Umar, el fabricante de ídolos, que sirvió en el templo de la diosa Uzza, así lo comprende. Fui a ver a Umar a su taller; estaba sentado dando forma a estatuillas de Uzza, la de pechos generosos y que es la Venus de los sarracenos. Por un puñado de calderilla le compré una bonita estatuilla tallada en piedra negra que espero enseñarte uno de estos días. Después le puse delante una pieza de oro de la época de Justiniano, y le dije lo que quería que hiciera. Por toda respuesta, él golpeó dos veces con el dedo la nariz de Justiniano. Sin entender lo que quería decirme, me limité a fruncir el ceño.
—Ese hombre del que me habla es mi enemigo, y el enemigo de todos los que aman a los dioses —dijo Umar, el fabricante de ídolos—, y yo lo mataría por tres monedas de cobre si no tuviera una familia que mantener. Pero el trabajo me exigirá viajar, y eso es caro. No puede hacerse en La Meca, como se imagina. —Y golpeó una vez más la nariz de Justiniano.
Esta vez sí lo entendí, y puse una segunda moneda encima de la primera. El fabricante de ídolos sonrió.
Hace doce días Mahmut salió de La Meca a uno de sus viajes de negocios hacia territorios del este. Aún no ha regresado. Me temo que ha sufrido algún accidente en aquellas inmensidades de arena y, probablemente, ya las dunas movedizas hayan ocultado su cuerpo para siempre.
También Umar, el fabricante de ídolos, parece haber desaparecido. Los rumores en la ciudad dicen que se marchó en busca de la piedra negra con la que talla sus estatuillas y algún colega artesano con el que estaba enemistado lo siguió a la cantera. Creo que estarás de acuerdo conmigo, Horacio, en que todo ha sido dispuesto de una sabia manera por mi parte. La desaparición de un hombre conocido como Mahmut generará, probablemente, algunas investigaciones que a la larga apuntarán en confusas direcciones, pero nadie, excepto la viuda de Umar, se preocupará por la desaparición de Umar, el fabricante de ídolos.
Todo esto me resulta profundamente lamentable, pero fue por completo necesario.
—A estas alturas es casi seguro que ha muerto —dijo Nicome-des anoche. Aún cenamos juntos con frecuencia—. Qué triste, Córbulo. Era un hombre interesante.
—Enormemente interesante a su manera. Si hubiera vivido, creo que habría cambiado el mundo.
—Lo dudo mucho —dijo Nicomedes, con ese tono griego tan característico de permanente escepticismo y displicencia—. Pero nunca lo sabremos, ¿no es así?
—No, nunca lo sabremos —confirmé y alcé mi copa—. Por Mahmut, pobre diablo.
—Por Mahmut, sí.
Y aquí acaba toda esta triste historia. Ve a ver al emperador, Horacio. Cuéntale lo que he hecho. Sitúalo en todo su contexto, con magnífico pasado, el presente y, especialmente, el futuro de la historia imperial. Menciónale a Aníbal, a Vercingetórix, a Atila, a todos nuestros grandes enemigos de épocas pasadas, y explícale que yo he acabado, en su estadio más temprano, con una amenaza para Roma mucho más aterradora que cualquiera de todas ésas. Hazle entender, si puedes, el significado de mi empresa.
Cuéntaselo, Horacio. Explícale que he salvado al mundo de ser conquistado, que he hecho para él algo que era del todo esencial que se llevara a cabo, algo que absolutamente nadie más podría haber logrado en su nombre, ya que, ¿quién habría podido tener la intuición de valorar la trascendencia de los sucesos venideros como yo fui capaz de hacerlo? Cuéntaselo todo.
Por encima de todo lo demás, pídele que me devuelva a casa.Ya he vivido bastante tiempo entre las arenas de Arabia. Mi tarea ha concluido. Suplico abandonar este desierto deprimente, el calor infernal, la soledad de mi vida aquí. Éste no es lugar para un héroe del Imperio.
1861 a. u.c.
La segunda invasión
Ellos eran la segunda oleada invasora. La primera había desaparecido como el agua en la arena. Pero ahora el emperador Saturnino había enviado otra flota al Nuevo Mundo, mucho más grande que la primera, y a ésta le seguirían otras más si así fuese necesario. «Golpearemos sus costas como lo hace el océano y, al final, venceremos.» Eso había declarado el emperador cinco años antes, el día en que las noticias del desastre llegaron a la capital. «Pues Roma misma es también un océano: inmensa, inagotable, inexorable. No podrán resistir nuestro poderío.»
Tito Livio Druso estaba al lado de su padre aquel día, cuando el emperador pronunció su discurso. Tenía entonces dieciocho años; un joven de alta alcurnia de Roma que aún no había encontrado su norte en la vida. Las palabras del emperador despertaron en él una profunda inquietud. Un remoto nuevo mundo a la espera de ser conquistado: ¡continentes enteros sin explorar mucho más allá de las columnas de Hércules, rebosantes de los tesoros de misteriosos pueblos de piel cobriza! Y allí, frente al Senado se erguía la imponente y resplandeciente figura del emperador, magnífico con su túnica de púrpura imperial, pidiendo a gritos con aquella voz suya extraordinariamente atronadora, hombres valerosos para llevar las águilas de las legiones de Roma a aquellos imperios extranjeros.
«Aquí estoy yo —pensaba el joven Druso, concentrando cada átomo de su voluntad en la despejada frente del emperador—. ¡Yo lo haré! ¡Yo soy el hombre! ¡Yo conquistaré México para ti!»
Pero ahora ya habían transcurrido cinco años y el emperador, fiel como siempre a su palabra, había enviado esa segunda expedición, a través de los océanos, hasta el Nuevo Mundo.Y a Druso, que ya no era el iluso muchacho que soñaba con extraños mundos por descubrir, sino un veterano soldado de veintitrés años que empezaba a pensar en el matrimonio y el retiro en una finca en el campo, se le había ofrecido un cometido en el ejército de invasión y había aceptado; con bastante menos entusiasmo del que pudiera haber mostrado antes. El destino de la primera expedición estaba muy presente en su mente. Mientras escrutaba la oscuridad de aquella enigmática orilla que se extendía justo enfrente de ellos, se preguntaba si también él, como tantos valientes romanos lo habían hecho antes, iba a dejar sus huesos en aquella tierra desconocida y muy probablemente hostil.
Faltaba poco para que rompiera el alba, aquel tercer día del nuevo año de 1861. En su tierra, el mes de enero era el más frío del año, de manera que aquella brisa seca y tórrida que soplaba hacia él desde el nuevo continente, se empeñaba en recordarle a Druso que estaba lejos de casa. En aquella época del año, ni siquiera el viento de África era tan cálido como aquél.
Rayos de rosa pálido procedentes de las primeras luces del día empezaban a aparecer por encima de su hombro. En la menguante oscuridad que tenía enfrente, distinguió los contornos umbríos de una orilla inhóspita y pedregosa coronada, en una cercana y pequeña colina, por una maciza construcción blanca de impresionante altura y una sólida y formidable apariencia. El territorio que se extendía hacia el oeste por detrás de ella parecía prácticamente llano y con una masa forestal tan densa que no podía verse signo alguno de asentamiento humano.
—¿Qué te parece esto, Tito? —le preguntó Marco Juniano, que, discretamente, se le había acercado por la cubierta. Era dos años mayor que Druso, un antiguo esclavo de la familia y ahora un liberto. Fuera o no libre, el caso es que había elegido seguir a Druso hasta el Nuevo Mundo. Habían crecido juntos. Aunque uno pertenecía a la antigua nobleza romana y el otro descendía de quinientos años de generaciones de esclavos, estaban tan unidos como hermanos. No es que nadie pudiera tomarlos por tales, ni de lejos, pues Druso era alto y blanco, con el cabello suave y lacio y los finos rasgos de un aristócrata, y poseía un elegante discurso, mientras que Marco Juniano era un individuo moreno, bajo y culón, de nariz chata y un espeso y ensortijado cabello, que hablaba con la entonación propia de su clase y actuaba en consonancia. Pero ellos nunca permitieron que estas diferencias constituyeran una barrera. Entre ambos siempre fueron Tito y Marco, Marco y Tito, amigos, compañeros, hermanos incluso, en todos los sentidos importantes, salvo en uno.