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«¿Y ahora qué hago?», pensó.

Una cruda mañana azul, hallándose plena de coraje, se maquilló dando a su rostro una expresión asombrosa, buscó una firma cinematográfica con nombre prometedor y logró obtener una cita para ver al director en su despacho. Resultó ser un hombre de edad, con su ojo derecho cubierto por un paño negro y un destello penetrante en el izquierdo. Margot empezó por garantizarle que había actuado anteriormente y con mucho éxito.

—¿En qué película? —preguntó el director mirando benévolamente la cara excitada de la muchacha.

Intrépida, mencionó una firma, una película. El hombre guardó silencio. Cerró su ojo izquierdo (de ser visible el otro, aquello hubiera sido un parpadeo) y dijo:

—Ha tenido usted suerte en dar conmigo. Otro, en mi lugar, hubiera podido sentirse tentado por su... hmm... juventud, para hacerle montones de lindas promesas. Bueno, ¿para qué contarle?, hubiera seguido usted el camino de todas, sin convertirse jamás en ese espectro de romance, al menos de la clase especial de romance que nosotros tratamos. Yo, como puede usted ver, ya no soy joven, y lo que yo no haya visto de la vida no vale la pena verse. Y por esa razón, me gustaría decirle algo, mi querida pequeña: no ha sido usted jamás actriz, ni lo será nunca, con toda probabilidad. Váyase a casa, piénselo de nuevo, hable usted con sus padres, si es que se habla usted con ellos, cosa que dudo...

Margot hizo resonar su guante contra el borde de la mesa, se puso en pie y salió con un recio taconeo, su rostro contraído por la ira. Otra compañía tenía sus oficinas en el mismo edificio, pero allí ni siquiera la dejaron entrar. Llena de ira, volvió a casa. Su patrona le hirvió dos huevos y le dio unas palmaditas en los hombros, mientras Margot comía con voracidad y cólera. Luego, la buena mujer trajo un poco de coñac y dos vasitos, los llenó con temblorosa mano, repuso el corcho en la botella cuidadosamente y la sacó de allí.

—Brindo por su buena suerte —dijo sentándose otra vez en la desvencijada mesa—. Todo saldrá bien, querida. Mañana veré a mi prima y le hablaré de usted.

La conversación fue un éxito completo. Al principio, a Margot le divertía su ocupación, aunque, por supuesto, era un poco humillante empezar su carrera cinematográfica de aquella forma. Tres días más tarde tenía la sensación de no haber hecho en su vida otra cosa que acompañar a sus asientos a gentes que andaban a tientas. Sin embargo, el sábado hubo un cambio de programa, y aquello la animó. Estuvo en pie en la oscuridad, apoyada contra la pared, y vio a Greta Garbo. Pero al cabo de poco estaba ya hasta la coronilla. Transcurrió otra semana. Un hombre que salía se detuvo un poco en la puerta y la miró con una expresión desesperada. Dos o tres noches después fue de nuevo. Vestía perfectamente y sus azules ojos la miraban hambrientos.

«No está nada mal el tipo —se dijo Margot—. Tal vez un poco desabrido.»

Cuando él regresó por cuarta o quinta vez —y no a causa de la película, porque era Ia misma—, Margot sintió una sacudida de agradable emoción.

¡Pero qué tímido era aquel individuo! Al marcharse a casa una noche, le advirtió en la otra acera.

Ella siguió caminando sin volverse, pero con el rabillo del ojo le espiaba, esperando que la siguiera. Pero no lo hizo; simplemente se esfumó. Luego, cuando su conquista volvió otra vez al «Argus», tenía un aspecto desmayado, morboso, muy interesante. Terminada su tarea, Margot salió de puntillas a la calle; se detuvo; abrió su paraguas. Allí estaba él, de pie, en la acera de enfrente. Ella cruzó calmosamente en aquella dirección. Pero cuando vio que se acercaba, él se puso a andar en el acto.

Albinus se sentía necio y enfermo. Sabía que la muchacha caminaba detrás, y por lo tanto temía andar demasiado rápido, no fuera que la perdiese. Pero, por otra parte, más bien le asustaba aminorar su paso, por miedo a que ella le alcanzase. En la encrucijada se vio obligado a detenerse mientras, uno tras otro, los coches cruzaban veloces ante él. Ella le dio alcance, pero, a punto de resbalar ante una furgoneta, se hizo atrás y chocó con él. Apretó fuerte su delgado codo, y cruzaron juntos.

Ahora empieza todo —pensó Albinus, amoldando torpemente su paso al de ella—. Nunca había caminado con una mujer tan pequeña.

—Está usted calado —dijo ella con una sonrisa.

Albinus le tomó el paraguas de la mano; ella se estrechó aún más contra él. Por un momento, Albinus temió que su corazón fuera a estallar, pero luego, de pronto, algo se relajó en él deliciosamente, como si hubiera cogido el ritmo de su éxtasis, aquel húmedo éxtasis que tamborileaba contra la tersa seda del paraguas. Sus palabras fluían ahora libremente, y él por primera vez disfrutaba a sus anchas.

Dejó de llover, pero ellos siguieron caminando bajo el paraguas. Cuando llegaron ante la puerta de Margot, Albinus cerró el húmedo, brillante y hermoso objeto, devolviéndoselo.

—No se vaya aún —rogó él. Mantenía una mano en el bolsillo, tratando de hacer saltar con el pulgar su anillo de casado—. No se vaya. —El anillo estaba ya fuera.

—Se hace tarde —dijo Margot—; mi tía se va a enfadar.

Él la sujetó por las muñecas y con la violencia de la timidez trató de besarla, pero ella se zafó y los labios de Albinus no encontraron otra cosa que su sombrerito de terciopelo.

—Déjeme marchar —murmuró ella con la cabeza baja—. Sabe usted que no debía haber hecho eso.

—Pero no se vaya; no tengo a nadie en el mundo sino a usted.

—No puedo, no puedo —contestó ella y, dando la vuelta a la llave en la cerradura, empujó la gran puerta con su pequeño hombro.

—La esperaré de nuevo mañana —dijo Albinus.

Ella le sonrió desde detrás de la vidriera y luego recorrió el oscuro corredor hacia el patio trasero.

Albinus respiró hondo, se palpó los bolsillos buscando su pañuelo, se sonó la nariz, abotonó y desabotonó cuidadosamente su sobretodo, notando lo liviana y desnuda que sentía su mano, y apresuradamente se puso el anillo aún caliente.

4

En su casa nada había cambiado, y esto le pareció notable. Elisabeth, Irma y Paul pertenecían, por así decirlo, a otro mundo, límpido y tranquilo, como los segundos términos de los antiguos maestros italianos. Paul, después de trabajar todo el día en su oficina, gustaba de pasar una velada apacible en casa de su hermana. Sentía un profundo respeto po Albinus, por su cultura y gusto, por las bellas cosas que le rodeaban, por el Gobelino verde espinaca del comedor, representando una cacería en el bosque.

Cuando Albinus abrió la puerta de su piso tuvo como un extraño ahogo en la base del estómago, al pensar que dentro de un momento vería a su esposa. ¿Leería ella su perfidia en el rostro? Aquel paseo bajo la lluvia había sido una traición; todo lo ocurrido anteriormente era tan sólo ideas y sueños. Pero sus actos podían haber sido desdichadamente vistos y referidos. ¿Olería Elisabeth, acaso, la dulce esencia barata que usaba Margot? Al entrar en el vestíbulo urdió rápidamente en su cerebro una historia que podía serle útil. La historia de una joven artista, de su pobreza y talento y de cómo él trataba de ayudarla. Pero nada había cambiado. Ni la blanca puerta tras la cual dormía su hija, al final del pasillo, ni el vasto sobretodo de su cuñado, que pendía de su colgador (un colgador especial cubierto de seda roja), la casa seguía tan tranquila y respetablemente como siempre.