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Su convicción resultaba formidable. Te aseguro que, cuando acabó, yo mismo estaba a punto de sentir la presencia y el poder de Alá. Era sorprendente y un tanto alarmante que Mahmut pudiera despertar tales sentimientos en alguien como yo. Estaba asombrado. Pero después de unos instantes, tras acabar su alocución, la sensación se disipó y volví a ser el mismo de siempre.

—¿Qué me dice? —me preguntó—. ¿Qué otra cosa puede ser esto sino la verdad?

—No estoy en posición de juzgar eso —dije con cautela, sin querer ofender a aquel nuevo e interesante amigo, especialmente en su propio comedor—. Nosotros, los romanos, estamos acostumbrados a observar todos los credos con tolerancia, y si alguna vez visita nuestra capital encontrará templos de un centenar de confesiones, uno al lado del otro. Sin embargo, advierto la belleza de sus enseñanzas.

—¿Belleza? Yo he preguntado acerca de la verdad. Cuando dice que aceptan todas las confesiones como igualmente ciertas, lo que realmente hacen es considerar que no hay verdad en ninguna de ellas, ¿no es así?

Yo se lo discutí, remontándome a mis días de escuela en busca de máximas de Platón y Marco Aurelio para argumentar que todos los dioses son reflejos de la verdadera divinidad. Pero no sirvió de nada. Al instante advirtió mi indiferencia romana a la religión. Como él había dicho, si lo que se pretende es creer, como hacemos nosotros, que ese dios es tan dios como todos los demás, lo que en realidad estamos demostrando es que los dioses no nos importan mucho, ni siquiera la misma religión, excepto cuando resulta necesaria como distracción, para evitar que aumente el resentimiento de las capas bajas de la sociedad por las miserias de su existencia cotidiana. Nuestra política de «vive y deja vivir» hacia el culto de Mitra, Dagon y Baal y todas las demás deidades cuyos templos prosperan en Roma, es una aceptación implícita de esa actitud. Y para Mahmut, ésa es una actitud despreciable.

Como sentía que cada vez se iba poniendo más tenso y yo no deseaba que se agriase nuestra agradable conversación, me excusé diciendo que me sentía fatigado y prometí reanudar la discusión en otra ocasión.

Por la noche, Nicomedes el paflagonio volvió a invitarme a cenar y, como aún tenía la cabeza dándome vueltas por el torbellino de todo lo que Mahmut me había transmitido, le pregunté si podía contarme algo sobre esa extraordinaria persona.

—¡Ese individuo! —exclamó Nicomedes riéndose—. Así que ahora confraternizas con chiflados, ¿eh, Córbulo?

—A mí me pareció bastante cuerdo.

—Sí, sí, sí que lo es. Al menos mientras te está vendiendo un par de camellos o un saco de azafrán. Pero dale cuerda con el tema de la religión y tendrás ante ti a otro hombre.

—De hecho, él y yo hemos mantenido una discusión filosófica bastante larga esta misma tarde —le dije—. La encontré fascinante. Nunca había oído nada parecido.

—Bien seguro puedes estar de ello. Pobre tipo, debería marcharse de aquí mientras tenga oportunidad. Si continúa por el camino por el que creo está yendo últimamente, aparecerá muerto sobre las dunas uno de estos días, y nadie se sorprenderá de ello.

—No te entiendo.

—Predicar contra los ídolos de la forma en que lo hace. Eso es lo que quiero decir. Como sabes, Córbulo, en esta ciudad se rinde culto a trescientos dioses diferentes y cada uno de ellos tiene su propia capilla, su propio clero y sus propios y rentables talleres dedicados a la producción de ídolos para la venta a los peregrinos, etcétera. Si he entendido bien a tu Mahmut, lo que a él le gustaría es echar todo eso abajo, ¿no es cierto?

—Supongo que sí. La verdad es que manifestó un acusado desprecio hacia los ídolos y los idólatras.

—Así es. Hasta ahora se había limitado a mantener un culto privado, con media docena de miembros de su familia. Se reúnen en su casa y oran a su dios particular de la manera especial que Mahmut prescribe. Un pasatiempo bastante inocuo, diría yo. Pero últimamente, según tengo entendido, está divulgando sus ideas por otras partes, dirigiéndose a éste o a aquél y planteándoles tentativamente sus ideas sediciosas sobre cómo transformar la sociedad sarracena. Como según parece ha hecho contigo hoy mismo. Bueno, hablar de religión con alguien como tú o como yo no le perjudica, porque nosotros los romanos somos bastante superficiales respecto a estos asuntos. Pero los sarracenos no. Dentro de no mucho tiempo, y acuérdate de mis palabras, se autoproclamará profeta. Predicará en público y, desde la plaza principal, amenazará con el fuego y la condena a cualquiera que mantenga las viejas costumbres, y entonces tendrán que matarlo. Las viejas costumbres son aquí grandes negocios. Mahmut está lleno de ideas subversivas que los de esta ciudad no pueden permitir que proliferen. Haría mejor en andarse con pies de plomo. —Y después añadió con una sonrisa—: Pero es un divertido demonio, ¿verdad, Córbulo? Como imaginarás, yo mismo he mantenido una o dos charlas con él.

Si quieres saber lo que pienso, Horacio, Nicomedes está medio acertado y medio equivocado acerca de Mahmut.

Seguramente tiene razón en lo de que éste está casi a punto de empezar a predicar su religión en público. Prueba de ello es la forma en que me abordó a mí, un perfecto extraño, en el mercado de esclavos.Y todas sus palabras acerca de no descansar hasta que Arabia haya aceptado la supremacía del Único Dios, ¿qué otra cosa quieren decir sino que está a punto de pronunciarse contra los idólatras?

Mahmut me dijo de muchas formas, durante nuestra comida de ayer, que la manera en que Alá transmite sus preceptos sobre el bien y el mal a la humanidad es mediante ciertos profetas elegidos, uno cada mil años más o menos. Los Abraham y Moisés de los hebreos fueron algunos de esos profetas, dice Mahmut. Creo que él se considera a sí mismo como su sucesor.

Y opino que sin embargo el griego se equivoca al decir que a Mahmut lo asesinarán sus vecinos por manifestarse contra sus supersticiones. No dudo que quieran matarlo al principio. Si sus doctrinas consiguen imponerse, eso hará que se les acabe la bicoca a todos los sacerdotes y tallistas de ídolos, lo que provocará un gran boquete en la economía local. Un asunto que a nadie va a entusiasmar. Pero su personalidad es tan poderosa, que creo que él los conquistará a todos. Por Júpiter, pero ¡si prácticamente me vi casi dispuesto a aceptar la divina omnipotencia de Alá antes de que hubiera acabado de hablar! Encontrará una fórmula para hacerles llegar sus ideas. No puedo imaginarme cómo lo hará, pero es inteligente y tiene mil recursos; es un auténtico mercader del desierto y, de alguna forma, les ofrecerá algo que haga que valga la pena abandonar los antiguas creencias y aceptar las de él. Alá y sólo Alá, será el único dios de este lugar; eso es lo que creo que ocurrirá cuando Mahmut haya concluido su misión sagrada.

Necesito considerar todo esto con mucho cuidado. Uno no se encuentra con un hombre del magnetismo personal de Mahmut muy a menudo. Estoy embrujado por su fuerza, sobrecogido por la manera en que, por un momento, estuvo a punto de ganarse mi lealtad a su único Dios. Me pregunto si existirá alguna forma mediante la cual yo pudiera utilizar el gran poder de Mahmut para influir en las mentes de los hombres al servicio del Imperio, me refiero al servicio de Juliano III Augusto. Naturalmente, así podría recuperar el favor del cesar y ser redimido de mi exilio árabe.

Por ahora, no acabo de encontrarla. Quizá podría inducirle a levantar a sus compatriotas contra el poder creciente de los griegos en esta parte del mundo o alguna cosa parecida. Pero esta semana dispongo de todo el tiempo del mundo para pensar en ello, ya que no disfrutaré de ninguna compañía excepto la que yo mismo me haga. Mahmut, que hace frecuentes viajes de negocios por la zona, se ha marchado a una de sus aldeas costeras para hacer indagaciones sobre alguna nueva operación mercantil. Nicomedes tampoco se encuentra en la ciudad; ha ido a Arabia Feliz, donde él y sus amigos griegos actúan en encubierta complicidad para subir el precio de las cornalinas, de la madera de áloe o cualquier otra mercancía con gran demanda actual en Roma.