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Sin embargo, Olao, con su tamaño, su fuerza y su seguridad inquebrantable en sí mismo, se las había arreglado, primero para convertirse en el líder militar de aquella gente, después en su rey y, en aquellos momentos, prácticamente en su dios. Todo ocurrió porque, no mucho después de la llegada de Olao, una ciudad vecina decidió declarar la guerra a ésta. Allí no existía autoridad soberana, dedujo Druso. Cada ciudad era independiente, aunque ocasionalmente se aliaban en confederaciones flexibles contra sus enemigos. Los mayas eran todos bravos luchadores, pero al estallar la guerra, Olao adiestró a los guerreros de la ciudad en la que vivía con unos métodos militares que los otros nunca habían imaginado siquiera; una combinación de disciplina romana y brutalidad nórdica. Bajo su liderazgo, se hicieron invencibles. Una ciudad tras otra fueron cayendo bajo el ejército de Olao. Por vez primera en la historia maya, una especie de Imperio se había formado allí, en Yucatán.

Druso entendió que Olao también había establecido contacto con otros reinos del Nuevo Mundo, uno hacia el oeste, en México, y otro hacia el sur, llamado Perú. ¿Había ido él en persona a esos lugares o se había limitado a enviar emisarios? No resultaba fácil saberlo. El relato discurría a mucha velocidad y la forma de hablar del nórdico era demasiado confusa para que Druso pudiera estar seguro de lo que estaba diciendo. Pero al parecer los pueblos de todas esas tierras sabían del extranjero de piel pálida y negras barbas, que había venido de lejos y que había unificado a todas las ciudades guerreras del Yucatán en un Imperio.

Fueron las tropas de dicho Imperio las que habían aniquilado tan fácilmente a las tres legiones de la primera expedición de Saturnino.

Los ejércitos mayas habían empleado el conocimiento de los métodos romanos de guerra que Olao les había enseñado para protegerse contra el ataque de las legiones. Y cuando los romanos reaccionaron ya habían caído en una emboscada, revelándose inútiles sus técnicas militares que, sin embargo, habían demostrado ser enormemente eficaces en el resto del mundo.

—De manera que murieron todos —concluyó Olao— excepto unos pocos, a los que permití escapar para que contaran la historia. Lo mismo os ocurrirá a vosotros y a todas vuestras tropas. Así que recoge tus cosas y márchate, romano. Regresad a casa mientras podáis.

Aquellos ojos, aquellos aterradores ojos, brillaban con desprecio.

—Salvaos —dijo Olao—. Marchaos.

—Eso es imposible —dijo Druso—. Somos romanos.

—Entonces habrá guerra. Y seréis destruidos.

—Yo sirvo al emperador Saturnino y él reclama estos territorios.

Olao dejó escapar una diabólica risotada.

—¡Deja que tu emperador reclame la luna, amigo mío! Lo tendrá más fácil para conquistarla. Te lo aseguro. Esta tierra es mía.

—¿Tuya?

—Mía. Ganada con mi sudor y con mi sangre. Aquí soy el señor. Soy su rey y soy incluso su dios. Ellos me consideran Odín, Thor y Frey, todos juntos. —Y después, en vista de la expresión de incomprensión de Druso, añadió—: Júpiter, Marte y Apolo, supongo que diríais vosotros. Todos los dioses son lo mismo. Yo soy Olao. Yo reino aquí. ¡Coged vuestro ejército y marchaos! —Escupió—. ¡Romanos!

Lucio Emilio Capito dijo:

—Y así pues, ¿qué clase de ejército tienen?

—Yo no vi ningún ejército. Vi una ciudad, campesinos, picapedreros, orfebres, sacerdotes, nobles —dijo Druso—.Y al danio.

—El danio, sí. Un salvaje, un bárbaro. Vamos a llevarnos su pellejo a casa y lo clavaremos en un poste enfrente del Capitolio de la misma manera que se colgaría la piel de una bestia. Pero ¿dónde crees que tendrán el ejército? ¿No viste barracones?, ¿campos de instrucción?

—Yo estuve en el centro de una bulliciosa ciudad —contestó Druso al cónsul—. Vi templos y palacios, y lo que creo que eran tiendas. En Roma, ¿puede alguien ver un barracón en el centro del Foro?

—Son sólo salvajes desnudos que luchan con arcos y jabalinas —dijo Capito—. Ni siquiera tienen caballería, por lo que parece. O ballestas, o catapultas. Los liquidaremos en tres días.

—Sí, quizá lo hagamos.

Druso vio que no conseguiría nada discutiendo. El otro, mayor que él, cargaba con la responsabilidad de dirigir aquella invasión. El sólo era un comandante auxiliar. Y los ejércitos de Roma habían marchado a la vanguardia del mundo desde hacía trece siglos, sin que un solo rival se les pudiera resistir. Aníbal y los cartagineses. Los feroces guerreros galos, los salvajes britanos, los godos, los hunos, los vándalos, los persas, los fastidiosos teutones. Todos ellos habían osado desafiar a Roma y habían sido machacados por esto.

Sí, todo habían sido derrotas para ellos. Aníbal había representado un verdadero incordio, descendiendo de las montañas con aquellos elefantes y provocando toda clase de trastornos en las provincias. Varo había perdido aquellas tres legiones en los bosques teutónicos. Los ejércitos invasores bajo Valerio Marcio habían sido totalmente destruidos allí mismo, en Yucatán, hacía poco más de cinco años. Pero perder alguna batalla de vez en cuando era lo que cabía esperar. A la larga, el destino de Roma era el dominio del mundo. ¿Cómo lo había dicho Virgilio? «No pongo a los romanos ni frontera ni límite de tiempo.»

Sin embargo,Virgilio no había mirado a los ojos a Olao el danio, ni tampoco lo había hecho el cónsul Lucio Emilio Capito. Druso, que sí lo había hecho, se encontró preguntándose cómo quedarían las siete legiones de la segunda expedición tras la contienda contra los ejércitos del barbado dios blanco de los mayas. Siete legiones, ¿cuánto era eso? ¿Cuarenta mil hombres? Contra un número desconocido de guerreros mayas, millones de ellos quizá, luchando en su terreno, en defensa de sus campos, sus esposas, sus dioses. Los romanos habían luchado antes contra semejantes adversidades y habían ganado, reflexionaba Druso. Pero no tan lejos de casa, y no contra Olao el danio.

Los planes de Capito implicaban un asalto inmediato a la ciudad cercana. Las catapultas y arietes romanos destrozarían con facilidad sus murallas, que no parecían, ni de lejos, tan resistentes como las de las ciudades romanas. Era extraño que aquel pueblo no rodeara sus ciudades con murallas macizas, cuando los enemigos podían presentarse por todas partes. Pero esos enemigos no debían de conocer el uso de la catapulta ni del ariete.

Cuando se abriera una brecha en sus defensas, la caballería se precipitaría en la plaza provocando el terror en el corazón de la ciudadanía, que nunca antes habría visto caballos, y pensarían que eran monstruos de alguna clase. Entonces se produciría el asalto de la infantería desde todos los flancos, el saqueo de los templos, se masacraría a los sacerdotes y, sobre todo, se capturaría y daría muerte a Olao el danio. Nada de hacerlo prisionero y llevarlo a Roma como triunfo, había dicho Capito.

—Encontradlo, matadlo, descabezad de un solo golpe el imperio que él ha construido entre estos mayas. Cuando haya muerto ese bárbaro, toda la estructura política se disolverá. Sin Olao, también se desbaratará la coalición de ciudades, y ellos volverán a ser débiles salvajes luchando a su modo inútil y caótico contra las tropas formidablemente disciplinadas de las legiones romanas.

El funesto destino de la primera oleada invasora no aportaba ninguna enseñanza que la segunda oleada necesitara tomar en consideración. Gargilio Marcio no había entendido el tipo de general al que se enfrentaba con Olao. Capito sí, gracias a Druso; y al hacer de Olao su prioridad, aplastaría el origen del poder de su enemigo en los primeros días de campaña. De modo que Druso se dijo a sí mismo: ¿quién era él, con tan sólo veintitrés años y no siendo más que un comandante auxiliar, para pensar que las cosas no ocurrirían así?