De manera que me he quedado solo con la excepción de mis criados, gente rara y anodina con los que no tengo esperanza de relación. He estado dándole vueltas a la idea de comprarme un muchacho esclavo en el bazar para que me proporcione una compañía más agradable, pero Mahmut, con su piedad tan encendida, podría sospechar mis intenciones, y no es momento éste de poner en peligro mi amistad con él. No obstante, la idea de esta adquisición me resulta muy tentadora.
A todas horas pienso con nostalgia en la corte, las fiestas en el palacio real, el teatro y los juegos; en todo lo que me estoy perdiendo. ¿Y Fusco Salinator? ¿En qué anda metido? ¿YVoconio Rufo? ¿Y Espurina? ¿Y Alifano? ¿Y el mismo emperador Juliano, que era mi amigo, casi mi hermano, hasta que se volvió en mi contra y me condenó a consumirme así entre las arenas de Arabia? ¡Qué buenos momentos pasamos juntos hasta que perdí su gracia!
Y, no temas, sobre todo pienso constantemente en ti, Horacio. Me pregunto con quién pasarás las noches ahora. ¿Con un hombre o con una mujer? ¿Luperco Héctor? ¿La pequeña Pomponia Mamiliana, quizá? ¿O incluso el joven escanciador de Britania, a quien seguramente no volvería a requerir el emperador después de que yo le mancillara. Bueno, de lo que estoy seguro es de que no dormirás solo.
Me pregunto qué pensaría mi nuevo amigo Mahmut de nuestra corte y de sus costumbres. Es tan severo y austero por naturaleza. Su odio hacia los excesos de todo tipo parece enormemente profundo: es un agreste príncipe del desierto, un auténtico espartano. Pero quizá pienses que le concedo demasiado crédito. Instálalo en una villa en las laderas del Palatino, suminístrale una hermosa cuadriga, una casa repleta de criados y una bodega de buen vino, déjale chapotear un poco en la pileta perfumada del emperador con Juliano y sus atolondrados amigos, y puede que cambie de parecer, ¿no crees?
Pues no, de ninguna manera. Lo dudo profundamente. Llévate a Mahmut a Roma y se convertirá en un moderno Catón; barrerá bien la zona, purgando la capital de todos los pecados de estos licenciosos años imperiales. Y cuando haya acabado con nosotros, Horacio, nos habremos convertido todos en fervientes creyentes de Alá.
Pasé cinco días más de soledad. Al final, creo que faltó poco para que me abriera las venas. Toda la semana había estado soplando un viento que te cuece el cerebro, que te lleva hasta el borde de la locura. El aire parecía ser mitad aire y mitad arena. La gente iba y venía por las calles como fantasmas, envueltos de blanco y tapados hasta los ojos. Yo temía salir al exterior.
Sin embargo, durante estos dos días pasados, el viento ha vuelto a amainar. Ayer Mahmut regresó de sus negocios en la costa. Le vi en la calle principal, hablando con otros tres o cuatro hombres. Aunque estaba a cierta distancia, resultaba obvio que Mahmut acaparaba casi toda la conversación y que los demás, seducidos por su discurso, limitaban sus intervenciones a meros asentimientos o gestos con la mano. Las arengas de este hombre tienen magia, son un poderoso hechizo. Te atrapan. No puedes hacer más que escuchar. De pronto, te encuentras creyendo en todo lo que él dice.
No me pareció apropiado acercarme en aquel momento, pero más tarde envié a uno de mis criados a su casa con una invitación para que cenara conmigo en mi villa, y aquel mismo día pasamos varias horas juntos. Fue una reunión de la que surgieron muchísimas y sorprendentes revelaciones.
Ninguno de los dos quiso zambullirse otra vez en el debate teológico de nuestra anterior conversación, así que, durante un rato, mantuvimos las distancias con un ocioso diálogo; a la manera un tanto incómoda en que lo harían dos caballeros de dos naciones muy diferentes que se encuentran cenando en circunstancias íntimas y cuyo propósito es terminar la comida sin infligirse mutuamente ofensa alguna. La actitud de Mahmut fue cordial de una forma que no había visto yo con anterioridad. Pero cuando retiraron los platos de los entrantes, regresó la vieja intensidad a su mirada, y de forma un tanto abrupta, dijo:
—Y dime, amigo mío, exactamente ¿por qué viniste a nuestro país?
No habría resultado muy beneficioso para mi creciente amistad con este hombre admitir que había sido mandado aquí debido a mi pederastía con el juguetito preferido del cesar. Pero —y debes creerme —, alguna cosa tenía que decirle. No es fácil zafarse cuando la abrasadora mirada de Mahmut, hijo de Abdallah, está escrutándote. Antes sería capaz de mentirle a César. O incluso al mismo Júpiter.
Y así, siguiendo el principio que afirma que decir la verdad parcialmente resulta más convincente que decir una mentira rotunda, admití ante él que mi emperador me había enviado a Arabia para espiar a los griegos.
—Tu emperador, que no es el emperador de ellos, pese a que se trate del mismo Imperio.
—Exactamente.
Mahmut, aislado como ha estado toda su vida del resto del mundo que se extiende más allá de las fronteras de Arabia, parecía entender el concepto del principado dual. Y también comprendía el escaso equilibrio que existe verdaderamente entre las dos mitades del reino dividido.
—¿Y cuál es el daño que los bizantinos pueden causar a tu pueblo? —preguntó él.
Había tirantez en su tono de voz; advertí que, para él, se trataba de algo más que de una pregunta trivial.
—Daño económico —contesté—. Son demasiados los productos que importamos de las naciones orientales que pasan por sus manos. Ahora parece que se están desviando hasta aquí, hacia el centro de Arabia, donde convergen todas las rutas comerciales neurálgicas. Si consiguen establecer un monopolio sobre estas rutas, quedaremos a su merced.
Mahmut permaneció en silencio durante un tiempo, rumiando aquello. Pero sus ojos irradiaban un extraño fulgor. La idea debía de haber estado dando vueltas y vueltas en su cerebro.
Entonces se inclinó hacia adelante, hasta casi rozarse nuestros rostros, y dijo, con esa voz serena suya que se apodera de tu atención más rotundamente que el grito más fuerte:
—Así, entonces, compartimos una preocupación. Los griegos son también nuestros enemigos. Conozco su alma. Lo que ellos quieren es conquistarnos.
—Pero ¡eso es imposible! El mismo Nicomedes me ha confesado que ningún ejército ha conseguido jamás apoderarse de Arabia. Y afirma que ninguno lo conseguirá nunca.
—De hecho, nadie podrá conquistarnos jamás por la fuerza. Pero no es eso lo que quería decir. Los griegos nos conquistarán mediante la astucia y la malicia, si se lo permitimos: jugando con su oro como baza frente a nuestra avaricia, comprándonos centímetro a centímetro hasta que hayamos vendido por entero nuestra integridad. Somos un pueblo sagaz, pero ellos lo son mucho más y nos atarán con nudos de seda, y un día descubriramos que todos nosotros somos propiedad de los mercaderes griegos, de los usureros griegos y de los armadores griegos. Es lo que los hebreos nos habrían hecho si hubieran sido más numerosos y más poderosos; pero a los griegos les respalda un Imperio. O al menos, la mitad de uno.
Súbitamente, el rostro se le encendió con esa vivacidad y nerviosismo extraordinarios, al borde del frenesí, que le afloran tan fácilmente. Puso su mano sobre la mía.
—Pero eso no sucederá. ¡Yo no lo permitiré, buen Córbulo! Los destruiré antes de que puedan arruinarnos. Díselo a tu emperador si quieres: Mahmut, hijo de Abdallah, ocupará aquí el lugar que le corresponde antes de que los griegos intenten robar esta tierra, y él marchará sobre ellos, y los hará retroceder hasta Bizancio.