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En cambio, ahora, era posible que sufrieran un ataque en cualquier momento, sin estar preparados para ello. ¡Qué maravilla ser recordado a través de los tiempos como Tito Livio Druso, aquel que consiguió con tanta diligencia que la segunda expedición al Nuevo Mundo corriera la misma suerte catastrófica que se había abatido sobre la primera!

Druso sabía que lo más apropiado era comunicar lo que había ocurrido a Lucio Emilio Capito, que debía de estar en su campamento, hacia el sur por la playa. Se suponía que uno debía mantener informado a su oficial superior de cosas como aquélla. Odiaba la idea de tener que confesar tamaña estupidez, a pesar de que ésta se debiera a Marco Juniano y no a él. Pero sabía que la responsabilidad última era suya. Druso garabateó una nota informando de que había enviado un comando de exploración hacia el interior y, según parecía, había sido capturado por el enemigo. Nada más que eso. Sin añadir ninguna excusa por haber permitido que los exploradores partieran sin que los defensas del campamento se hallaran terminadas.Ya era suficientemente malo que el episodio hubiera tenido lugar; no había necesidad de señalar además a Capito la gravedad de aquella brecha en la táctica habitual.

Al caer la noche, llegó un glacial memorando de Capito en el que solicitaba ser informado del desarrollo de los acontecimientos. Allí estaba la consecuencia, no tanto en lo que decía como en lo que callaba. Es decir: que si los indígenas atacaban el campamento de Druso al día siguiente o al otro, Druso debería apañárselas solo.

No se produjo ningún ataque. Durante todo el día siguiente, Druso estuvo yendo con inquietud de un lado a otro del campamento, apremiando a sus ingenieros para que finalizaran los trabajos de construcción de la empalizada. Cuando se enviaron nuevos equipos de batidores en busca de venados, cerdos y aquellos grandes pájaros, Druso decidió multiplicar por tres el número de soldados de escolta que se hubiera considerado necesario que les acompañaran, y permaneció abrumado de preocupación hasta que regresaron. También envió otro equipo de expedicionarios, encabezados porTrogo, para inspeccionar la zona contigua al lugar donde Marco y los suyos habían sido capturados, en busca de alguna pista de su desaparición. Pero una vez más, Trogo regresó sin ninguna información útil.

Druso durmió mal aquella noche, asediado por los mosquitos y los interminables alaridos y bramidos de las bestias de la jungla, y i por aquel calor húmedo que lo envolvía todo con una densidad casi palpable. Un pájaro que debía de estar en un árbol no muy lejano de su tienda, empezó a entonar un canto profundo y vibrante, tan lastimero que a Druso le pareció un canto fúnebre. Hizo innumerables conjeturas sobre la suerte de Marco. «No lo han matado —se decía con fervor—, porque si hubieran querido hacerlo, lo habrían hecho allí mismo, en la emboscada en el bosque. No, se lo han llevado para interrogarlo. Están tratando de obtener información sobre cuántos somos, cuáles son nuestras intenciones o qué armas tenemos.» Después pensó que no conseguirían tal información de Marco sin torturarlo.Y luego…

Por fin llegó la mañana. Druso salió de su tienda y vio centinelas de guardia acercándose por la playa en su dirección.

Marco Juniano les acompañaba. Su aspecto era andrajoso y de fatiga.Tas él, había media docena más de harapientos romanos que debían ser los exploradores que Marco se había llavado a su aventura en el bosque.

Druso reprimió su cólera. Ya habría tiempo después para reprender a Juniano. El inmenso alivio que le inundó pesó más que cualquier otra cosa.

Abrazó a Juniano cálidamente y retrocedió para buscarle signos de heridas. No vio ninguna. Por fin, dijo:

—Bueno, Marco, no creía que os quedarais fuera del campamento toda la noche, ¿sabes?

—Ni yo tampoco, Tito. Sólo unas horas husmeando por aquí y por allá y regresar poco después, eso era lo que yo pensaba. Apenas habíamos andado unos pasos cuando cayeron sobre nosotros desde lo alto de los árboles. Luchamos, pero debían de ser un centenar. Todo acabó en unos instantes. Nos ataron con una cuerda sedosa, por lo menos parecía seda, pero quizá fuera alguna clase de soga suave, y nos llevaron a hombros por el bosque. Su ciudad se encuentra a menos de una hora de marcha.

—¿Su ciudad, has dicho? ¿Una ciudad en medio de esta jungla?

—Una ciudad, sí. Es la única palabra que le cuadra. No sabría decirte qué dimensiones tiene, pero cualquier persona cuerda vería claro que se trata de una ciudad, de una muy grande. Es del tamaño de Neápolis por lo menos. Quizá tenga incluso el tamaño de Roma.

Habían despejado una enorme área de bosque para hacerla, dijo, gesticulando con ambos brazos. Habló de anchas plazas rodeando relucientes templos y de palacios de piedra blanca de dimensiones mayores que las del Capitolio, en Roma; de pirámides imponentes, con centenares de escalones que conducían a los santuarios de sus cimas, de avenidas en la misma piedra, finamente labrada, que se extendían hasta perderse en la jungla, con enormes estatuas de dioses aterradores y bestias monstruosas flanqueándolas en toda su longitud. La población de la ciudad, dijo Juniano, era incalculablemente enorme, y su riqueza había de ser extraordinaria. Las gentes llanas, aunque llevaran poco más que sencillas túnicas de algodón, parecían prósperas. Los majestuosos sacerdotes y nobles que andaban tranquilamente entre ellas tenían un porte más magnífico de lo que pueda imaginarse. Juniano luchaba por encontrar las palabras adecuadas para describirlos. Vestían pieles de tigre con capas verdes y rojas de brillantes plumas sobre los hombros, y tocados de plumas resplandecientes en la cabeza, que alcanzaban alturas extravagantes, increíbles. De los lóbulos de las orejas les colgaban pendientes de pulidas piedras verdes, en el cuello llevaban grandes collares de la misma piedra y lucían brazaletes de brillante oro alrededor del cuello, la cintura, las muñecas y los tobillos. Había oro por todas partes, contaba Juniano. Para aquella gente era como el cobre o el estaño para los romanos. Uno no podía dejar de verlo: oro, oro, oro.

—Nos dieron de comer y nos condujeron hasta el rey —prosiguió contándole Juniano a Druso—. Con sus propias manos nos sirvió de beber en pulidos cuencos de la misma piedra verde y tersa que ellos emplean para sus joyas. Era un licor fuerte y dulce, preparado con miel, creo, y con las hierbas de estas tierras. Era extraño al paladar pero agradable. Cuando acabamos de refrescarnos, nos preguntó nuestros nombres y el propósito de nuestra llegada, y…

—¿Te preguntó, Marco? ¿Y entendiste lo que te estaba diciendo? Pero ¿cómo es posible?

—Hablaba en latín —contestó Juniano, como si fuera lo más natural del mundo—, no en muy buen latín por supuesto, pero tampoco se puede esperar mucho más de un nórdico ¿verdad? En realidad, era un latín bastante pobre, aunque lo hablaba suficientemente bien como para que entendiéramos lo que estaba diciendo, a su manera. Por supuesto, yo no le conté en absoluto que era un explorador de un ejército invasor, sin embargo estaba bastante claro que él…

—Espera un momento —le cortó Druso. La cabeza empezaba a darle vueltas—. Seguramente no estoy oyendo bien. ¿El rey de este pueblo es un nórdico?

—¿Es que no te lo acabo de decir, Tito? —se rió Juniano—. ¡Un nórdico, sí! Ha estado aquí durante años y años. Se llama Olao el danio; uno de los que llegaron desde Vinlandia con Haraldo de Svea en aquel primer viaje hace mucho tiempo, cuando los nórdicos descubrieron este lugar. Desde entonces, ha vivido aquí. Lo tratan casi como a un dios. Se sienta en un trono refulgente, con un cetro de piedra verde en la mano y un montón de collares dorados alrededor del cuello, y con una corona de plumas tan alta como la mitad de mi estatura. Los nativos esparcen pétalos ante él cuando se levanta y camina, y se inclinan a su paso, y se tapan los ojos con las manos para que él no les ciegue con su esplendor, y…