—Su rey es un nórdico —dijo Druso, completamente estupefacto.
—Un nórdico gigantesco, descomunal, de negras barbas y ojos como los de un demonio —dijo Juniano—, que quiere verte en seguida. «Envíame a tu general, me dijo. Debo hablar con él. Tráemelo mañana por la mañana. No deberá acompañarle ningún soldado. El general tiene que venir solo.» Me dijo que podría acompañarte hasta donde fuimos atacados en el bosque y que luego debería dejarte solo esperando a que sus hombres fueran a por ti. Fue muy claro en este punto.
Aquello sobrepasaba en mucho el alcance de la autoridad oficial de Druso. No vio otra opción que dirigirse en persona al cónsul Lucio Emilio Capito e informarle de todo el asunto.
A Druso le alegró comprobar que el campamento de Capito no estaba ni de lejos tan avanzado como el suyo propio. Pero por lo menos, el cónsul tenía ya su tienda instalada (no fue ninguna sorpresa que fuera la más grande) y, flanqueado por lo que parecía un ejército de escribanos y actuarios, se encontraba en su despacho, examinando una gruesa pila de inventarios e informes de ingenieros.
Levantó la vista, dirigiendo a Druso una biliosa mirada, como si considerara que la visita del legado legionario del campamento norte era una irritante intrusión en su examen de los inventarios. Nunca hubo mucha cordialidad entre ellos. Al parecer, Capito, un individuo de unos cincuenta años, expresión dura y prominente quijada, había tenido algunos altercados serios con el padre de Druso en el Senado hacía mucho tiempo acerca de la cuantía de las asignaciones militares (Druso no conocía bien los detalles y tampoco quería conocerlos), y nunca se había molestado en ocultar su fastidio porque le hubieran endosado al joven Druso con una posición de mando elevada.
—¿Algún problema? —preguntó Capito.
—Podría ser, cónsul.
Druso expuso la situación con el menor número posible de frases: el regreso de los exploradores capturados, sanos y salvos; el descubrimiento de la sorprendente proximidad de una ciudad principal con su inexplicable rey nórdico; y la petición de que el propio Druso acudiera allí, solo y como un embajador ante aquel rey.
Capito parecía haber olvidado todo lo referente a la partida de exploradores perdidos. Druso pudo verlo hurgar en su memoria como si esa desaparición fuera algún episodio acaecido durante el reinado de Lucio Agripa. Entonces, clavó por fin su fría mirada en Druso y le dijo:
—¿Y bien? ¿Qué piensas hacer?
—Supongo que ir a verlo.
—¿Supones? ¿Qué otra opción queda? Por algún milagro, ese hombre se ha coronado a sí mismo rey de estos bárbaros de piel cobriza, sólo los dioses saben cómo lo habrá conseguido. Ahora manda llamar a un oficial romano para celebrar una reunión con él, posiblemente con el propósito de establecer un tratado que traspase toda esta nación bajo la autoridad de su majestad imperial, lo que era el objetivo inicial de esos nórdicos, según creo recordar… ¿y el oficial duda?
—Bien, pero si los nórdicos tienen alguna otra intención más oscura, cónsul…, te recuerdo que voy a ir a verlo sin escolta…
—Vas a ir como embajador. Ni siquiera un nórdico osaría acabar con la vida de un embajador. Pero si así fuese, Druso, me aseguraré de que seas oportunamente vengado. Cuentas con mi promesa. Correrán ríos de su sangre por cada gota de la tuya que se derrame.
Y regalándole a Druso una sonrisa de basilisco, el cónsul Lucio Emilio Capito volvió a fijar su atención en los inventarios e informes.
Ya hacía rato que había anochecido cuando Druso llegó a su campamento. Las habituales bestias estaban aullando desesperadamente en la jungla y las criaturas voladoras revoloteando por encima de ellos; los mosquitos habían despertado y se preparaban para su festín nocturno. Pero Druso ya llevaba allí cuatro noches y se estaba empezando a acostumbrar. Para su propia sorpresa, pasó una buena noche de sueño y por la mañana se preparó para su viaje a la ciudad del pueblo de piel cobriza.
—No te harán daño —le dijo Marco Juniano apenado mientras se acercaban al lugar pisoteado del bosque donde se suponía que debían separarse—. Estoy absolutamente seguro de ello. —Su tono no era de gran convicción—. Los nórdicos son salvajes entre sí, pero nunca alzarían la mano contra un oficial romano.
—No creo que lo haga —contestó Druso—, pero gracias por tranquilizarme. ¿Es éste el sitio?
—Éste es el sitio.Tito…
Druso le señaló la dirección del campamento.
—Vete, Marco. No hagamos un drama de esto. Hablaré con ese Olao, averiguaremos cómo están aquí las cosas y al anochecer estaré de regreso con alguna idea sobre la estrategia a seguir. Vete. Deja que me vaya.
Juniano le dio un breve abrazo y, con una sonrisa triste, se marchó receloso. Druso se apoyó contra el basto tronco de una palmera y esperó la llegada de sus guías bárbaros.
Quizá pasó una hora. Aunque sólo había transcurrido un rato desde que el sol saliera, ya empezaba a molestar. «Si así es el invierno aquí —pensó él—, me pregunto cómo sobreviviremos un verano.» Druso había optado por vestirse formalmente, con grebas y coraza corta, el yelmo con el crespón, su capa oficial de legado y su espada corta de ceremonia. Había querido presentarse con tanta majestuosidad romana como pudiera ante el bárbaro rey de aquel pueblo bárbaro, pero todo ello era demasiado para el calor del lugar, y estaba sudando como si estuviera en los baños. Por si fuera poco, un insecto o dos se habían colado en el interior de su armadura y estaba notando el molesto cosquilleo por la espalda. Empezaba a sentirse un poco mareado cuando avistó una fila de hombres que emergieron de los matorrales frente a él, avanzando sin hacer el más mínimo ruido.
Eran seis, desnudos de cintura para arriba, de piel morena; con los labios apretados, la expresión adusta, las narices como el filo de un hacha y extrañas frentes oblicuas. Eran sorprendentemente bajos, no más altos que una mujer pequeña, pero la gravedad y dignidad de su porte les hacía parecer más altos de lo que eran. También llevaban prominentes tocados de plumas verdes y rojas que se alzaban hasta una altura pasmosa. Tres iban armados con lanzas y los otros tres con inquietantes espadas hechas con alguna piedra oscura y vidriosa y de filo dentado como el de una sierra.
¿Eran aquéllos sus guías o sus verdugos?
Druso permaneció inmóvil mientras se acercaban. Fue un momento difícil para él. No es que temiera por su persona. Como siempre, asumía que debía entregar su vida a los dioses tarde o temprano, pero también como siempre, no quería que tener una muerte vergonzosa o absurda…, cayendo sin saber muy bien cómo en las garras de un enemigo mortífero, por ejemplo. En momentos de peligro, siempre rezaba para que, si su muerte estaba próxima, que ésta sirviera al menos a un propósito útil para el Imperio. Y no podía haber propósito alguno en una muerte estúpida.
Pero aquellos hombres no habían ido allí a matarlo. Llegaron hasta donde estaba y tomaron posiciones, tres delante y tres detrás de él; lo estudiaron durante un momento con sus ojos oscuros como la noche y totalmente inexpresivos. A continuación uno de ellos hizo una señal con dos dedos y lo condujeron hacia el bosque.