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—¿Y qué pasa con tu crónica de la vida deTrajano VII? Anteayer mismo no podías dejar de hablar sobre los documentos que estás esperando del archivo de Sevilla. Te pasaste media noche especulando acerca de las nuevas revelaciones maravillosas que ibas a descubrir en ellos. ¿Vas a abandonar todo eso así de fácilmente?

—Por supuesto que no. ¿Por qué un proyecto debería interferir con el otro? Soy perfectamente capaz de trabajar en un libro por la noche mientras diseño palacios por el día. Y, además, espero continuar también con mi pintura, mi poesía y mi música… Creo que me subestimas, viejo amigo.

—Bueno, no sería el único culpable de hacer algo así… —apuntó él irónicamente.

Dejé pasar el comentario.

—Te ofrezco una nueva consideración y dejemos ésta a un lado, ¿de acuerdo? Ludovico pasa ya de los sesenta, y no disfruta de una salud maravillosa. Cuando muera, Demetrio será emperador, tanto si la idea gusta como si no, y tú y yo regresaremos a Roma, donde yo seré una figura clave en su administración, y todos los recursos intelectuales y científicos de la capital estarán a mi disposición… A menos que, por supuesto, yo me aleje irrevocablemente de él mientras sea el único heredero, y le devuelva su proyecto lanzándoselo a la cara como, según parece, quieres verme hacer. Por eso haré el trabajo. Como una inversión con la esperanza de ganancias futuras, por así decir.

—Bonito razonamiento, Draco.

—Gracias.

—Supon que, cuando Demetrio se convierta en emperador (lo que probablemente pase antes de que transcurra mucho tiempo, si no se opone alguna negra ironía de los dioses), él decide mantenerte aquí, en Sicilia, finalizando el gran trabajo de llenar esta isla con esplendores arquitectónicos, en lugar de transferirte a la corte en Roma. Así que aquí te quedas durante el resto de tu vida, recorriendo una y otra vez este páramo, supervisando la construcción completamente inútil e innecesaria de…

Ya no quería seguir hablando de ello.

—Mira, Espináculo, ése es un riesgo que estoy dispuesto a correr. Demetrio ya me ha anunciado, explícitamente, que cuando sea emperador tiene previsto explotar mis cualidades más de lo que su padre nunca quiso hacer.

—¿Y tú le has creído?

—Parecía bastante sincero.

—¡Oh, Draco, Draco! ¡Empiezo a creer que estás incluso más loco que él!

Naturalmente era un riesgo. Yo lo sabía.

Y Espináculo bien podía estar en lo cierto cuando dijo que yo estaba más loco que el pobre Demetrio. El cesar, después de todo, no puede evitar ser como es. En su familia ha habido locura, locura de verdad durante cien años o más, una seria inestabilidad mental, algún trastorno cerebral que deriva en impredecibles arrebatos de frivolidad y capricho. Yo, por otra parte, me enfrento cada día a la cruda realidad. Trabajo duro, no tengo veleidades y dispongo de una inteligencia afinada capaz de salir adelante en cualquier empresa que me proponga. No estoy alardeando. La solidez de mis logros es un hecho fuera de toda duda. He construido templos y palacios, he pintado grandes cuadros y esculpido espléndidas estatuas, he escrito poemas épicos y libros de historia, incluso he diseñado una máquina voladora que algún día construiré y probaré con éxito. Y tengo pensados muchos más proyectos secretos, que tengo escritos y cifrados en mis cuadernos de notas de apretada escritura. Son cosas que transformarán el mundo. Algún día conseguiré que sean perfectas. Pero por el momento no estoy preparado para dejar que nadie las entrevea siquiera, y por eso empleo el cifrado. ¡Como si hubiera alguien que pudiera comprender estas ideas mías aunque consiguiera leer lo que está escrito en esos cuadernos!

Quizá se pudiera decir que debo toda esta agilidad mental a la especial gentileza de los dioses, y yo no quisiera contradecir ese pío pensamiento; pero también la herencia tiene algo que ver con ella. Mis capacidades superiores son el don que me han legado mis ancestros, como las taras mentales del cesar Demetrio son la herencia de los suyos. Por mis venas corre la sangre de uno de nuestros más grandes emperadores, el visionario Trajano VII, que bien pudiera haber llevado el título que le fue otorgado dieciséis siglos atrás al primer emperador de ese nombre: Optimus Princeps, «el mejor de los príncipes». ¿Quiénes son, sin embargo, los antepasados de Demetrio César? ¡Ludovico! ¡Mario Antonino! ¡Valiente Aquila! ¡Vaya! ¿No son éstos algunos de los hombres más débiles que han ocupado nunca el trono? ¿No han sido ellos los que han conducido al Imperio por el sendero de la decadencia y la degradación?

Naturalmente, es destino del Imperio atravesar períodos de decadencia de vez en cuando, como es su suprema buena fortuna encontrar, ahora y siempre, un manantial fresco de renacimiento y transformación cuando hace falta. Esa es la razón por la que Roma ha sido el poder predominante en todo el mundo durante más de dos mil años, y por la que seguirá siéndolo hasta el final de los tiempos; un mundo sin fin que regenera eternamente su vigor.

Es preciso hacer una consideración. Hubo una época problemática y caótica hace unos dieciocho siglos, y tras la que César Augusto nos concedió el gobierno imperial que tan útil nos ha sido desde entonces. Cuando la sangre de los primeros cesares era débil y hombres como Calígula y Nerón, desafortunadamente, llegaron al poder, la redención se presentó con rapidez en la persona del primer Trajano y, después de él, en la de Adriano, seguidos por los igualmente capaces Antonino Pío y Marco Aurelio.

Diocleciano corrigió un período ulterior de conflictos. Su trabajo fue completado por el gran Constantino.Y cuando, inevitablemente, volvimos a entrar en decadencia, setecientos años más tarde, cayendo en lo que los historiadores modernos denominan la Gran Decadencia y fuimos tan fácil y vergonzosamente conquistados por nuestros hermanos orientales helenoparlantes, surgió al fin de entre nosotros un Flavio Rómulo para devolvernos nuestra libertad una vez más. Y no mucho después, llegó Trajano VII, para llevar a nuestros exploradores por todo el mundo trayendo riquezas incalculables y activando el excitante período de expansión que conocemos con el nombre de Renacimiento. Y ahora, ¡ay!, estamos otra vez en decadencia, viviendo lo que supongo que algún día se bautizará con la expresión de Segunda Gran Decadencia. El ciclo parece inexorable.

Me gusta considerarme un hombre del Renacimiento, el último de mi especie, nacido por algún triste e injusto accidente del destino dos siglos después de su época natural, y obligado a vivir en esta era decadente e imbécil. Es una fantasía agradable, y existen muchas pruebas, a mi entender, de que es cierto.

Que ésta es una era decadente, es algo que no ofrece ninguna duda. Un síntoma que define esa degeneración es el gusto por las extravagancias sin mesura ni sentido y ¿qué mejor ejemplo de ello puede haber que el que nos facilita César con su estúpido e imprudente programa para reformar Sicilia como un monumento a su propia grandeza? El hecho de que las estructuras que él quiere que yo le construya sean, casi sin excepción, imitaciones de construcciones de eras pretéritas y menos fatuas, no hace sino reforzar la tesis.

Pero, además, estamos experimentando una crisis del gobierno central. No sólo las provincias distantes como Siria y Persia van alegremente a su aire la mayor parte del tiempo, sino que también la Galia, Hispania, Dalmacia y Panonia, que son prácticamente la propia patria del emperador, se están comportando casi como naciones independientes; y también están las nuevas lenguas. ¿Qué ha sido de nuestro puro y hermoso latín, columna vertebral de nuestro Imperio? Ha degenerado en un maremágnum de dialectos locales. Cada lugar tiene ahora su propio y chirriante idioma. Nosotros, los hispanos, hablamos hispano, los narigudos galos hablan ese graznido nasal que llaman galo, y en las provincias teutónicas han arrinconado el latín completamente para recuperar esa lengua primitiva y embarullada conocida como germánico, y así más y más. Incluso en la propia Italia puede verse cómo el latín cede paso a ese producto bastardo al que llaman romano. Éste, al menos, posee una dulce música para el oído, pero ha desaprovechado toda la profundidad y versatilidad gramatical que hace del latín la lengua madre del mundo entero. Si el latín se elimina completamente, lo que no ha sido el destino del griego en el este, ¿cómo se hará entender un hombre de Hispania por otro hombre de Britania o un teutón por un galo o un dálmata por otro cualquiera?