—Creo que se avecina la lucha, Marco. Se masca en el aire. —La verdad es que la misma atmósfera era desagradable: fuerte, acre, con una extraña mezcla especiada que no era grata en absoluto—. ¿Qué crees que es esa gran construcción? ¿Una fortaleza? ¿Un templo?
—Un templo, ¿no te parece? Los nórdicos decían que ésta era una tierra de grandes templos. ¿Y por qué iban a molestarse en fortificar su costa cuando ya está defendida por millares de millas de océano?
Druso asintió con un gesto.
—Buena observación. Sin embargo, no creo que fuera muy inteligente por nuestra parte tratar de desembarcar justo ahí debajo. Ve y dile al capitán que busque un puerto más seguro un par de millas al sur de aquí.
Marco se marchó a dar la orden, Druso se inclinó sobre la borda y se quedó observando la tierra a medida que ésta se iba haciendo más visible. Realmente parecía deshabitada. Grandes grupos de árboles de aspecto desconocido se apiñaban, en hilera, formando un sólido muro negro sin abertura alguna a la vista. Y además estaba aquel templo. Alguien había extraído aquellas rocas y erigido aquella imponente construcción sobre aquel cabo. Alguien, en efecto.
Habían pasado ocho semanas en el mar para llegar hasta allí, el viaje más largo de su vida…, o de la de cualquier otro hasta donde él sabía. En ocho semanas se podía navegar el Gran Mar, el mar Mediterráneo, de un extremo a otro las veces que hiciera falta, desde la costa siria hacia el oeste, hasta las columnas de Hércules en Hispania, y regresar de nuevo a Siria. ¡El Gran Mar! ¡Cuan equivocados estaban los antiguos al haber otorgado al Mediterráneo un nombre tan grandioso! El Gran Mar era un simple charco comparado con el que acababan de cruzar, el vasto mar Océano que separaba los mundos. Había sido un viaje bastante fácil, a través de aguas siempre cálidas, largo y aburrido, pero en ningún aspecto difícil. Izar las velas, dirigir la proa hacia el oeste, coger viento de popa y allá que se fueron; con bastante seguridad. Con el tiempo fueron a parar a un dulce mar azul-esmeralda, salpicado de islas tropicales en las que fue posible reponer provisiones y agua sin que los ingenuos indígenas desnudos ofrecieran ninguna resistencia. A continuación, siguiendo el rumbo, llegaron poco después a lo que era inequívocamente la costa de algún vasto continente, el cual, más allá de toda duda, debía de ser ese México del que les habían hablado los nórdicos.
Contemplándolo ahora, Druso no sintió temor, pues el temor era una emoción que no se consideraba permisible, sino una cierta intuición de…, ¿qué?, se preguntaba. ¿Inquietud? ¿La sensación de que aquella expedición podía no ser una idea especialmente inteligente?
La posibilidad de encontrarse con una fiera resistencia militar no le preocupaba. Hacía casi seiscientos años que los romanos no habían emprendido ninguna batalla importante; no desde que Maximiliano el Grande acabara con los godos y Justiniano aplastara a los rebeldes persas, pero cada una de las siguientes generaciones había anhelado la oportunidad de demostrar que la vieja tradición guerrera aún permanecía viva, y Druso se sentía feliz de que fuera la suya la que, finalmente, tuviera tal oportunidad. Así que lo que tuviera que venir, que viniera pues. Tampoco le preocupaba mucho morir en la batalla. En algún momento tendría que entregar su vida a los dioses y morir por el Imperio siempre se consideraba algo glorioso.
Pero tener una muerte estúpida… Ah, eso era otra cosa.Y había muchas personas en la capital que pensaban que el ansia del emperador Saturnino por convertir el Nuevo Mundo en una provincia romana era la más grande de todas las estupideces. Incluso el más poderoso de los imperios debía admitir sus límites. El emperador Adriano había considerado, hacía mil años, que el Imperio se estaba haciendo demasiado difícil de manejar y, dando la espalda a cualquier otra conquista al este de Mesopotamia, regresó a Roma. Persia, India, Catay y Cipango, más allá de Asia Ultima, donde vivía el pueblo de piel amarilla, habían sido dejados como territorios independientes, aunque vinculados a Roma por tratados comerciales.Y ahora, Saturnino se dirigía en sentido opuesto, hacia el remoto Occidente, con sueños de conquista. Había oído fábulas del oro de México y de otro territorio occidental llamado Perú, y el emperador ansiaba ese oro. Pero ¿podía conquistarse este Nuevo Mundo desde una distancia tan grande? Y ¿podría administrarse una vez conquistado? ¿No sería más inteligente establecer simplemente una alianza mercantil con el pueblo que lo habitaba, y venderles productos de Roma a cambio de su abundante oro? ¿No sería preferible crear nueva prosperidad que reafirmaría al Imperio Occidental frente a su boyante contrapartida oriental? ¿Quién se creía Saturnino que era? ¿Alejandro el Grande? Incluso Alejandro había regresado, finalmente, de la conquista de tierras lejanas, después de alcanzar las fronteras de la India.
Druso trató con todas sus fuerzas de quitarse de la cabeza aquellas dudas desleales. La grandeza de Roma no admitía obstáculo alguno, se dijo a sí mismo y, al contrario de lo que pensaba Adriano, tampoco límites. Los dioses habían otorgado el mundo a los romanos. Así había sido dicho en el primer libro del gran poema de Virgilio, que todos los muchachos estudiaban en la escuela: dominio sin fin. El emperador Saturnino había decretado que aquel lugar tenía que ser romano, Druso había sido enviado hasta allí para contribuir a su conquista en nombre de Roma, y así sería.
Había amanecido ya cuando la flota, bajando por la costa, se había desplazado lo suficiente como para quedar fuera de la vista de aquel templo en lo alto de la colina. A la potente luz de la mañana, Druso tuvo una visión más nítida de la irregular costa rocosa, las playas arenosas, los densos bosques. Vio entonces que los árboles eran palmeras de alguna clase, pero sus hojas curvas y recortadas las hacían diferentes de aquellas otras autóctonas de los países mediterráneos. No había indicio de ningún asentamiento humano.
El desembarco resultó una operación complicada. El mar era allí poco profundo y los barcos eran grandes, diseñados especialmente para grandes trayectos. No se podía echar el ancla muy cerca de la orilla, de manera que los hombres tuvieron que lanzarse al agua, que por lo menos estaba caliente, y esforzarse para llegar a la orilla en medio de las olas, muy cargados de armas y suministros. Tres de ellos fueron arrastrados por una corriente que les llevó hacia el sur y dos de ellos perecieron ahogados. Al verlo, algunos de los restantes se resistieron a abandonar el barco. El propio Druso saltó y alcanzó la orilla para animar a la tripulación. La arena era de una blancura sobrecogedora, como si estuviera hecha de diminutas partículas de huesos pulverizados. Se notaba dura al pisarla y crujía al caminar sobre ella. Druso se recreó en su extrañeza pisoteándola varias veces. Clavó profundamente en ella su bastón de mando, diciéndose a sí mismo que estaba tomando posesión de aquella tierra en nombre de la Roma Eterna.
La fase inicial del desembarco llevó más de una hora, hasta que los romanos se instalaron sobre aquella franja estrecha de arena entre el mar y las apretadas palmeras. Durante todo el proceso, Druso recordaba con desasosiego lo que contaban los supervivientes de la primera expedición, sobre las flechas mexicanas que, misteriosamente, aparecían de la nada y se dirigían a las zonas más vulnerables. Pero ese día no ocurrió nada parecido. Druso puso al grupo desembarcado a trabajar de inmediato en la tala de árboles y la construcción de balsas con las que pudieran transportar al resto de los hombres, equipo y provisiones hasta el campamento que allí iban a establecer. Los otros capitanes de fragata estaban haciendo lo mismo. Por toda la costa, la flota cabeceando con las anclas echadas era una visión estimulante: los cascos sólidos y pesados, los altos puentes de mando, las grandes velas cuadradas resplandeciendo con los colores imperiales.