos.

—Aunque sea de día —dijo ella quedamente—, si quieres, si quieres, querido..., como una gran excepción...

No tenía muchas ganas de hacerlo, pero era la única forma de salir del paso. De ese modo, Albinus no podría sentir el aire aún frío, ni advertir que no cantaba ningún pájaro; sólo sentiría una cosa: dicha, una fiera dicha, dicha absoluta. Luego hundióse en un sueño profundo, y durmió hasta el mediodía. Cuando se hubo despertado, Margot le regañó por su acrobática escapada, y se sintió aún más furiosa cuando advirtió su sonrisa melancólica y le dio una bofetada.

Albinus pasó todo el día sentado en la salita, pensando en aquella mañana feliz y preguntándose cuántos días tardaría en repetirse su felicidad. Súbitamente, con una claridad perfecta, oyó a alguien que emitía una risita de burla. No podía ser Margot; estaba en la cocina.

—¿Quién anda ahí?

Pero no contestó nadie.

«Otra alucinación...», se dijo Albinus, acongojado. Y de repente comprendió qué era lo que le causaba aquel extraño malestar por las noches. Sí, sí, aquellos extraños ruidos que oía algunas veces.

—Dime, Margot —le dijo, cuando regresó de la cocina—, ¿no hay nadie en la casa, además de Emilia? ¿Estás completamente segura?

—Estás loco —contestó ella secamente.

Pero, suscitada la sospecha, ésta le negó todo descanso. Se sentaba inmóvil todo el día, escuchando, apesadumbrado.

A Rex le divertía mucho esto, y aunque Margot le había suplicado que fuese más prudente, no prestaba atención a sus advertencias. Una vez, a sólo dos pasos de Albinus, llegó incluso a imitar con mucha destreza el canto de una oropéndola. Margot tuvo que explicar que el pájaro se había posado en el alféizar y cantaba desde allí.

—Échalo —dijo Albinus austeramente,

—Shh, shh, shh —siseó Margot, cubriendo con sus manos los gruesos labios de Rex.

—¿Sabes? —dijo Albinus unos días más tarde—. Me gustaría charlar con Emilia. Me encantan sus puddings.

—¡Oh!, lo siento; es sorda como una tapia y te tiene un miedo cerval.

Albinus estuvo reflexionando intensamente durante unos minutos.

—Es imposible —dijo muy lentamente.

—¿Qué es imposible, Albert?

—Nada, nada.

—¿Sabes, Margot? —añadió poco después—. Necesito terriblemente un afeitado. Haz que suba el peluquero del pueblo.

—No es necesario —dijo Margot—; la barba te sienta muy bien.

A Albinus le pareció que alguien (no Margot, sino alguien que estaba junto a ella) se reía entre dientes, muy tenuemente.

37

El Berliner Zeitung, con una breve reseña del accidente, estaba ante Paul, en su despacho. Leído el artículo, salió corriendo hacia la casa, temiendo que Elisabeth lo hubiese leído, a su vez. Pero no lo había hecho, aunque, cosa extraña, se encontraba en la casa un ejemplar de aquel periódico que no solía leer. Aquel mismo día telegrafió a la Policía de Grasse y, por último, se puso en contacto con el médico del hospital, que le informó que Albinus estaba fuera de peligro, pero absolutamente ciego. Con mucha ternura comunicó las noticias a Elisabeth.

Más tarde, a causa de que él y su cuñado tenían su cuenta en el mismo Banco, descubrió la dirección de Albinus, en Suiza. El director, un viejo amigo suyo, le enseñó los cheques, que estaban cayendo con una especie de apresurada regularidad, y Paul se quedó atónito al ver las cantidades que estaba retirando Albinus. La firma era perfectamente correcta, aunque muy temblorosa en torno a las curvas y patéticamente inclinada hacia abajo, pero las cifras estaban escritas con otra letra —una atrevida letra masculina con rasgos y floreos—, y todo aquello le olió a sucio, a muy sucio. Se preguntó si no sería el hecho de que el ciego estuviera firmando lo que se le decía, y no lo que no podía ver, lo que le creaba aquella situación. Extrañas, también, eran las grandes sumas solicitadas —como si él, u otra persona, tuvieran un ansia frenética de sacar tanto dinero como le fuese posible.

«Algo feo está ocurriendo —pensó Paul—. ¿Pero qué es exactamente?»

Se imaginó a Albinus, solo con su peligrosa amante, enteramente a su merced, en la casa negra de la ceguera.

Transcurrieron algunos días. Paul estaba terriblemente inquieto. No era tan sólo el hecho de que Albinus firmara cheques que no podía ver (de todos modos, despilfarrado consciente o inconscientemente, el dinero era suyo, Elisabeth no lo necesitaba y ya no había ninguna hija en quien pensar), sino el hecho de que estuviera tan totalmente desamparado en aquel mundo de maldad que había dejado crecer a su alrededor.

Una noche, al llegar Paul a casa, encontró a Elisabeth haciendo una maleta. Tenía su mirada una expresión más feliz durante los últimos meses.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Te vas a algún sitio?