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– Según los informes, sí.

Si un luchador tan obstinado como Jamous se estaba replegando, entonces las fuerzas de ataque eran más fuertes que aquellas con las que habían peleado antes.

– ¿Está allí también el guerrero llamado Justin?

– ¿Señor? -exclamó la voz de Mikil.

Thomas giró, vio un movimiento ondulante a menos de cien metros adelante y respiró hondo. Levantó la mano y la mantuvo firme, esperando. Más cerca. A las fosas nasales le llegó la fetidez de piel descascarándose. Luego apareció su emblema, el serpenteante murciélago de bronce.

El ejército de las hordas apareció a la vista, por lo menos quinientos al frente, montados en caballos tan blancos como las arenas del desierto. Los guerreros llevaban capucha y capa, y agarraban largas guadañas que levantaban casi tan alto como su emblema.

Thomas respiró más lentamente. Su tarea exclusiva era hacer retroceder ese ejército. Distracción estratégica o no, si fallaba aquí, no importaba mucho lo que sucediera en el Bosque Sur.

Thomas podía oír la respiración firme a través de la nariz de Mikil. Rogaré a Elyon por tu seguridad hoy, Mikil. Le suplicaré la seguridad de todos nosotros. Si alguien debe morir, que sea ese traidor, Justin.

– ¡Ahora! -exclamó, bajando la mano.

Sus guerreros se pusieron en movimiento. Desde la izquierda, una larga fila de soldados de infantería, en silencio y agachados, se arrastraban como arañas sobre la arena.

Doscientos caballos montados por jinetes se pusieron de pie. Thomas giró hacia el mensajero.

– ¡Mensaje para William y Ciphus! Envíen mil guerreros al Bosque Sur. Si nos alcanzan aquí, nos reuniremos en la tercera selva hacia el norte. ¡Ve!

La fuerza principal de Thomas ya estaba diez metros adelante, volando hacia las hordas, él no permitiría que llegaran primero a la batalla. Nunca. Se dobló sobre la silla y espoleó el garañón para hacerlo galopar. El alazán saltó sobre las rocas y corrió hacia la larga línea de sorprendidos moradores del desierto, que se pararon en seco.

Por un prolongado momento el golpeteo de cascos fue el único sonido en el aire. La multitud de guerreros encostrados llegaba hasta el cañón y desaparecía detrás de los desfiladeros. Cien mil pares de ojos salían de las sombras de sus capuchas. Estos eran los que despreciaban a Elyon y odiaban el agua. El de ellos era un mundo nómada de sombras, pozos turbios y carne mugrienta y pestilente. Difícilmente calzaban para la vida, mucho menos para las selvas. Y sin embargo les gustaría dañar los lagos, devastar los bosques y plantar su trigo del desierto.

Estas eran las personas del bosque colorido que enloquecieron. Los muertos andantes. Mejor enterrados en la base de un despeñadero que dejarlos vagar como una plaga libre.

Estos también eran guerreros. Solo hombres, fuertes y no tan ignorantes como una vez lo habían sido. Pero eran más lentos que los guardianes del bosque. La condición de su piel enfermiza se extendía hasta sus articulaciones y hacía de la destreza algo muy difícil.

Thomas superó a sus guerreros. Ahora se hallaba al frente, donde pertenecía. Reposó la mano en la empuñadura de su espada.

Cuarenta metros.

Desenvainó la espada con el fuerte roce de metal contra metal.

Al instante surgió un rugido de las hordas, como si la espada desenfundada confirmara las intenciones sospechosas de Thomas. Mil caballos resoplaron y se pararon en dos patas en objeción a las pesadas manos que atemorizadas los hacían retroceder. Sin duda, los de la vanguardia sabían que, aunque al final la victoria estaba asegurada hoy, ellos estarían entre los primeros en morir.

Los guardianes del bosque avanzaban inexorables, con las mandíbulas apretadas, las espadas aún sobre sus piernas, firmes en sus manos.

Thomas giró a la derecha, se pasó la espada a la mano izquierda y la rastrilló a lo largo de los pechos de tres encostrados antes de bloquear la primera guadaña que se opuso a su súbito cambio de dirección.

Las líneas de caballos chocaron. Sus combatientes gritaban, arremetían, atacaban y decapitaban con practicada violencia. Un caballo blanco cayó directamente frente a Thomas, que miró por encima para ver que Mikil había perdido la espada en el costado del jinete.

– ¡Mikil!

Ella bloqueó con el antebrazo el golpe de espada de un monstruoso encostrado y giró en su silla. Thomas rompió las cuerdas que ataban su segunda vaina y se la lanzó, con espada y todo. Ella la atrapo, sacó la hoja, la hizo girar una vez en el aire y la empujó hacia abajo contra un soldado que la atacaba a pie.

Thomas desvió una oscilante guadaña que intentaba cortarle la cabeza, hizo saltar su corcel sobre el moribundo caballo y giró para enfrentar al atacante.

La batalla encontró su ritmo. En cada lado hojas anchas y delgadas, pequeñas y grandes, giraban, atacaban, bloqueaban, se extendían, rechazaban y tajaban. Sangre y sudor empapaban a hombres y bestias. El terrible barullo de batalla llenaba el cañón. Aullidos, gritos, gruñidos y gemidos de muerte se levantaban al cielo.

Menos de tres años atrás, bajo la guía de Qurong, la caballería de las hordas nunca dejó de sufrir enormes pérdidas. Ahora, bajo el mando directo de su joven general, Martyn, no morían sin presentar batalla.

Un encostrado alto cuya capucha se le había deslizado de la cabeza gruñó y arremetió su montura directamente hacia Thomas. Los caballos chocaron y se levantaron en dos patas, pateando en el aire. Con un giro de muñeca Thomas soltó el látigo y lo hizo chasquear contra la cabeza del encostrado. El hombre gritó y levantó un brazo. Thomas clavó la espada en el costado expuesto del sujeto, sintiendo que esta se hundía profundamente; luego la jaló exactamente cuando un soldado a pie hacía oscilar por detrás un garrote contra él. Thomas se inclinó a la derecha y acuchilló hacia atrás con la espada. El guerrero se dobló, decapitado.

La batalla se prolongó por diez minutos incuestionablemente a favor de los guardianes del bosque. Pero con tantas hojas oscilando en el aire, algunas estaban obligadas a toparse con la carne expuesta de los hombres de Thomas o los flancos de sus caballos.

Los guardianes del bosque empezaron a caer.

Thomas lo sentía tanto como lo veía. Dos. Cuatro. Luego diez, veinte, cuarenta. Más.

Rompió su estilo y galopó bajo la línea. La obstrucción de hombres y caballos caídos era bastante. Para alarma suya vio que habían caído más de sus hombres de lo que pensó al principio. ¡Tenía que hacerlos regresar!

Agarró el cuerno de su cinturón y tocó la señal de retirada. Al instante sus hombres huyeron, a caballo, a pie, y lo pasaron corriendo como si los hubieran derrotado firmemente.

Thomas mantuvo firme su caballo por un momento. Los encostrados, difícilmente acostumbrados a tal repliegue en bloque, hicieron una pausa, según parecía confundidos por el súbito cambio de acontecimientos.

Como lo planearon.

Sin embargo, la cantidad de muertos entre sus hombres no estaba prevista. ¡Quizás doscientos!

Por primera vez ese día, Thomas sintió el dedo cortante del pánico atravesándole el pecho. Giró su caballo y corrió tras sus combatientes.

Dio un largo salto por encima de la línea de rocas, se bajó del caballo y cayó de rodillas a tiempo para ver la primera descarga silenciosa de flechas desde el arco del despeñadero hacia las hordas.

Ahora siguió una nueva clase de caos. Caballos relinchaban y encostrados gritaban, y los muertos se amontonaban donde caían. El ejército de las hordas estaba temporalmente atrapado por una represa formada por sus propios guerreros.

– Nuestras pérdidas son enormes -comentó Mikil al lado de él, respirando con dificultad-. Trescientos.

– ¡Trescientos! -exclamó mirándola.

El rostro de Mikil estaba enrojecido por la sangre y los ojos le brillaban con una extraña mirada de rebeldía. Fatalismo.

– Necesitaremos más que cadáveres y rocas para hacerlos retroceder – opinó ella y escupió a un lado.