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En seguida se iniciaron los preparativos intensivos para la batalla en los tres campamentos romanos. La maquinaria de asedio ya había sido colocada en posición al borde del bosque y comenzaron los trabajos de tala para abrir senderos. La caballería ya tenía sus corceles listos para la batalla, los centuriones no paraban de entrenar a las tropas de infantería, los exploradores se habían escabullido sigilosamente al abrigo de la noche para descubrir los puntos más vulnerables de la ciudad maya.

Era un duro trabajo tenerlo todo dispuesto en medio de aquel terrible calor tropical que se adhería como una húmeda manta de lana. Los zahirientes insectos eran inmisericordes en sus ataques, noche y día; no sólo los mosquitos y las hormigas, sino también los escorpiones y otras criaturas para las que los romanos no tenían nombre. Ahora habían aparecido incluso serpientes en los campamentos: unas verdes, rápidas y delgadas con luminosos ojos amarillos; un buen número de hombres sufrieron mordeduras y media docena de ellos murieron. Pero aun así, los trabajos continuaron. Tradiciones de muchos siglos estaban allí en juego y había que defenderlas. El mismo Julio César los contemplaba desde las alturas, así como el invencible Marco Aurelio y el gran Augusto, el fundador del Imperio. Ni los escorpiones ni las serpientes podrían frenar el avance de las legiones romanas, y mucho menos los pequeños mosquitos zumbantes. La tarde del día anterior en que tenían previsto atacar, de repente empezaron a espesarse las nubes y el cielo se ennegreció. El viento, que todo el día había sido fuerte, ahora se había convertido en algo extraordinario, tórrido como un horno, y rugía sobre ellos desde el este con tal cantidad de truenos y relámpagos que parecía que el mundo fuera a resquebrajarse. Entonces, inmediatamente después, llegaron las torrenciales lluvias de una descomunal tormenta, una tempestad como ningún hombre de Roma había visto u oído hablar de ella jamás, y que amenazaba con levantarlos del suelo como si estuvieran en la palma de la mano de un gigante y lanzarlos lejos, tierra adentro.

Las tiendas fueron arrancadas de sus estacas y arrastradas lejos. Druso, refugiándose con sus hombres bajo los carros, observaba con asombro cómo la primera hilera de árboles a lo largo de la playa se cimbreaba hacia atrás bajo la fuerza del vendaval, hasta el punto de que sus copas casi tocaban el suelo, desplomándose cuando sus raíces dejaban de sujetarlos. Algunos describían una violenta cabriola en el aire antes de caer derribados. Hasta los carros eran zarandeados, arrastrados, alzados, y se estrellaban al caer de nuevo. Los caballos empezaron a dar increíbles alaridos de terror. Alguien gritó que los navios estaban volcando y, de hecho, Druso alcanzó a ver cómo muchos de ellos lo hacían, igual que si hubieran sido golpeados por la mano de un titán.

El poder de la tormenta parecía casi sobre natural. ¿Es que Olao el danio estaba aliado con los dioses de aquella tierra? Era como si no se hubiera dignado siquiera valerse de sus guerreros contra los invasores y, en vez de ello, hubiera enviado aquella terrible tempestad.

No había forma alguna de escapar de ella. Lo único que podían hacer era echarse en tierra, en medio de aquella oscuridad en pleno día, y permanecer inmóviles a lo largo de aquella estrecha franja de playa mientras el torbellino silbaba por encima de ellos. Los relámpagos cortaban el cielo como el destello de poderosas espadas. El estruendo de los truenos se mezclaba con el horrendo aullido de los desgarradores vientos.

Tras algunas horas, la lluvia pareció amainar y, entonces, cesó abruptamente. Una fantasmagórica quietud descendió sobre ellos. Había algo extraño, que casi crujía en el aire sereno. Druso se irguió, atónito, y empezó a inspeccionar la devastación: murallas derruidas, tiendas desaparecidas, carros volcados, armamento desparramado. Pero casi en seguida el viento y la lluvia regresaron, como si la tormenta tan sólo hubiera estado mofándose de ellos con aquel interludio de paz, y el renovado y arrasador azote continuó durante toda la noche.

Al llegar la mañana, el campamento era un verdadero caos. Nada de lo que habían construido se mantenía en pie. Los muros habían desaparecido. Como también lo habían hecho los árboles de una amplia franja frente a la playa. Había charcas profundas por todas partes y centenares de hombres ahogados y despatarrados en ellas. Habían desaparecido muchos navios y los otros estaban volcados en el agua.

El día trajo un calor asfixiante, una atmósfera tan cargada de humedad que era casi imposible respirar, y continuas oleadas de criaturas nocivas (serpientes, arañas, avalanchas de hormigas mordeduras, legiones de escorpiones y todas las formas posibles de desagradables alimañas) que la tormenta parecía haber hecho salir del bosque y llevado a la playa.

Era como una pesadilla que no acabara con el alba. Consternado, Druso reunió a sus hombres y los puso a trabajar limpiando la zona, aunque resultaba difícil saber por dónde empezar, y todos se movían como si aún estuvieran desorientados.

Durante dos días lucharon contra el caos que la tormenta había dejado. A la segunda mañana, Druso envió un mensajero al campamento de Capito para averiguar cómo habían ido las cosas por allí, pero el hombre regresó al cabo de poco más de una hora informando de que un gran segmento de playa había sido arrasado no muy lejos de allí, cortando la línea de costa de cabo a rabo, y que el bosque que la flanqueaba era tal laberinto de árboles caídos que hacía el acceso impracticable; de manera que se había visto obligado a regresar.

Al tercer día se produjo la primera ofensiva maya: una lluvia de flechas que descendieron del cielo sin previo aviso. No había arqueros a la vista, por lo que tenían que estar muy adentro, en el bosque, enviando sus saetas a lo alto sin apuntar, usando arcos de una potencia extraordinaria. Desde el cielo, las flechas caían a centenares, a millares incluso, alcanzando al azar el campamento romano. En unos instantes, murieron cincuenta hombres. Druso ordenó que cinco escuadrones blindados de infantería penetraran en el bosque bajo el mando de Marco Juniano en busca de los agresores, pero no hallaron indicios de nadie.

Al día siguiente, un navio, enarbolando el estandarte de Lucio Emilio Capito, apareció en la bahía con otros tres tras él. El mismo Druso fue remando a recibir al cónsul. Capito, trasluciendo el cansancio, le dijo que la tormenta había destrozado todo su campamento, que había perdido cerca de la mitad de sus hombres y todo su equipamiento y que el lugar había quedado por completo inutilizado por la inundación. Aquéllos eran los únicos buques que habían quedado. Incapaz de establecer contacto con el campamento sur de Masurio Titanio, había ido navegando por la costa con la esperanza de hallar el campamento de Druso razonablemente intacto.

A Druso no le quedaba otra alternativa que entregar el mando del campamento a Capito, aunque el consumido militar parecía aturullado y confundido por todo lo que le había caído encima. «Ya no sirve para nada», dijo Marco Juniano vehementemente, pero Druso se encogió de hombros ante las objeciones de su amigo. Capito era el oficial de mayor rango y eso era todo.

Al día siguiente se produjo otro ataque de arqueros y otro más al siguiente a ése. Las flechas llegaban en nubes incluso más densas que antes, cayendo en aluviones letales desde el cielo. Druso comprendió entonces que no había límite para los arqueros mayas. Se los imaginó a millares, miles de millares, tranquilamente dispuestos en una hilera tras otra a lo largo de kilómetros, cada una de ellas aguardando a dar un paso al frente y disparar su descarga de flechas cuando la anterior a la suya hubiera acabado su turno. Aquella tierra estaba llena de gente y todos ellos eran enemigos de Roma.Y hete aquí a la fuerza invasora, aguardando en el asolado campamento, incapaz de desplazarse quince metros en aquella humeante y hostil jungla, expuestos a nuevas tormentas, a las criaturas venenosas que se arrastraban, al hambre, a la enfermedad, a los mosquitos, a las flechas. Flechas. Era una situación intolerable. Las cosas no pudieron ser peores para Quintilio Varo, que había perdido tres legiones de César Augusto. Pero allí había siete legiones en peligro.