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Entró en la sala. Allí estaban: Elisabeth, con su traje de tweed; Paul, fumando su cigarro puro, y una anciana dama, amiga de la casa, una baronesa viuda que se había arruinado con la inflación y que ahora regentaba un pequeño negocio de alfombras y cuadros. Poco importaba lo que discutieran; el ritmo de la vida cotidiana era tan sosegado que sintió un espasmo de gozo: no le habían descubierto.

Y más tarde, tendido al lado de su esposa en el dormitorio tenuemente alumbrado, con su mobiliario sedante, contemplando, como de costumbre, parte del aparato de calefacción central (pintado en blanco) que se reflejaba en el espejo, Albinus se maravilló de su doble naturaleza: su afecto por Elisabeth estaba perfectamente seguro, perfectamente íntegro; pero, al mismo tiempo, en su cerebro ardía el pensamiento de que al día siguiente, cuando más tarde... Sí, sin duda al día siguiente.

Pero no resultó tan fácil. En su siguiente encuentro, Margot ideó hábilmente evitar que Ie hiciera el amor, y no le dio la más mínima oportunidad de que la llevara a un hotel. Apenas habló a Albinus de sí misma —tan solo le dijo que era huérfana, hija de un pintor (curiosa coincidencia aquélla), y que vivía con la hermana de su padre; que pasaba muchas dificutades económicas, pero deseaba dejar su agotador trabajo.

Albinus se le presentó bajo el nombre apresuradamente adoptado de Schiffermiller, y Margot pensó con amargura: «Otro Miller, tan pronto», añadiendo, en voz alta:

—¡Oh!, miente usted, por supuesto.

Era un marzo lluvioso. Estos paseos nocturnos bajo el paraguas torturaban a Albinus de modo que no tardó en proponer que un café sería un sitio más agradable. Eligió un rinconcillo coquetón donde estaba seguro de no encontrar a ningún conocido.

Tenía la costumbre, al sentarse a una mesa, de sacar en seguida su pitillera y encendedor. Margot captó las iniciales grabadas; no hizo comentarios, pero, tras una breve reflexión, rogó a Albinus que le consiguiese la lista de teléfonos. Mientras él se dirigía a la cabina con su paso cansino, tomó el sombrero de la silla y examinó rápidamente el forro: allí estaba su nombre (se lo hizo poner para combatir los descuidos de los artistas en las fiestas).

Albinus regresó poco después con el índice telefónico, sosteniéndolo como si fuera una Biblia, sonriendo tiernamente, y, mientras él contemplaba las largas pestañas de la joven, Margot recorrió la A en un volapié, dando con la dirección y el número de teléfono de su conquista. Cerró con lentitud el compacto volumen azul.

—Quítese la chaqueta —murmuró Albinus.

Sin tomarse la molestia de ponerse en pie, ella empezó a librarse de las mangas, inclinando su bonito cuello y echando hacia delante su hombro izquierdo primero y luego el derecho. Al ayudarla, Albinus percibió un hálito de violetas y vio moverse sus paletillas, contraerse la delgada piel, para volver seguidamente a recobrar su tersura. Ella se sacó el sombrero y, después de humedecer la punta del índice, se ajustó los chavos de sus sienes, mirándose en su espejo de bolsillo.

Albinus, sentado junto a ella, miraba una y otra vez aquel rostro en el cual todo era encantador: las arreboladas mejillas, los labios impregnados aún del licor de cerezas, la pueril solemnidad de aquellos grandes ojos pardos, con el pequeño lunar velloso bajo el izquierdo.

«Si supiera que tendría que pagarlo con la horca —pensó—, seguiría mirándola, a pesar de todo.»

Incluso su vulgar dialecto berlinés favorecía el encanto de su voz gutural y sus grandes y blancos dientes. Al reír cerraba los ojos a medias y en su mejilla bailaba un hoyuelo. Albinus cogió su menuda mano, pero ella la retiró aprisa.

—Me estás volviendo loco.

Margot le dio unas palmaditas en la bocamanga y dijo:

—Vamos, sé buen chico.

A la mañana siguiente, el primer pensamiento de Albinus fue: «Esto no puede seguir así; es imposible. Tengo que encontrarle una habitación. Al diablo con su tía. Estaremos solos, solos de verdad. Un manual de amor para principiantes. ¡Oh, las cosas que voy a enseñarle! Tan joven, tan pura, tan enloquecedora...»

—¿Duermes? —preguntó Elisabeth quedamente.

Albinus ejecutó el perfecto bostezo y abrió los ojos. Su esposa, con su camisa de dormir azul pálido, estaba sentada al borde de la cama; y repasaba el correo.

—¿Algo interesante? —inquirió Albinus, mirando con aburrida ponderación el albo hombro de su esposa.

—Sí, vuelve a pedir dinero. Dice que su esposa y su madre política han estado enfermas y que la gente conspira contra él. Dice que no puede comprar pinturas. Tendremos que ayudarle de nuevo, supongo.

—Por descontado —dijo Albinus, mientras en su mente se formaba una extraordinaria y vívida imagen del padre de Margot; también él había sido, a no dudarlo, un artista descamisado, colérico y sin demasiadas dotes, a quien la vida había tratado con aspereza.

—Ha llegado una invitación para el Club de los Artistas. Esta vez tendremos que asistir. Y aquí hay una carta que viene de los Estados Unidos.

—Léela en voz alta —pidió él.

—«Querido señor: Me temo que no tengo muchas nuevas que participarle, pero, sin embargo, hay algunas cosas que quisiera añadir, a mi larga y última carta, que, entre paréntesis, no ha contestado usted aún. Como quiera que quizá vaya a Berlín en otoño...»

En aquel momento sonó el teléfono de la mesita de noche.

—¡Vaya! —dijo Elisabeth inclinándose hacia delante.

Albinus siguió distraídamente los movimientos de sus delicados dedos al tomar el blanco receptor y ceñirse en torno a él; oyó un vago espectro de voz silabeando al otro extremo del hilo.

—Oh, buenos días —exclamó Elisabeth, asumiendo al mismo tiempo cierta expresión ante su marido, signo inconfundible de que era la baronesa quien hablaba, y hablaba de lo lindo. Albinus extendió la mano para hacerse con la carta americana y dirigió una ojeada a la fecha. Era gracioso que aún no hubiera contestado a la última. Irma entró para saludar a sus padres, como hacía cada mañana. En silencio, besó a su padre y después a su madre, que escuchaba la charla telefónica con los ojos cerrados, emitiendo, de vez en cuando, un vago aserto de fingido asombro.

—A ver si eres una niñita buena hoy —murmuró Albinus a su hija.