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—Al instante, una fascinación abrumadora se apoderó del emperador —dijo el padre de Druso, el senador Lucio Livio Druso, quien se encontraba en la corte el día en que se le concedió audiencia a Haraldo—. Se veía venir. Era como si los nórdicos le hubieran lanzado un hechizo.

Aquel mismo día, el emperador bautizó el continente occidental con el nombre de Nova Roma, la nueva extensión exterior del Imperio —el Imperio Occidental—. Con una provincia de opulencia tan fantástica bajo su dominio, Occidente obtendría una superioridad definitiva en su rivalidad con su reino hermano, que cada vez ocasionaba más problemas, el Imperio Oriental. Saturnino ascendió a un veterano general llamado Valerio Gargilio Marcio al rango de procónsul de México y le otorgó el mando de tres legiones. Haraldo, pese a no ser ciudadano romano, fue nombrado duque del reino, un puesto superior al de Gargilio Marcio, y a los dos se les ordenó que cooperaran en la aventura. Para el viaje a través del océano, se construyó una flota de navios especialmente diseñados, que tenían el tamaño de barcos de carga, pero eran rápidos como buques de guerra. Disponían de velas, así como de remos, y eran lo suficientemente grandes como para llevar el equipamiento completo de un ejército invasor, incluidos caballos, catapultas, tiendas, fraguas y todo lo demás. «Los mexicanos no son una raza guerrera —le aseguró Haraldo al emperador—. Los conquistarás con facilidad.»

De todos los millares de hombres que partieron con gran fanfarria del puerto galo de Masilia, sólo diecisiete regresaron, catorce meses después. Estaban muertos de sed, aturdidos y debilitados, al borde de la muerte tras un viaje oceánico de terribles penalidades a bordo de una pequeña balsa descubierta. Sólo tres tuvieron la fuerza suficiente para articular alguna palabra, y éstos, como todos los demás, murieron al cabo de unos pocos días de su llegada. Sus relatos eran casi incoherentes. Dieron complicadas explicaciones acerca de enemigos invisibles, flechas que surgían de la nada, terroríficos insectos venenosos, calor sofocante. La afabilidad de los ciudadanos de Yucatán había sido un tanto sobreestimada, según parecía. Por lo visto, de una forma u otra, la fuerza expedicionaria había perecido al completo, con la excepción de aquellos diecisiete. De la suerte del duque Haraldo el sueco y el procónsul Valerio Gargilio Marcio nada pudieron decir. Presumiblemente, también habían muerto. Lo único claro era que la expedición había sido un fracaso absoluto.

En la capital, la gente recordaba con solemnidad la historia de Quintilio Varo, el general a quien César Augusto había enviado a los bosques teutónicos con el fin de someter a los bárbaros del norte. También tuvo tres legiones bajo su mando y, debido a su estupidez e incompetencia, hasta el último de sus soldados fue prácticamente masacrado en una emboscada en los bosques. El anciano Augusto nunca se recuperó completamente de aquella catástrofe. «¡Devuélveme mis legiones, Quintilio Varo!», exclamaba una y otra vez. Y ya no volvió a decir una palabra más acerca de enviar ejércitos a conquistar a los salvajes teutones.

Sin embargo, Saturnino, joven y ambicioso sin límites, reaccionó de forma diferente ante la pérdida de su expedición. La construcción de una nueva y mayor flota invasora comenzó casi de inmediato. Esta vez serían siete las legiones que se enviarían. Los mejores hombres de armas del Imperio irían a su mando. Tito Livio Druso, que ya se había distinguido en alguna refriega fronteriza menor, donde incluso en esas fechas tardías las tribus salvajes del desierto provocaban ocasionalmente disturbios, era uno de los briliantes jóvenes oficiales elegidos para un alto puesto. «Es una locura irse allá», refunfuñaba su padre. Druso sabía que su padre se estaba haciendo mayor y conservador, pero todavía era un hombre con un profundo conocimiento de la realidad. No obstante, Druso también sabía que si rechazaba ese encargo que el emperador en persona le había hecho, se condenaría a una vida de servicio en algún puesto fronterizo tan deprimente que le haría añorar las como didades del desierto africano.

—Bien —dijo Marco Juniano cuando él y Druso estuvieron el uno junto al otro en la playa, supervisando la descarga de las provi siones—, pues ya estamos aquí, en Yucatán. ¡Vaya nombre extraño para un lugar! ¿Qué crees que querrá decir, Tito?

—No te entiendo.

—¿Cómo? Creí que estaba hablando muy claramente, Tito. He dicho: «¿Qué crees que querrá decir, Tito?». Me estaba refiriendo a Yucatán.

Druso soltó una risita.

—Te he oído. Y te he contestado. Tú me has hecho una pregunta y «no te entiendo» ha sido mi respuesta. Durante siglos y por todo el mundo, hemos ido de un lugar a otro y preguntado a los nativos de sitios remotos en un correctísimo y precioso latín cómo se llamaban los distintos lugares. Y como ellos no sabían una palabra de latín, nos han contestado «no te entiendo» en su propia lengua, y así hemos puesto nombre al lugar en cuestión. En este caso fue nórdico, supongo, lo que ellos no sabían hablar. Y así, cuando Haraldo o alguno de sus amigos preguntó a los nativos el nombre de su reino, ellos contestaron «Yucatán», que estoy casi seguro que no es en absoluto el nombre del lugar, sino que simplemente significa…

—Sí —dijo Marco Juniano—, ya te voy captando.

La tarea siguiente era establecer un campamento tan rápidamente como les fuera posible, antes de que su llegada atrajera la atención de los indígenas. Una vez estuvieran fortificados allí, al lado del agua, podrían empezar a enviar avanzadillas de reconocimiento hacia el interior para descubrir la ubicación de las ciudades indígenas y calcular los peligros que suponía conquistarlas.

Durante la mayor parte del viaje, los navios se habían mantenido cercanos unos a otros, pero al acercarse a la costa de Yucatán se habían abierto mucho en abanico, según se había concertado de antemano, de manera que la cabeza de playa inicial de los romanos cubriera veinticinco o treinta millas de línea de costa.Tres legiones, dieciocho mil hombres, integrarían el campamento central bajo el mando del cónsul Lucio Emilio Capito. Después se establecerían dos campamentos subsidiarios con dos legiones cada uno. Druso, que ostentaba el rango de legado legionario, estaría al mando del campamento más septentrional, y el más meridional sería comandado por Masurio Titano, un hombre de Panonia, y uno de los favoritos del emperador, aunque nadie en Roma pudiera alcanzar a entender la razón.

Druso se quedó en medio del bullicio, observando con placer la rapidez con la que se levantaba el campamento. Los trabajadores se concentraban por todas partes. La expedición estaba bien equipada. Saturnino se había gastado una fortuna en ella, una cantidad equivalente a los ingresos totales anuales de varias provincias, se decía. Fornidos leñadores talaron rápidamente docenas de palmeras que bordeaban la playa y los carpinteros se afanaron en preparar la madera para emplearla en la construcción de empalizadas.

Los agrimensores trazaron los límites del campamento a lo largo de la parte más ancha de la playa y marcaron las directrices del interior: la calle principal, la zona donde se instalaría la tienda del legado, las tiendas de los artesanos, de los legionarios, de los escribas y fedatarios, el lugar de los establos, los talleres, el granero y todo el resto. También había que llevar los caballos a tierra y ejercitarlos para que sus patas recuperaran la agilidad, tras el largo confinamiento a bordo de los buques.

Cuando se clavaron las estacas maestras, los soldados de infantería empezaron a levantar las hileras de tiendas de piel donde dormirían. Los exploradores, escoltados por una fuerza armada, hicieron sus primeras incursiones en el interior en busca de agua potable y alimentos.