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– No, no una expedición. No estoy seguro ni siquiera de que resulte. He comido la fruta por mucho tiempo -informó; la idea surgió con entusiasmo en la mente-. Sería la primera vez en quince años que no habría comido la fruta. ¿Y si aún puedo soñar?

Mikil lo miró como si hubiera enloquecido. Debajo de ellos la batalla aún rugía.

– Yo debería dormir; ese es el único problema -continuó él, andando de lado a lado, ansioso ahora por esta idea-. ¿Y si no logro dormir?

– ¿Dormir? ¿Quieres dormir? ¿Ahora?

– ¡Soñar! -exclamó él con el puño apretado-. Debo soñar. ¡Podría soñar como solía hacerlo y enterarme de cómo echar abajo este desfiladero! Mikil se había quedado sin habla.

– ¿Tienes una idea mejor? -preguntó él con energía.

– Todavía no -atinó ella a contestar.

– ¿Y si no lograba dormir? ¿Y si se necesitaran varios días para que pasara el efecto del rambután?

Thomas se volvió hacia el cañón. Miró el lejano despeñadero; la línea de su falla se aclaraba donde la lechosa roca se volvía roja. Dentro de dos horas todos sus hombres estarían muertos.

Pero si él tuviera un explosivo…

Thomas se dirigió a su caballo y trepó a la silla.

– ¡Thomas!

– ¡Sígueme!

Ella lo siguió al galope en el sendero hacia el filo de la hondonada. El recorrió con la vista el primer puesto y gritó en plena carrera.

– ¡Retrásalos! Haz cualquier cosa que debas hacer, pero aguántalos hasta que oscurezca. Tengo una salida.

– ¡Thomas! ¿Qué salida? -gritó ella.

– ¡Tú aguántalos! -vociferó él y se fue.

– ¿ Tienes una salida, Thomas?

Él atravesó toda la línea de arqueros y los equipos de catapultas, animando a cada sección.

– ¡Aguántenlos! ¡Resistan hasta el anochecer! Disminuyan la marcha. Tenemos una salida. ¡Si los aguantan hasta la noche, tenemos una salida!

Mikil no decía nada.

Cuando pasaron la última catapulta, Thomas se detuvo.

– Estoy contigo solo porque me has salvado la vida una docena de veces y te he jurado lealtad -enunció Mikil-. Espero que sepas eso.

– Sígueme.

Él la llevó detrás de una formación de rocas y miró alrededor. Bastante bueno. Desmontó.

– ¿Qué estamos haciendo aquí? -inquirió ella.

– Estamos desmontando.

Él halló una piedra del tamaño de su puño y la pesó en una mano. Aunque le disgustaba la idea de que le golpearan la cabeza, no veía alternativa. No había forma de poderse dormir por su cuenta. No con tanta adrenalina corriéndole por las venas.

– Toma. Quiero que me golpees en la cabeza. Necesito dormir, pero eso no va a suceder, así que tienes que golpearme y dejarme inconsciente.

Ella miró alrededor, incómoda.

– Señor…

– ¡Golpéame! Es una orden. Y dame un golpe suficientemente fuerte para lograrlo al primer intento. Una vez inconsciente, despiértame en diez minutos. ¿Me hago entender?

– ¿Bastan diez minutos para enterarte de lo que necesitas?

Él la miró, impresionado por la monotonía de las vacilaciones.

– Escúchame -continuó ella-. Me has vuelto loca. Quizás los hechiceros de las hordas practiquen su magia, pero ¿cuándo lo hemos hecho nosotros? ¡Nunca! Esto es como la magia de nuestros enemigos.

Muy cierto. Se rumoreaba que los hechiceros de las hordas practicaban una magia que curaba y engañaba al mismo tiempo. A Thomas no le constaba. Algunos decían que Justin practicaba la costumbre de los hechiceros.

– Diez minutos. ¿Eh?

– Sí, por supuesto. Diez minutos.

– Entonces golpéame.

Ella dio un paso adelante.

– ¿En realidad tú…?

– ¡Golpéame!

Mikil hizo oscilar la piedra.

Thomas bloqueó el golpe.

– ¿Qué estás haciendo? -exigió saber ella.

– Lo siento. Fue un reflejo. Esta vez cerraré los ojos.

Cerró los ojos.

La cabeza le explotó con estrellas. El mundo se le oscureció.

4

THOMAS HUNTER despertó en perfecta calma y supo tres cosas antes, de que el corazón hubiera completado el primer latido.

Una, supo que no era el mismo hombre que se había quedado dormido exactamente nueve horas antes. Había vivido quince años en otra realidad y lo habían transformado nuevos conocimientos y nuevas destrezas.

Dos, por desgracia ninguna de esas destrezas incluía sobrevivir a una bala en la cabeza, como una vez fuera el caso.

Tres, había una bala en el cañón de la pistola que en este momento le presionaba ligeramente la cabeza.

Mantuvo cerrados los ojos y el cuerpo relajado. La cabeza le vibraba por el golpe de Mikil. La mente se le aceleró. Pánico.

No, pánico no. ¿Cuántas veces había enfrentado la muerte en los últimos quince años? Incluso aquí, en este mundo de sueños, le habían disparado dos veces en la última semana y cada vez lo había curado el agua de Elyon.

Pero en esta ocasión no había agua sanadora. Esta desapareció con el bosque colorido quince años atrás.

Un susurro suave y lento le inundó el oído.

– Adiós, señor Hunter.

***

CARLOS MISSIARIAN dejó que se prolongara el último momento satisfactorio. El argumento de una película que en cierta ocasión viera le resonó en la mente. Esquive esto.

Sí, señor Hunter, intente esquivar esto. Apretó el dedo en el gatillo. El cuerpo de Hunter se sacudió violentamente.

Carlos creyó por una fracción de segundo que había disparado la pistola y metido una bala en el cerebro del hombre, lo cual explicaba la violenta sacudida de Hunter.

Pero no hubo detonación.

Y la pistola atravesó volando la habitación.

Y le ardía la muñeca.

Carlos vio en un horripilante momento de iluminación que Thomas Hunter le había hecho volar la pistola de la mano y que ahora rodaba alejándose de él, de manera demasiado rápida para un hombre común y corriente.

Nada como esto le había ocurrido nunca a Carlos. Se confundió. Había algo muy malo en este tipo que parecía rescatar a voluntad información y destrezas de sus sueños. Si Carlos fuera místico, como lo era su madre, podría estar tentado a creer que Hunter era un demonio.

El hombre se puso de pie y enfrentó a Carlos en el lado opuesto de la cama. No tenía arma y solo llevaba unos calzoncillos bóxer. Sangraba por una fresca cortada que Carlos no le ocasionó. Curioso. Quizás eso explicaba la sangre en las sábanas.

Carlos sacó su cuchillo. Comúnmente su próximo curso de acción sería sencillo. Haría oscilar el arma hacia el hombre desarmado y le acuchillaría el abdomen o el cuello, lo que dejara al descubierto, o enviaría el cuchillo volando desde donde se hallaba. A pesar de la facilidad con que en las películas los actores golpeados aventaban hojas, en combate real no era algo sencillo desviar un estilete bien lanzado.

Pero Hunter no era un tipo común y corriente.

Los dos se enfrentaron, cautelosos.

A Carlos le pareció que Thomas había cambiado. Físicamente era el mismo hombre con el mismo cabello castaño suelto y los mismos ojos verdes, la misma mandíbula firme y las mismas manos sueltas a los costados, el mismo pecho musculoso y abdomen. Pero ahora se comportaba de manera diferente, con una sencilla e inquebrantable confianza. Se quedó parado, las manos sueltas a los costados. Hunter observó fijamente a Carlos, como un hombre podría mirar una desafiante ecuación matemática y no a un amenazador enemigo.

Carlos comprendió que debía estar lanzándose hacia la pistola en el suelo a su izquierda o aventando el cuchillo que había extraído. Pero su fascinación con este hombre demoró sus reacciones. Si Svensson conociera la total extensión de las aptitudes de Hunter, podría insistir en que lo atraparan vivo. Quizás Carlos llevaría el asunto ante Armand Fortier.

– ¿Cuál es su nombre? -quiso saber Thomas; sus ojos miraron hacia los costados, a la pistola y hacia atrás.